Esta de moda exigir que las naciones ricas trasformen su maquinaria bélica en un programa de ayuda al Tercer Mundo. Las cuatro quintas partes más pobres de la humanidad se multiplican con desenfreno, mientras su consumo per capita decrece.
Por Ivan Illich*
La amenaza que para el mundo industrializado representan la superpoblación y el subconsumo de nueve décimos de la humanidad, podría aún conducir a esa improbable manifestación y autodefensa. Pero si ello sucede, llevaría también a una desesperación irreversible; porque los arados de los ricos pueden hacer tanto daño como sus espadas; A largo plazo, los camiones norte-americanos pueden ser tan dañinos como los tanques norteamericanos, debido a que es más fácil crear una demanda masiva para los primeros. Y una vez que el Tercer Mundo se haya convertido en un inmenso mercado para los bienes, los productos y las formas de procesamiento diseñadas por y para los ricos, la discrepancia entre la demanda de estos artefactos occidentales y su oferta, aumentara progresivamente.
El automóvil familiar no puede transportar al pobre a la era de los jets, ni el sistema escolar proporcionarle una educación, ni el refrigerador familiar asegurarle una alimentación sana.
Por desgracia, no todos consideran evidente el hecho de que la mayoría de los latinoamericanos – no sólo de nuestra generación, sino de la próxima, e incluso la siguiente – no puede costearse ninguna clase de automóvil, ni de hospitalización, y ni siquiera de escuela primaria; preferimos no ser conscientes de esa realidad, tan obvia, porque detestamos reconocer que nuestra imaginación ha sido arrinconada. Tan persuasivo es el poder de las instituciones que nosotros mismos hemos creado, que ellas modelan no sólo nuestras preferencias sino también nuestra visión de lo posible. No podemos hablar de medios modernos de transporte sin referimos a los automóviles y aviones. Nos sentimos impedidos para tratar el problema de la salud sin implicar automáticamente la posibilidad de prolongar indefinidamente una vida enferma. Hemos llegado a ser por completo incapaces de pensar en una educación mejor, salvo en términos de escuelas aún más complejas, y maestros entrenados durante un período más largo. El horizonte de nuestra facultad creadora esta bloqueado por gigantescas instituciones que producen servicios carísimos.
El consumo enlatado
Hemos limitado nuestra visión del mundo a los marcos de nuestras instituciones y somos ahora sus esclavos. Las fábricas, los medios de comunicación, los hospitales, los gobiernos y las escuelas, producen bienes y servicios especialmente concebidos, enlatados de manera tal que contengan nuestra visión del mundo. Nosotros, los ricos, concebimos el progreso en términos de la creciente expansión de esas instituciones. Concebimos el perfeccionamiento del transporte en términos de lujo y seguridad enlatados por la General Motors y la Boeing, bajo el aspecto de automóviles y aviones. Creemos que el bienestar cada vez mayor se origina en la existencia de un numero creciente de doctores y hospitales, que enlatan la salud entendiéndola como una prolongación del sufrimiento. Hemos llegado a identificar nuestra necesidad de un aprendizaje creciente con la demanda de un mayor confinamiento en las aulas de clase. En otras palabras, la educación es hoy un producto enlatado, que incluye guarderías, certificados para trabajar y derechos de voto, todo ello empaquetado con el adoctrinamiento en las virtudes cristianas, liberales o marxistas.
En apenas cien años, la sociedad industrial ha modelado soluciones planteadas para satisfacer las necesidades básicas del hombre, y nos ha hecho creer que las necesidades humanas están configuradas como demandas de los productos que nosotros mismos inventamos. Esto es tan cierto para Rusia o Japón, como para las sociedades del Atlántico Norte. Mediante una lealtad invariable a los mismos productores – que darán siempre los mismos productos empacados, ligeramente mejorados o mejor presentados -, el consumidor es entrenado para enfrentarse a la obsolescencia. Las sociedades industriales pueden surtir de estos productos a la mayoría de los ciudadanos – para su consumo personal, pero esto no prueba que tales sociedades sean sanas o promuevan la vida.
Lo contrario es verdad. Cuanto más se ha entrenado al ciudadano para el consumo de estos paquetes de uso corriente, menos efectiva parece ser la persona en la modelación de su medio ambiente. Así es como el individuo agota sus energías y sus finanzas en procurar continuamente nuevos artículos de primera necesidad, y el medio ambiente se convierte en un subproducto de sus hábitos de consumo.
