Una ausencia de libertad cómoda, suave, razonable y democrática, señal del progreso técnico, prevalece en la civilización industrial avanzada. ¿Qué podría ser, realmente más racional que la supresión de la individualidad en el proceso de mecanización de actuaciones socialmente necesarias aunque dolorosas; que la concentración de empresas individuales en corporaciones más eficaces y productivas; que la regulación de la libre competencia entre sujetos económicos desigualmente provistos; que la reducción de prerrogativas y soberanías nacionales que impiden la organización internacional de los recursos? Que este orden tecnológico implique también una coordinación política e intelectual puede ser una evolución lamentable y, sin embargo, prometedora.
Por Herbert Marcuse
Los derechos y libertades que fueron factores vitales en los orígenes y etapas tempranas de la sociedad industrial se debilitan en una etapa más alta de esta sociedad: están perdiendo su racionalidad y contenido tradicionales. La libertad de pensamiento, de palabra y de conciencia eran — tanto como la libre empresa, a la que servían para promover y proteger— esencialmente ideas críticas, destinadas a reemplazar una cultura material e intelectual anticuada por otra más productiva y racional. Una vez institucionalizados, estos derechos y libertades compartieron el destino de la sociedad de la que se habían convertido en parte integrante. La realización anula las premisas.
En la medida en que la independencia de la necesidad, sustancia concreta de toda libertad, se convierte en una posibilidad real, las libertades propias de un estado de productividad más baja pierden su contenido previo. Una sociedad que parece cada día más capaz de satisfacer las necesidades de los individuos por medio de la forma en que está organizada, priva a la independencia de pensamiento, a la autonomía y al derecho de oposición política de su función crítica básica. Tal sociedad puede exigir justamente la aceptación de sus principios e instituciones, y reducir la oposición a la mera promoción y debate de políticas alternativas dentro del statu quo. En ese respecto, parece de poca importancia que la creciente satisfacción de las necesidades se efectúe por un sistema autoritario o no-autoritario. Bajo las condiciones de un creciente nivel de vida, la disconformidad con el sistema aparece como socialmente inútil, y aún más cuando implica tangibles desventajas económicas y políticas y pone en peligro el buen funcionamiento del conjunto.
Es cierto que, por lo menos en lo que concierne a las necesidades de la vida, no parece haber ninguna razón para que la producción y la distribución de bienes y servicios deban proceder a través de la concurrencia competitiva de las libertades individuales. Desde el primer momento, la libertad de empresa no fue precisamente una bendición. En tanto que libertad para trabajar o para morir de hambre, significaba fatiga, inseguridad y temor para la gran mayoría de la población. Si el individuo no estuviera aún obligado a probarse a sí mismo en el mercado, como sujeto económico libre, la desaparición de esta clase de libertad sería uno de los mayores logros de la civilización. El proceso tecnológico de mecanización y nor malización podría canalizar la energía individual hacia un reino virgen de libertad más allá de la necesidad.
La misma estructura de la existencia humana se alteraría; el individuo se liberaría de las necesidades y posibilidades extrañas que le impone el mundo del trabajo. El individuo tendría libertad para ejercer la autonomía sobre una vida que sería la suya propia. Si el aparato productivo se pudiera organizar y dirigir hacia la satisfacción de las necesidades vitales, su control bien podría ser centralizado; tal control no impediría la autonomía individual, sino que la haría posible. Éste es un objetivo que está dentro de las capacidades de la civilización industrial avanzada, el «fin» de la racionalidad tecnológica. Sin embargo, el que opera en realidad es el rumbo contrario; el aparato impone sus exigencias económicas y políticas para expansión y defensa sobre el tiempo de trabajo y el tiempo libre, sobre la cultura material e intelectual.
