En la opinión que se ha ido forjando al respecto, la pereza se ha beneficiado mucho del creciente descrédito que pesa sobre el trabajo. Antaño erigido en virtud por la burguesía, que extraía su beneficio de él, y por las burocracias sindicales, a las cuales aseguraba la plusvalía de su poder, el embrutecimiento de la faena cotidiana ahora se reconoce como lo que es: una alquimia involutiva que transforma en un saber de plomo el oro de la riqueza existencial. Sin embargo y a pesar de la estima de que disfruta, la pereza continúa sufriendo igualmente por la relación de pareja que, en la tonta asimilación de las bestias a lo que los humanos poseen de más despreciable, persiste en reunir a la cigala y la hormiga.
Querámoslo o no, la pereza sigue atrapada en la trampa del trabajo que rechaza mientras canta. Cuando se trata de no hacer nada, ¿la primera idea que se nos viene a la cabeza no es que la cosa cae por su propio peso? En una sociedad en la que sin descanso se nos arranca de nosotros mismos, ¿cómo llegar hasta uno mismo sin tropiezos? ¿Cómo instalarse sin esfuerzo en ese estado de gracia en el que no reina sino la indolencia del deseo?. ¿No funciona todo para turbar, gracias a los buenos motivos del deber y de la culpabilidad, el recreo sereno de estar en paz en compañía de uno mismo? Georg Groddeck (1) percibía con justeza en el arte de no hacer nada el signo de una conciencia verdaderamente liberada de las múltiples obligaciones que, desde el nacimiento a la muerte, hacen de la vida una frenética producción de nada. Estamos tan inflados de paradojas que la pereza no es un asunto sobre el que uno pueda extenderse sencillamente, como nos invitaría a hacer la naturaleza si, en efecto, la naturaleza pudiese abordarse sin rodeos.
El trabajo ha desnaturalizado la pereza. La ha convertido en su puta, del mismo modo en que el poder patriarcal veía en la mujer al reposo del guerrero. La ha revestido con sus falsos pretextos, en el mismo momento en que la altivez de las clases sociales explotadoras identificaba la actividad laboriosa únicamente con la producción manual. ¿Qué eran aquellos poderosos, aquellos soberanos, aquellos aristócratas, aquellos altos dignatarios más que trabajadores intelectuales, trabajadores encargados de hacer trabajar a quienes habían convertido en sus esclavos? . Esa ociosidad de la que los ricos se vanagloriaban y que, secularmente, alimentaba el resentimiento de los oprimidos, se me antoja muy alejada del estado de pereza en lo que éste tiene de idílico. El hermoso apoltronamiento que se conceden los fatuos de nobleza al acecho de las menores carencias, puntillosos con las prelaciones, alerta de unos criados que ocultan bajo la máscara del servilismo su rencor y su desprecio, cuando no se trata de dar a probar previamente los platos sazonados con los maleficios de la envidia y de la venganza… ¡Qué fatiga produce tal pereza! ¡Y qué servidumbre en la satisfacción constante de la complacencia del mando!.
¿Se dirá del déspota que, al menos, se arroga el placer de ser obedecido? ¡Pobre placer es éste que, beneficiándose del displacer de los otros, se engulle con la acidez que suscita! Se convendrá conmigo en que mantenerse de tal suerte por encima de las tareas innobles no es, en modo alguno, reposo y que apenas facilita el feliz estado de no hacer nada. Sin duda que el hombre de negocios, el patrón, el burócrata no se comprometen, aparte de sus ocupaciones, en un régimen de domesticidad que es más inoportuno que confortable. No sé si buscan la soledad del subprefecto en los campos, pero todo indica, en su caso, una propensión más al divertimento que a la ociosidad. Uno no rompe sin dificultad con un ritmo que te propulsa de la fábrica a la oficina, de la oficina a la Bolsa y de la conferencia-almuerzo al almuerzo-conferencia. El tiempo, repentinamente vaciado de su contabilidad dineraria, se vuelve tiempo muerto; apenas existe. Es preciso haber perdido, más que el sentido de la moral, el sentido de la rentabilidad para pretender penetrar en él e instalarse allí sin vergüenza.