Benévolamente, las naciones ricas imponen ahora a las pobres las camisas de fuerza de los embotellamientos de tráfico, el confinamiento en los hospitales y las escuelas; y mediante un consenso internacional eso se llama «desarrollo». Los ricos, los escolarizados y los viejos pacientes del mundo desarrollado, tratan de compartir sus dudosas bendiciones exportándolas hacia el Tercer Mundo. Mientras los enjambres de tráfico crecen en Sao Paolo, casi un millón de campesinos del nordeste brasileño deben caminar ochocientos quilómetros para escapar de la sequía. Mientras la disentería amibiana sigue siendo un mal endémico en las favelas, villas-miseria y ranchitos, donde se concentra un noventa por ciento de la población, los doctores latinoamericanos reciben el New York Hospital for Special Surgery, un entrenamiento que luego aplicaran a unos pocos. Una insignificante minoría de latinoamericanos, pagada con frecuencia por los gobiernos de sus respectivos países, recibe en Estados Unidos una avanzada educación en el campo de las ciencias básicas. Si alguna vez esas personas regresan a Bolivia, por ejemplo, pasan a ser maestros de segunda categoría de orgullosos residentes de La Paz o Cochabamba. el mundo rico nos exporta las versiones anticuadas de sus modelos desechados.
Exportación de miseria
Cada automóvil que Brasil echa a andar, le niega a cincuenta brasileños el poder de disfrutar de un buen servicio de autobús. Cada refrigerador particular que entra al mercado reduce la posibilidad de construir un congelador comunitario. Cada dólar que América Latina gasta en doctores y hospitales cuesta cien vidas, para adoptar una frase del brillante economista chileno Jorge Ahumada… Si cada dólar así gastado se hubiera invertido para proveer agua potable, habría salvado cien vidas. Cada dólar que se gasta en escolarización significa más privilegios para la minoría, a costa de la mayoría en el mejor de los casos, aumenta el número de quienes antes de abandonar la escuela, han sido enseñados durante un tiempo más largo y se han ganado el derecho a un poder, una salud y un prestigio mayores. Lo que logra tal escolarización es enseñar a los escolarizados la superioridad de los mejores escolarizados.
Todos los países latinoamericanos se hallan frenéticamente volcados a gastar más y más dinero en sus sistemas escolares. Pero pese a esas gigantescas inversiones ningún país ha conseguido hasta ahora proporcionar cinco años completos de educación a más de un tercio de sus habitantes. La demanda y la oferta de escolarización crecen geométricamente en dirección contraria. Y lo que es cierto acerca de la escolarización, lo es también referido a los productos de la mayoría de las instituciones en el proceso de modernización del Tercer Mundo.
La propaganda puede convencer a un granjero del medio oeste norteamericano de que necesita un transporte de doble tracción que desarrolle una velocidad de setenta millas por hora en carretera, tenga un limpiaparabrisas eléctrico, y que en un año o dos sea cambiado por uno nuevo. Pero la mayoría de los agricultores del mundo no necesitan esa velocidad ni esa comodidad, ni se preocupan tampoco en lo más mínimo porque el articulo pase de moda. Lo que ellos necesitan son vehículos que gasten poco, porque en su mundo el tiempo no es dinero, los limpiaparabrisas manuales son suficientes, y un equipo pesado debe durar cuando menos una generación. Aquel tipo de vehículo requeriría una ingeniería y un diseño totalmente distintos de los empleados en ese ejemplo del mercado norteamericano. Esa clase de vehículos no se fabrica en la actualidad.
En realidad, la mayoría de los sudamericanos necesitan un personal paramédico, que pueda funcionar eficazmente durante un largo plazo sin necesidad de ser supervisado por un doctor. En lugar de establecer un proceso para entrenar a las parteras y a los asistentes médicos que saben como usar un arsenal limitado de medicamentos con bastante independencia, las universidades latinoamericanas crean cada año un nuevo departamento de enfermería especializada, para preparar un personal que sólo sabe trabajar en un hospital, o farmacéuticos que sólo saben vender una cantidad cada vez mayor de recetas delicadas.