En virtud de la manera en que ha organizado su base tecnológica, la sociedad industrial contemporánea tiende a ser totalitaria. Porque no es sólo «totalitaria» una coordinación política terrorista de la sociedad, sino también una coordinación técnico-económica no-terrorista que opera a través de la manipulación de las necesidades por intereses creados, impidiendo por lo tanto el surgimiento de una oposición efectiva contra el todo. No sólo una forma específica de gobierno o gobierno de partido hace posible el totalitarismo, sino también un sistema específico de producción y distribución que puede muy bien ser compatible con un «pluralismo» de partidos, periódicos, «poderes compensatorios », etc. (1)
Hoy en día el poder político se afirma por medio de su poder sobre el proceso mecánico y sobre la organización técnica del aparato. El gobierno de las sociedades industriales avanzadas y en crecimiento sólo puede mantenerse y asegurarse cuando logra movilizar, organizar y explotar la productividad técnica, científica y mecánica de que dispone la civilización industrial. Y esa productividad moviliza a la sociedad entera, por encima y más allá de cualquier interés individual o de grupo. El hecho brutal de que el poder físico (¿sólo físico?) de la máquina sobrepasa al del individuo, y al de cualquier grupo particular de individuos, hace de la máquina el instrumento más efectivo en cualquier sociedad cuya organización básica sea la del proceso mecanizado.
Pero la tendencia política puede invertirse; en esencia, el poder de la máquina es sólo el poder del hombre almacenado y proyectado. En la medida en que el mundo del trabajo se conciba como una máquina y se mecanice de acuerdo con ella, se convierte en la base potencial de una nueva libertad para el hombre. La civilización industrial contemporánea demuestra que ha llegado a una etapa en la que «la sociedad libre» no se puede ya definir adecuadamente en los términos tradicionales de libertades económicas, políticas e intelectuales, no porque estas libertades se hayan vuelto insignificantes, sino porque son demasiado significativas para ser confinadas dentro de las formas tradicionales. Se necesitan nuevos modos de realización que correspondan a las nuevas capacidades de la sociedad.
Estos nuevos modos sólo se pueden indicar en términos negativos, porque equivaldrían a la negación de los modos predominantes. Así, la libertad económica significaría libertad de la economía, de estar controlados por fuerzas y relaciones económicas, liberación de la diaria lucha por la existencia, de ganarse la vida. La libertad política significaría la liberación de los individuos de una política sobre la que no ejercen ningún control efectivo. Del mismo modo, la libertad intelectual significaría la restauración del pensamiento individual absorbido ahora por la comunicación y adoctrinamiento de masas, la abolición de la «opinión pública» junto con sus creadores. El timbre irreal de estas proposiciones indica, no su carácter utópico, sino el vigor de las fuerzas que impiden su realización. La forma más efectiva y duradera de la guerra contra la liberación es la implantación de necesidades intelectuales que perpetúan formas anticuadas de la lucha por la existencia.
La intensidad, la satisfacción y hasta el carácter de las necesidades humanas, más allá del nivel biológico, han sido siempre precondicionadas. Se conciba o no como una necesidad, la posibilidad de hacer o dejar de hacer, de disfrutar o destruir, de poseer o rechazar algo, ello depende de si puede o no ser vista como deseable y necesaria para las instituciones e intereses predominantes de la sociedad. En este sentido, las necesidades humanas son necesidades históricas y, en la medida en que la sociedad exige el desarrollo represivo del individuo, sus mismas necesidades y sus pretensiones de satisfacción están sujetas a pautas críticas superiores.
Se puede distinguir entre necesidades verdaderas y falsas. «Falsas» son aquellas que intereses sociales particulares imponen al individuo para su represión: las necesidades que perpetúan el esfuerzo, la agresividad, la miseria y la injusticia. Su satisfacción puede ser de lo más grata para el individuo, pero esta felicidad no es una condición que deba ser mantenida y protegida si sirve para impedir el desarrollo de la capacidad (la suya propia y la de otros) de reconocer la enfermedad del todo y de aprovechar las posibilidades de curarla. El resultado es, en este caso, la euforia dentro de la infelicidad. La mayor parte de las necesidades predominantes de descansar, divertirse, comportarse y consumir de acuerdo con los anuncios, de amar y odiar lo que otros odian y aman, pertenece a esta categoría de falsas necesidades.
Estas necesidades tienen un contenido y una función sociales, determinadas por poderes externos sobre los que el individuo no tiene ningún control; el desarrollo y la satisfacción de estas necesidades es heterónomo. No importa hasta qué punto se hayan convertido en algo propio del individuo, reproducidas y fortificadas por las condiciones de su existencia; no importa que se identifique con ellas y se encuentre a sí mismo en su satisfacción. Siguen siendo lo que fueron desde el principio; productos de una sociedad cuyos intereses dominantes requieren la represión.