Subdesarrollo en las conciencias
El mundo se mueve hacia un impasse definido por dos procesos convergentes: un número creciente de personas tiene cada vez más, un número todavía mayor posee cada vez menos elecciones básicas. El crecimiento de la humanidad es ampliamente publicitado y crea pánico. La disminución de elecciones fundamentales se desprecia porque crea una angustia profunda, la explosión demográfica excede las fronteras de la imaginación, pero la atrofia progresiva de la misma imaginación social es racionalizada común aumento de la posibilidad de elegir entre dos marcas registradas. Los dos procesos convergen hacia un punto muerto: la explosión demográfica provee, cada vez más, consumidores para todo, desde alimentos hasta anticonceptivos, mientras que nuestra imaginación se encoge y no puede concebir otra forma de satisfacer su demanda, como no sea a través de los productos enlatados que ya están a la venta en las sociedades admiradas. En lo siguiente, me limitaré a esos dos factores, puesto que a mi modo de ver forman las dos coordenadas que juntas nos permiten definir el subdesarrollo.
En la mayoría de los países del Tercer Mundo la población crece, así como la clase media. El ingreso, el consumo y el bienestar de la clase media crecen, mientras aumenta la brecha entre esta clase y la multitud. Aun cuando los índices de consumo per capita aumentan, la gran mayoría de los hombres disponen de menos alimentos, menos salud pública, menos trabajo significativo, y peores condiciones habitacionales que en 1945. Esto se debe, por una parte, al consumo polarizado y, por otra parte, a la ruptura de la familia y la cultura tradicionalista. En 1969 hay más personas que padecen hambre, dolor y frío, que al final de la Segunda Guerra Mundial, no sólo en cifras absolutas sino también en términos comparativos del porcentaje de la población mundial.
Estas consecuencias concretas del subdesarrollo son exuberantes; pero el subdesarrollo es también una actitud mental, y el problema crítico es comprenderlo como una actitud mental, o como una forma de conciencia. El subdesarrollo como actitud mental sucede cuando las necesidades del pueblo se trasforman en la demanda de nuevas marcas de soluciones enlatadas que están siempre más allá del alcance de las mayorías. En este sentido el subdesarrollo crece rápidamente en los países en que también crece la oferta de aulas, calorías, automóviles y clínicas. Los grupos dirigentes en estos países, construyen servicios que fueron diseñados para una cultura afluente; una vez que monopolizan así la demanda, nunca pueden satisfacer las necesidades de la mayoría. El subdesarrollo como una forma de conciencia, es un resultado extraño de lo que podemos llamar, en términos comunes a Marx y Freud, verdinglichung, o materialización. Por materialización entiendo la enajenación de la percepción de las necesidades reales como una demanda explícita de productos manufacturados en masa. Por materialización entiendo traducir la «sed» por «necesidad de beber una coca-cola». Este tipo de materialización surge cuando las necesidades humanas primarias son manipuladas por un aparato burocrático que ha logrado dominar la imaginación de los consumidores en potencia.
Permítaseme volver a mi ejemplo tomado del campo de la educación. La propaganda intensa que se hace acerca de la necesidad de escuelas lleva a todos a creer que la asistencia a clases y la educación son sinónimos, hasta el punto de que en el lenguaje cotidiano los dos términos son intercambiables. Una vez que la imaginación de todo un pueblo ha sido escolarizada o adoctrinada para creer que la escuela tiene el monopolio de la educación formal, los analfabetos pueden ser obligados a pagar impuestos para proporcionarles una educación gratuita a los más de los ricos.
El subdesarrollo es el resultado de crecientes niveles de aspiración mediante la mercadotecnia intensiva de productos «patentados». En este sentido, el subdesarrollo dinámico que ahora tiene lugar, es exactamente lo opuesto de lo que creo que debe ser la educación: el despertar consciente de los nuevos niveles de posibilidades humanas, y el uso de los propios poderes creativos para alimentar la vida humana. El subdesarrollo, sin embargo, implica la sumisión de la conciencia social a las soluciones prefabricadas.
Escuelas y Coca-Cola
El procedimiento mediante el cual la circulación en el mercado de productos importados aumenta el subdesarrollo, es algo que sólo se entiende en términos superficiales. El hombre que siente indignación al ver una planta de Coca-Cola en un suburbio latinoamericano, es a menudo, el mismo que se siente orgulloso al ver una escuela normal que crece en el mismo lugar. Resiente la evidencia de que hay una patente extranjera vinculada al refresco; en su lugar, le gustaría ver algo así como «Coca-Mex». Pero ese mismo hombre trata de imponer a toda costa la escolarización de sus compatriotas, sin darse cuenta de la patente invisible que ata, profundamente, esta otra institución al mercado mundial.
Hace algunos años vi a un grupo de trabajadores que levantaban un anuncio de la Coca-Cola, de unos veinte metros, en el valle desértico del Mezquital. La sequía y el hambre acababan de diezmar seriamente a la meseta mexicana. Un indio pobre de miquilpan, que fue quien me invitara, ofrecía a sus visitantes vasitos de tequila con un traguito de la costosa y oscura agua azucarada. Cuando recuerdo esa escena aún reacciono con furia, pero me es más irritante todavía recordar los encuentros de la UNESCO, en los cuales los bienintencionados y mejor pagados burócratas discuten con seriedad los curriculums escolares en América Latina; o cuando pienso en las peroratas de liberales entusiastas que abogan por la necesidad de un mayor número de escuelas.
El fraude perpetrado por los vendedores de escuelas es mucho menos obvio, pero mucho más fundamental que el del satisfecho representante de la Ford o de la Coca-Cola, puesto que el partidario de la escuela consigue hacer morder a la gente el anzuelo de una droga mucho más exigente. La asistencia a la escuela primaria no es un lujo inofensivo, sino que con día ocurre lo mismo que con el indio de los Andes, a quien su hábito de mascar coca lo tiene enjaezado a su patrón.
Cuanto mayor es la dosis de escolaridad que ha recibido un individuo, tanto más deprimente resulta su experiencia de abandonar las clases. El desertor de un séptimo grade nota mucho más agudamente su inferioridad, que aquel que desertó en el tercer grado. Las escuelas del Tercer Mundo administran su opio mucho más eficazmente que las iglesias de otras épocas. A medida que el espíritu de una sociedad es progresivamente escolarizado, sus miembros pierden, paso a paso, la sensación de que era posible vivir sin ser inferiores a los demás. Conforme la mayoría pasa del campo a la ciudad, la enfermedad hereditaria del peón es reemplazada por la inferioridad del desertor escolar, que es acusado como responsable personal de su fracaso. Las escuelas racionalizan el origen divino de la estratificación social con mucho mis rigor que el que nunca han usado las iglesias.
Esa traducción de objetivos sociales en niveles de consumo es exclusiva de unos pocos países. Por encima de todas las fronteras culturales, ideológicas y geográficas, las naciones se mueven hoy en día hacia el establecimiento de sus propias escuelas primarias y en la mayoría de los casos se trata, cuando mucho, de pobres imitaciones de modelos extranjeros, especialmente norteamericanos.
Por una revolución de verdad
El Tercer Mundo necesita una profunda revolución de sus instituciones. Las revoluciones de la última generación fueron abrumadoramente políticas. Un nuevo grupo de hombres, con un nuevo conjunto de justificaciones ideológicas, tomó el poder para dedicarse luego a administrar fundamentalmente las mismas instituciones escolares, medicas y de mercado, con el fin de satisfacer el interés de un nuevo grupo de clientes. Puesto que las instituciones no han cambiado radicalmente, la dimensión de la nueva clientela resulta ser aproximadamente igual a la anterior.
Esto resulta claro en el caso de la educación. Los costos de la escolarización por alumno son hoy prácticamente comparables en todas partes, debido a que se tiende a compartir los estándars empleados para evaluar la calidad de la escolarización. El grado de acceso a la enseñanza pública subsidiada – la cual se identifica con la posibilidad de ir a la escuela-, depende en todas partes del ingreso per capita. (Lugares como China y Vietnam pueden ser excepciones significativas).
En todo el Tercer Mundo las instituciones modernas – si tenemos en cuenta el propósito igualitario según el cual fueron fundadas -, son sumamente improductivas. Mientras la imaginación social de la mayoría no haya sido paralizada de manera irreversible, mediante la fijación a esas instituciones, hay una mayor esperanza de que la revolución de las instituciones pueda ser planeada en el Tercer Mundo y no en los países ricos. De ahí la urgencia de abocamos a la tarea de desarrollar alternativas viables para las soluciones «modernas».