El predominio de las necesidades represivas es un hecho cumplido, aceptado por ignorancia y por derrotismo, pero es un hecho que debe ser eliminado tanto en interés del individuo feliz, como de todos aquellos cuya miseria es el precio de su satisfacción. Las únicas necesidades que pueden inequívocamente reclamar satisfacción son las vitales: alimento, vestido y habitación en el nivel de cultura que esté al alcance. La satisfacción de estas necesidades es el requisito para la realización de todas las necesidades, tanto de las sublimadas como de las no sublimadas.
Para cualquier conocimiento y conciencia, para cualquier experiencia que no acepte el interés social predominante como ley suprema del pensamiento y de la conducta, el universo establecido de necesidades y satisfacciones es un hecho que se debe poner en cuestión en términos de verdad y mentira. Estos términos son enteramente históricos, y su objetividad es histórica. El juicio sobre las necesidades y su satisfacción bajo las condiciones dadas, implica normas de prioridad; normas que se refieren al desarrollo óptimo del individuo, de todos los individuos, bajo la utilización óptima de los recursos materiales e intelectuales al alcance del hombre. Los recursos son calculables.
La «verdad » y la «falsedad» de las necesidades designan condiciones objetivas en la medida en que la satisfacción universal de las necesidades vitales y, más allá de ella, la progresiva mitigación del trabajo y la miseria, son normas universalmente válidas. Pero en tanto que normas históricas, no sólo varían de acuerdo con el área y el estado de desarrollo, sino que también sólo se pueden definir en (mayor o menor) contradicción con las normas predominantes. ¿Y qué tribunal puede reivindicar legítimamente la autoridad de decidir? En última instancia, la pregunta sobre cuáles son las necesidades verdaderas o falsas sólo puede ser resuelta por los mismos individuos, pero sólo en última instancia; esto es, siempre y cuando tengan la libertad para dar su propia respuesta.
Mientras se les mantenga en la incapacidad de ser autónomos, mientras sean adoctrinados y manipulados (hasta en sus mismos instintos), su respuesta a esta pregunta no puede considerarse propia de ellos. Por lo mismo, sin embargo, ningún tribunal puede adjudicarse en justicia el derecho de decidir cuáles necesidades se deben desarrollar y satisfacer. Tal tribunal sería censurable, aunque nuestra repulsa no podría eliminar la pregunta: ¿cómo pueden hombres que han sido objeto de una dominación efectiva y productiva crear por sí mismos las condiciones de la libertad? (2) Cuanto más racional, productiva, técnica y total deviene la administración represiva de la sociedad, más inimaginables resultan los medios y modos mediante los que los individuos administrados pueden romper su servidumbre y alcanzar su propia liberación.
Claro está que imponer la Razón a toda una sociedad es una idea paradójica y escandalosa; aunque se pueda discutir la rectitud de una sociedad que ridiculiza esta idea mientras convierte a su propia población en objeto de una administración total. Toda liberación depende de la toma de conciencia de la servidumbre, y el surgimiento de esta conciencia se ve estorbado siempre por el predominio de necesidades y satisfacciones que, en grado sumo, se han convertido en propias del individuo. El proceso siempre reemplaza un sistema de precondicionamiento por otro; el objetivo óptimo es la sustitución de las necesidades falsas por otras verdaderas, el abandono de la satisfacción represiva.
El rasgo distintivo de la sociedad industrial avanzada es la sofocación efectiva de aquellas necesidades que requieren ser liberadas —liberadas también de aquello que es tolerable, ventajoso y cómodo— mientras que sostiene y absuelve el poder destructivo y la función represiva de la sociedad opulenta. Aquí, los controles sociales exigen la abrumadora necesidad de producir y consumir el despilfarro; la necesidad de un trabajo embrutecedor cuando ha dejado de ser una verdadera necesidad; la necesidad de modos de descanso que alivian y prolongan ese embrutecimiento; la necesidad de mantener libertades engañosas tales como la libre competencia a precios políticos, una prensa libre que se autocensura, una elección libre entre marcas y gadgets.