En muchos países el subdesarrollo se acerca a un estado crónico. La revolución a que me refiero debe ser echada a andar antes de que eso suceda. Una vez más la educación ofrece un buen ejemplo: el subdesarrollo educativo crónico tiene lugar cuando la demanda de escolarización se difunde tanto, que la concentración total de los recursos educativos en el sistema escolar, se convierte en una exigencia política unánime. En este momento, la distinción entre la escuela y la educación, se hace prácticamente imposible.
La única respuesta viable, frente al creciente subdesarrollo, es una solución de las necesidades básicas planificada como una meta a largo plazo para áreas que siempre tendrían diferente estructura de capital. Es más sencillo hablar de alternativas para las instituciones, los servicios y los productos, que definir esas alternativas en términos precisos. No es mi propósito pintar una utopia ni describir el escenario de un futuro de alternativas. Debemos contentamos con algunos ejemplos que indiquen la posible dirección de las investigaciones.
Algunas alternativas
Algunos de estos ejemplos ya han sido expuestos. Los autobuses son una alternativa para los enjambres de automóviles particulares. Los ayudantes de los médicos son una alternativa para los doctores y las enfermeras. El almacenamiento comunal de los alimentos, resulta una alternativa frente a los costosos equipos de cocina. Hablar de alternativas en la educación es más fácil, en parte porque las escuelas han agotado enteramente los recursos de buena voluntad, imaginación y dinero que se destinan a la educación. Pero, inclusive en este campo, podemos indicar las líneas generales para la investigación.
Hoy en día la escolarización es concebida como la asistencia graduada a clase, programada durante cerca de mil horas por año, y durante un período ininterrumpido de varios años. Como regia general, los países latinoamericanos pueden proporcionar a cada ciudadano entre ocho y treinta meses de servicio. ¿Por qué no por ejemplo, hacer obligatorio uno o dos meses de clases para todos los ciudadanos de menos de treinta años?
Hoy en día la mayor parte del dinero se gasta en los niños, pero un adulto puede ser enseñado a leer en una décima parte del tiempo y en un costo diez veces inferior, que un niño. En el caso de la persona adulta existe una recuperación inmediata de la inversión, no importa que su aprendizaje sea visto como la adquisición de una nueva perspectiva, de la conciencia política y el deseo de adoptar responsabilidades por el tamaño y el futuro de su familia, o que sea enfocado desde el punto de vista de una productividad creciente.
En el caso del adulto, el saldo es doble, puesto que no sólo puede contribuir a la educación de sus hijos sino también a la de otros adultos. A pesar de esas ventajas, en América Latina los programas de alfabetización básicos tienen subsidios escasos o nulos. Es más, estos programas son bárbaramente suprimidos, como sucede en Brasil, y en otros países, donde el apoyo militar a las oligarquías feudales o industriales se ha quitado ahora la máscara de su inicial benevolencia. Debemos entonces imaginar que los recursos públicos destinados a la educación sean distribuidos de tal manera que se ofrezca a cada ciudadano una oportunidad mínima.
Preguntemos entonces: ¿Qué hacer con los compasivos recursos que cualquier república latinoamericana le ofrece a cada uno de sus niños? Respondemos: proveer casi todos los libros básicos, dibujos, cubos, juguetes y juegos que están totalmente ausentes de las casas de los niños pobres, y que le permiten a un niño de clase media aprender los números enteros, el alfabeto, los cobres, las formas y otras clases de objetos y experiencias que aseguran su progreso educativo. Entre todas estas cosas sin escuelas, o las escuelas sin ninguna de estas cosas, la elección es obvia. Pero el pobre, el único para quien desafortunadamente la elección se plantea en términos reales, jamás puede elegir.
Es difícil elegir las alternativas a los productos y las instituciones que por ahora tienen prioridad, y ello se debe, no sólo, como he tratado de demostrar, al hecho de que tanto esos productos como esas instituciones modelan nuestra concepción de la realidad, sino también a que la construcción de esas alternativas requiere una concentración de voluntad e inteligencia poco frecuentes. En el último siglo nos hemos acostumbrado a llamar investigación a esa combinación de voluntad e inteligencia al servicio de la solución de problemas particulares independientemente de su naturaleza.