Bajo el gobierno de una totalidad represiva, la libertad se puede convertir en un poderoso instrumento de dominación. La amplitud de la selección abierta a un individuo no es factor decisivo para determinar el grado de libertad humana, pero sí lo es lo que se puede escoger y lo que es escogido por el individuo. El criterio para la selección no puede nunca ser absoluto, pero tampoco es del todo relativo. La libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos. Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si estos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de esfuerzo y de temor, esto es, si sostienen la alienación. Y la reproducción espontánea, por los individuos, de necesidades súperimpuestas no establece la autonomía; sólo prueba la eficacia de los controles.
Nuestra insistencia en la profundidad y eficacia de esos controles está sujeta a la objeción de que le damos demasiada importancia al poder de adoctrinamiento de los mass media, y de que la gente por sí misma sentiría y satisfaría las necesidades que hoy le son impuestas. Pero tal objeción no es válida. El precondicionamiento no empieza con la producción masiva de la radio y la televisión y con la centralización de su control. La gente entra en esta etapa ya como receptáculos precondicionados desde mucho tiempo atrás; la diferencia decisiva reside en la disminución del contraste (o conflicto) entre lo dado y lo posible, entre las necesidades satisfechas y las necesidades por satisfacer. Y es aquí donde la llamada nivelación de las distinciones de clase revela su función ideológica. Si el trabajador y su jefe se divierten con el mismo programa de televisión y visitan los mismos lugares de recreo, si la mecanógrafa se viste tan elegantemente como la hija de su jefe, si el negro tiene un Cadillac, si todos leen el mismo periódico, esta asimilación indica, no la desaparición de las clases, sino la medida en que las necesidades y satisfacciones que sirven para la preservación del «sistema establecido» son compartidas por la población subyacente.
Es verdad que en las áreas más altamente desarrolladas de la sociedad contemporánea la mutación de necesidades sociales en necesidades individuales es tan efectiva que la diferencia entre ellas parece puramente teórica. ¿Se puede realmente diferenciar entre los medios de comunicación de masas como instrumentos de información y diversión, y como medios de manipulación y adoctrinamiento? ¿Entre el automóvil como molestia y como conveniencia? ¿Entre los horrores y las comodidades de la arquitectura funcional? ¿Entre el trabajo para la defensa nacional y el trabajo para la ganancia de las empresas? ¿Entre el placer privado y la utilidad comercial y política que implica el crecimiento de la tasa de natalidad? De nuevo nos encontramos ante uno de los aspectos más perturbadores de la civilización industrial avanzada: el carácter racional de su irracionalidad.
Su productividad y eficiencia, su capacidad de incrementar y difundir las comodidades, de convertir lo superfluo en necesidad y la destrucción en construcción, el grado en que esta civilización transforma el mundo-objeto en extensión de la mente y el cuerpo del hombre hace cuestionable hasta la noción misma de alienación. La gente se reconoce en sus mercancías; encuentra su alma en su automóvil, en su aparato de alta fidelidad, su casa, su equipo de cocina. El mecanismo que une el individuo a su sociedad ha cambiado, y el control social se ha incrustado en las nuevas necesidades que ha producido.
Las formas predominantes de control social son tecnológicas en un nuevo sentido. Es claro que la estructura técnica y la eficacia del aparato productivo y destructivo han sido instrumentos decisivos para sujetar la población a la división del trabajo establecida a lo largo de la época moderna. Además, tal integración ha estado pérdida de medios de subsistencia, la administración de acompañada de formas de compulsión más inmediatas: justicia, la policía, las fuerzas armadas. Todavía lo está. Pero en la época contemporánea, los controles tecnológicos parecen ser la misma encarnación de la razón en beneficio de todos los grupos e intereses sociales, hasta tal punto que toda contradicción parece irracional y toda oposición imposible.
No hay que sorprenderse, pues, de que, en las áreas más avanzadas de esta civilización, los controles sociales hayan sido introyectados hasta tal punto que llegan a afectar la misma protesta individual en sus raíces. La negativa intelectual y emocional a «seguir la corriente» aparece como un signo de neurosis e impotencia. Este es el aspecto socio-psicológico del acontecimiento político que caracteriza a la época contemporánea: la desaparición de las fuerzas históricas que, en la etapa precedente de la sociedad industrial, parecían representar la posibilidad de nuevas formas de existencia. Pero quizá el término «introyección» ya no describa el modo como el individuo reproduce y perpetúa por sí mismo los controles externos ejercidos por su sociedad. Introyección sugiere una variedad de procesos relativamente espontáneos por medio de los cuales un Ego traspone lo «exterior» en «interior». Así que introyección implica la existencia de una dimensión interior separada y hasta antagónica a las exigencias externas; una conciencia individual y un inconsciente individual aparte de la opinión y la conducta pública.(3)
La idea de «libertad interior» tiene aquí su realidad; designa el espacio privado en el cual el hombre puede convertirse en sí mismo y seguir siendo «él mismo». Hoy en día este espacio privado ha sido invadido y cercenado por la realidad tecnológica. La producción y la distribución en masa reclaman al individuo en su totalidad, y ya hace mucho que la psicología industrial ha dejado de reducirse a la fábrica. Los múltiples procesos de introyección parecen haberse osificado en reacciones casi mecánicas. El resultado es, no la adaptación, sino la mimesis, una inmediata identificación del individuo con su sociedad y, a través de ésta, con la sociedad como un todo. Esta identificación inmediata, automática (que debe haber sido característica en las formas de asociación primitivas) reaparece en la alta civilización industrial; su nueva «inmediatez » es, sin embargo, producto de una gestión y una organización elaboradas y científicas. En este proceso, la dimensión «interior» de la mente, en la cual puede echar raíces la oposición al statu quo, se ve reducida paulatinamente.
La pérdida de esta dimensión, en la que reside el poder del pensamiento negativo —el poder crítico de la Razón—, es la contrapartida ideológica del propio proceso material mediante el cual la sociedad industrial avanzada acalla y reconcilia a la oposición. El impacto del progreso convierte a la Razón en sumisión a los hechos de la vida y a la capacidad dinámica de producir más y mayores hechos de la misma especie de vida. La eficacia del sistema impide que los individuos reconozcan que el mismo no contiene hechos que no comuniquen el poder represivo de la totalidad. Si los individuos se encuentran a sí mismos en las cosas que dan forma a sus vidas, lo hacen no al dar, sino al aceptar la ley de las cosas; no las leyes de la física, sino las leyes de su sociedad.
Acabo de sugerir que el concepto de alienación parece hacerse cuestionable cuando los individuos se identifican con la existencia que les es impuesta y en la cual encuentran su propio desarrollo y satisfacción. Esta identificación no es ilusión, sino realidad. Sin embargo, la realidad constituye un estadio más avanzado de la alienación. Ésta se ha vuelto enteramente objetiva; el sujeto alienado es devorado por su existencia alienada. Hay una sola dimensión que está por todas partes y en todas las formas. Los logros del progreso desafían tanto la denuncia como la justificación ideológica; ante su tribunal, la «falsa conciencia» de su racionalidad se convierte en la verdadera conciencia. Esta absorción de la ideología por la realidad no significa, sin embargo, el «fin de la ideología». Por el contrario, la cultura industrial avanzada es, en un sentido específico, más ideológica que su predecesora, en tanto que la ideología se encuentra hoy en el propio proceso de producción.(4)
Bajo una forma provocativa, esta proposición revela los aspectos políticos de la racionalidad tecnológica predominante. El aparato productivo, y los bienes y servicios que produce, «venden» o imponen el sistema social como un todo. Los medios de transporte y comunicación de masas, los bienes de vivienda, alimentación y vestuario, el irresistible rendimiento de la industria de las diversiones y de la información, llevan consigo hábitos y actitudes prescritas, ciertas reacciones emocionales e intelectuales que vinculan de forma más o menos agradable los consumidores a los productores y, a través de éstos, a la totalidad. Los productos adoctrinan y manipulan; promueven una falsa conciencia inmune a su falsedad. Y a medida que estos productos útiles son asequibles a más individuos en más clases sociales, el adoctrinamiento que llevan a cabo deja de ser publicidad; se convierten en modo de vida. Es un buen modo de vida —mucho mejor que antes—, y en cuanto tal se opone al cambio cualitativo.