Soluciones, reírse de las falsas
Hablo de un tipo de investigaciones peculiarmente difícil y diferente, que por razones evidentes ha sido ahora profundamente descuidado. Lo que estoy haciendo es una llamada para investigar las alternativas a los productos que hoy dominan el mercado: alternativas a los hospitales y las profesiones que se dedican a mantener vivos a los enfermos; alternativas a las escuelas y a los procesos de enlatar productos que niegan educación a los que no tienen la edad requerida, a quienes no han seguido los programas exigidos, a quienes no se han sentado en una clase durante el número de horas sucesivas indicadas, a quienes no van a pagar su aprendizaje con sumisión a la custodia, los exámenes de admisión y la constancia de materias o títulos, o al adoctrinamiento en los valores de la elite dominante.
Esta investigación contracorriente que intenta hallar alternativas fundamentales a las soluciones patentadas más comunes, es el elemento critico principal para la búsqueda de un futuro en el cual puedan vivir las naciones pobres.
Hay un camino normal para aquellos que dictan una política del desarrollo, ya vivan en Norte o Sudamérica, en Rusia o en Israel. Ese camino es definir el desarrollo y establecer sus objetivos en términos que nos resulten familiares, según la manera habitual en que ellos están acostumbrados a satisfacer sus necesidades, y que les permitan usar las instituciones sobre las cuales ejercen el poder o el control. Esa fórmula ha fracasado y debe fracasar. No hay en el mundo suficiente dinero como para que el desarrollo pueda tener éxito según esas vías, ni siquiera en el caso de que las superpotencias combinaran, con ese fin, sus presupuestos bélicos y espaciales.
Un curso análogo es seguido por aquéllos que intentan llevar a cabo las revoluciones políticas, especialmente en el Tercer Mundo. Como regla general, prometen hacer accesibles a todos los ciudadanos los privilegios más comunes de que gozan las elites del presente, es decir, la escolarización, hospitalización, etc. Respaldan esa promesa en la vana creencia de que un cambio de régimen político les permitirá ampliar las instituciones que producen esos privilegios. La promesa y la llamada de los revolucionarios están, por tanto, tan amenazadas por el tipo de investigación contracorriente que se ha propuesto, como lo esta el dominante mercado de los productores.
En Vietnam, un pueblo armado con bicicletas y lanzas de bambú ha llevado a un callejón sin salida a la mayor concentración de centros de investigación y producción que jamás ha conocido la historia. Debemos buscar nuestra supervivencia en un Tercer Mundo en el cual la ingenuidad humana es más lista que el poder mecánico. Por más difícil que sea, la única manera de revertir el subdesarrollo creciente es aprender a reírnos de las soluciones aceptadas, para poder así cambiar las demandas necesarias. Sólo los hombres libres pueden cambiar sus mentalidades y ser capaces de asombrarse.
* Nació en Viena en 1926. Estudió teología y filosofía en la Universidad Gregoriana de Roma, doctorándose por la de Salzburgo. El Vaticano lo escogió para la carrera diplomática, pero prefirió el ministerio pastoral. Inició su labor en una parroquia de Nueva York en 1951, y en 1956 pasó a ser vice-rector de la Universidad Católica de Ponce (Puerto Rico). En Cuernavaca (México) fundó posteriormente el Centro Intercultural de Documentación, CIDOC, que se convirtió en motivo de controversia eclesiástica. Lo secularizó en 1968 y al año siguiente abandonó su carrera sacerdotal. Es autor de La Sociedad Desescolarizada, La Convivencialidad, Némesis Médica y otros libros no conformistas que le han valido ser puesto en listas negras en algunos países latino-americanos. Su próximo trabajo se titula Valores Vernáculos, y su primera edición aparecerá en Inglaterra. El CIDOC cesó su actividad en 1976, pero la documentación continúa bajo la dirección de Valentina Borremans, Tecno Política, Apartado 479, Cuernavaca, Morelos, México. Un importante trabajo de esta investigadora es la guía titulada Reference Guide To Convivial Tools.
Publicado originalmente por Bicicleta, Nave 12, 2ª, Valencia, España. Cedido por Barbanegra. Extraído de revista Mutantia nº4, 1981.
artículo en PDF