Así surge el modelo de pensamiento y conducta unidimensional en el que ideas, aspiraciones y objetivos, que trascienden por su contenido el universo establecido del discurso y la acción, son rechazados o reducidos a los términos de este universo. La racionalidad del sistema dado y de su extensión cuantitativa da una nueva definición a estas ideas, aspiraciones y objetivos. Esta tendencia se puede relacionar con el desarrollo del método científico: operacionalismo en las ciencias físicas, behaviorismo en las ciencias sociales. La característica común es un empirismo total en el tratamiento de los conceptos; su significado está restringido a la representación de operaciones y conductas particulares. El punto de vista operacional está bien ilustrado por el análisis de P. W. Bridgman del concepto de extensión:(5)
Es evidente que, cuando podemos decir cuál es la extensión de cualquier objeto, sabemos lo que entendemos por extensión, y el físico no requiere nada más. Para hallar la extensión de un objeto, tenemos que llevar a cabo ciertas operaciones físicas. El concepto de extensión estará por lo tanto establecido una vez que lo estén las operaciones por medio de las cuales se mide la extensión; esto es, el concepto de extensión no implica ni más ni menos que el conjunto de operaciones por las cuales se determina la extensión. En general, entendemos por cualquier concepto nada más que un conjunto de operaciones; el concepto es sinónimo al correspondiente conjunto de operaciones.
Bridgman ha visto las amplias implicaciones de este modo de pensar para la sociedad en su conjunto.(6) «Adoptar el punto de vista operacional implica mucho más que una mera restricción del sentido en que comprendemos el «concepto»; significa un cambio de largo alcance en todos nuestros hábitos de pensamiento, porque ya no nos permitiremos emplear como instrumentos de nuestro pensamiento conceptos que no podemos describir en términos de operaciones.» La predicción de Bridgman se ha realizado. El nuevo modo de pensar es hoy en día la tendencia predominante en la filosofía, la psicología, la sociología y otros campos. Muchos de los conceptos más perturbadores están siendo «eliminados », al mostrar que no se pueden describir adecuadamente en términos operacionales o behavioristas. La ofensiva empirista radical (en los capítulos VII y VIII examinaré sus pretensiones de ser empiristas) proporciona de esta manera la justificación metodológica para que los intelectuales bajen a la mente de su pedestal: positivismo que, en su negación de los elementos trascendentes de la Razón, forma la réplica académica de la conducta socialmente requerida.
Fuera del establishment académico, el «cambio de largo alcance en todos nuestros hábitos de pensar» es más serio. Sirve para coordinar ideas y objetivos con los requeridos por el sistema predominante para incluirlos dentro del sistema y rechazar aquellos que no son reconciliables con él. El dominio de tal realidad unidimensional no significa que reine el materialismo y que desaparezcan las ocupaciones espirituales, metafísicas y bohemias. Por el contrario, hay mucho de «Oremos juntos esta semana», «¿Por qué no pruebas a Dios?», Zen, existencialismo y modos beat de vida. Pero estos modos de protesta y trascendencia ya no son contradictorios del statu quo y tampoco negativos. Son más bien la parte ceremonial del behaviorismo práctico, su inocua negación, y el statu quo los digiere prontamente como parte de su saludable dieta.
Los que hacen la política y sus proveedores de información de masas promueven sistemáticamente el pensamiento unidimensional. Su universo del discurso está poblado de hipótesis que se autovalidan y que, repetidas incesante y monopolísticamente, se tornan en definiciones hipnóticas o dictados. Por ejemplo, «libres» son las instituciones que funcionan (y que se hacen funcionar) en los países del mundo libre; otros modos trascendentes de libertad son por definición el anarquismo, el comunismo o la propaganda. «Socialistas » son todas las intrusiones en empresas privadas no llevadas a cabo por la misma empresa privada (o por contratos gubernamentales), tales como el seguro de enfermedad universal y comprensivo, la protección de los recursos naturales contra una comercialización devastadora, o el establecimiento de servicios públicos que puedan perjudicar el beneficio privado. Esta lógica totalitaria del hecho cumplido tiene su contrapartida en el Este. Allí, la libertad es el modo de vida instituido por un régimen comunista, y todos los demás modos trascendentes de libertad son o capitalistas, o revisionistas, o sectarismo izquierdista. En ambos campos las ideas no operacionales son no-conductistas y subversivas. El movimiento del pensamiento se detiene en barreras que parecen ser los límites mismos de la Razón.
Esta limitación del pensamiento no es ciertamente nueva. El racionalismo moderno ascendente, tanto en su forma especulativa como empírica, muestra un marcado contraste entre el radicalismo crítico extremo en el método científico y filosófico por un lado, y un quietismo acrítico en la actitud hacia las instituciones sociales establecidas y operantes. Así, el ego cogitans de Descartes debía dejar los «grandes cuerpos públicos» intactos, y Hobbes sostenía que «el presente debe siempre ser preferido, mantenido y considerado mejor». Kant coincidía con Locke en justificar la revolución siempre y cuando lograse organizar la totalidad e impedir la subversión. Sin embargo, estos conceptos acomodaticios de la Razón siempre fueron contradichos por la miseria e injusticia evidentes de los «grandes cuerpos públicos» y la efectiva y más o menos consciente rebelión contra ellos.
Existían condiciones sociales que provocaban y permitían una disociación real del estado de cosas establecido; estaba presente una dimensión tanto privada como política, en la cual la disociación se podía desarrollar en oposición efectiva, probando su fuerza y la validez de sus objetivos. Con la gradual clausura de esta dimensión por la sociedad, la autolimitación del pensamiento alcanza un significado más amplio. La interrelación entre los procesos científico-filosóficos y sociales, entre la Razón teórica y la práctica, se afirma «a espaldas» de los científicos y filósofos. La sociedad obstruye toda una especie de operaciones y conductas de oposición; consecuentemente, los conceptos que les son propios se convierten en ilusorios carentes de significado. La trascendencia histórica aparece como trascendencia metafísica, inaceptable para la ciencia y el pensamiento científico.
El punto de vista operacional y behaviorista, practicado en general como «hábito del pensamiento», se convierte en el modo de ver del universo establecido del discurso y la acción, de necesidades y aspiraciones. La «astucia de la Razón» opera, como tantas veces lo ha hecho, en interés de los poderes establecidos. La insistencia en conceptos operacionales y behavioristas se vuelve contra los esfuerzos por liberar el pensamiento y la conducta de una realidad dada y por las alternativas suprimidas. La Razón teórica y la práctica, el behaviorismo académico y social vienen a encontrarse en un plano común: el de la sociedad avanzada que convierte el progreso científico y técnico en un instrumento de dominación.
«Progreso» no es un término neutral; se mueve hacia fines específicos, y estos fines son definidos por las posibilidades de mejorar la condición humana. La sociedad industrial avanzada se está acercando al estado en que el progreso continuo exigirá una subversión radical de la organización y dirección predominante del progreso. Esta fase será alcanzada cuando la producción material (incluyendo los servicios necesarios) se automatice hasta el punto en que todas las necesidades vitales puedan ser satisfechas mientras que el tiempo de trabajo necesario se reduzca a tiempo marginal. De este punto en adelante, el progreso técnico trascenderá el reino de la necesidad, en el que servía de instrumento de dominación y explotación, lo cual limitaba por tanto su racionalidad; la tecnología estará sujeta al libre juego de las facultades en la lucha por la pacificación de la naturaleza y de la sociedad.
Tal estado está previsto en la noción de Marx de la «abolición del trabajo». El término «pacificación de la existencia» parece más apropiado para designar la alternativa histórica de un mundo que — por medio de un conflicto internacional que transforma y suspende las contradicciones en el interior de las sociedades establecidas— avanza al borde de una guerra global. «Pacificación de la existencia» quiere decir el desarrollo de la lucha del hombre con el hombre y con la naturaleza, bajo condiciones en que las necesidades, los deseos y las aspiraciones competitivas no estén ya organizados por intereses creados de dominación y escasez, en una organización que perpetúa las formas destructivas de esta lucha.
La presente lucha contra esta alternativa histórica encuentra una firme base en la población subyacente, y su ideología en la rígida orientación de pensamiento y conducta hacia el universo dado de los hechos. Justificado por las realizaciones de la ciencia y la tecnología, por su creciente productividad, el statu quo desafía toda trascendencia. Ante la posibilidad de pacificación en base a sus logros técnicos e intelectuales, la sociedad industrial madura se cierra contra esta alternativa. El operacionalismo en teoría y práctica, se convierte en la teoría y la práctica de la contención. Por debajo de su dinámica aparente, esta sociedad es un sistema de vida completamente estático: se auto-impulsa en su productividad opresiva y su coordinación provechosa.
La contención del progreso técnico va del brazo con su crecimiento en la dirección establecida. A pesar de las cadenas políticas impuestas por el statu quo, mientras más capaz parezca la tecnología de crear las condiciones para la pacificación, más se organizan el espíritu y el cuerpo del hombre en contra de esta alternativa. Las áreas más avanzadas de la sociedad industrial muestran estas dos características: una tendencia hacia la consumación de la racionalidad tecnológica y esfuerzos intensos para contener esta tendencia dentro de las instituciones establecidas.
Aquí reside la contradicción interna de esta civilización: el elemento irracional en su racionalidad. Es el signo de sus realizaciones. La sociedad industrial que hace suya la tecnología y la ciencia se organiza para el cada vez más efectivo dominio del hombre y la naturaleza, para la cada vez más efectiva utilización de sus recursos. Se vuelve irracional cuando el éxito de estos esfuerzos abre nuevas dimensiones para la realización del hombre. La organización para la paz es diferente de la organización para la guerra; las instituciones que prestaron ayuda en la lucha por la existencia no pueden servir para la pacificación de la existencia.
La vida como fin difiere cualitativamente de la vida como medio. Nunca se podría imaginar tal modo cualitativamente nuevo de existencia como un simple derivado de cambios políticos y económicos, como efecto más o menos espontáneo de las nuevas instituciones que constituyen el requisito necesario. El cambio cualitativo implica también un cambio en la base técnica sobre la que reposa esta sociedad; un cambio que sirva de base a las instituciones políticas y económicas a través de las cuales se estabiliza la «segunda naturaleza» del hombre como objeto agresivo de la industrialización. Las técnicas de la industrialización son técnicas políticas; como tales, prejuzgan las posibilidades de la Razón y de la Libertad.
Es claro que el trabajo debe preceder a la reducción del trabajo, y que la industrialización debe preceder al desarrollo de las necesidades y satisfacciones humanas. Pero así como toda libertad depende de la conquista de la necesidad ajena, también la realización de la libertad depende de las técnicas de esta conquista. La productividad más alta del trabajo puede utilizarse para la perpetuación del trabajo, la industrialización más efectiva puede servir para la restricción y la manipulación de las necesidades.
Al llegar a este punto, la dominación —disfrazada de opulencia y libertad— se extiende a todas las esferas de la existencia pública y privada, integra toda oposición auténtica, absorbe todas las alternativas. La racionalidad tecnológica revela su carácter político a medida que se convierte en el gran vehículo de una dominación más acabada, creando un universo verdaderamente totalitario en el que sociedad y naturaleza, espíritu y cuerpo, se mantienen en un estado de permanente movilización para la defensa de este universo.
notas:
1) Ver pág. 73.
2) Ver pág. 64.
3) El cambio en la función de la familia juega aquí un papel decisivo: sus funciones «socializantes» están siendo cada vez más absorbidas por grupos externos y medios de comunicación. Véase mi Eros y civilización, Ed. Seix Barral; Barcelona, 1968; págs. 97 ss.
4) Theodor W. Adorno. Prismen. Kulturkritik und Gesellschaft. Frankfurt: Suhrkamp. 1955, pág. 24. (Edición castellana, Barcelona: Ariel, 1962.)
5) P. W. Bridgman, The Logic of Modern Physics (Nueva York: Macmillan, 1928), pág. 5. La doctrina operacional ha sido refinada y delimitada desde entonces. El propio Bridgman ha extendido el concepto de «operación» hasta incluir las operaciones de «papel y lápiz» de los teóricos (en Philipp J. Frank, The Validation of Scientific Theories [Boston: Beacon Press, 1954], Cap. II). El impulso principal sigue siendo el mismo: es «deseable» que las operaciones de papel y lápiz «sean capaces de un contacto eventual, aunque quizá indirectamente, con las operaciones instrumentales».
6) P. W. Bridgman, The Logic of Modern Physics, loc. cit., pág. 31.
El presente texto corresponde al Cap. I de la obra El Hombre Unidimensional (1964), págs.31-48, Edit. Seix Barral S.A.,1968.
texto en PDF