Pase con el descanso nocturno, auténtica prescripción médica para quien se lanza cada día a una carrera contra el reloj. Pero ¿quién osará, en una guerra en la que uno está en todo instante expuesto al fuego intenso de la competencia, levantar la bandera blanca de un momento de ociosidad? Demasiado nos han remachado el desastroso ejemplo de las «delicias de Capua», en las que Aníbal, cediendo no se sabe a qué hechizo de los sentidos, pierde tanto Roma como el beneficio de sus conquistas. Hay que rendirse a la evidencia: en un mundo en el que nada se obtiene sin el trabajo de la fuerza y de la astucia, la pereza es una debilidad, una estupidez, una falta, un error de cálculo. No se accede a ella más que cambiando de universo; es decir, de existencia. Son cosas que pasan.
Un director de banco –me aseguran- se encontró arruinado, abandonado por todos, cubierto de oprobio. Un rinconcito en el campo lo acoge; planta algunas viñas. Un huerto, unos pocos pollos y la amistad de los vecinos cubren sus necesidades. Hace descubrimientos asombrosos: una puesta de sol, el centelleo de la luz en el sotobosque, los olores silvestres, el sabor del pan que él mismo ha amasado y cocido, el canto de las alondras, la turbadora configuración de la orquídea, las ensoñaciones de la tierra a la hora del rocío o de la serena. El hastío de una existencia que había pasado ignorándose le había dado un lugar en el universo. Aún quedaba saber ocuparlo. El camino no es tan fácil, pues la exclusión de un mundo que te excluye de ti mismo basta para que vuelvas a encontrarte en él. Si no fuese así, no habría un parado que no se hubiese convertido en poeta de los tiempos futuros. Lo habitual es que el parado no se pertenezca a sí mismo, sino que continúe perteneciendo al trabajo. Lo que lo destruía en la alienación de la fábrica y de la oficina persiste en corroerlo fuera de ellas como el dolor de un miembro fantasma. Como el explotador, el explotado apenas tiene la oportunidad de consagrarse sin reservas a las delicias de la pereza.
Seguramente hay malicia en hacer lo menos posible para el patrón, en parar de trabajar desde el momento en que vuelve la espalda, en sabotear las cadencias y las máquinas, en practicar el arte de la ausencia justificada. La pereza, en este caso, salvaguarda la salud y presta a la subversión un carácter agradablemente roborativo. Rompe el tedio de la servidumbre, quiebra la palabra de mando, recupera la calderilla de ese tiempo que os arrebata ocho horas de vida y que ningún salario os permitirá recuperar. Dobla, con un ensañamiento salvaje, los minutos robados a la máquina de fichar, cuyo recuento de la jornada aumenta el beneficio del patrón. De acuerdo. Pero la pregunta sigue en pie: ¿qué placer puede uno obtener sin reservas si implica antes que nada arruinar el placer del otro? ¿Quieres que te obedezcan? Pues nada de eso. Ofrezco una prueba viva hurtándome a tu poder, rompiendo ese poder que te parece, sino eterno, sí al menos adquirido para un largo tiempo. Noble tarea es, sin duda, la subversión del trabajo innoble, pero no te libra de trabajar.
Hete aquí, como el amo al acecho del criado que le roba, holgazaneando con el ojo puesto en el amo para robarle mejor. No puede entenderse la pereza de forma tan furtiva. Se necesita desahogo, como en el amor. Quien está pendiente del «¿quién vive?» no vive en absoluto, o lo hace mediocremente. ¡Qué rencor, por otro lado, al no poder arruinar tan retorcidamente como uno desearía el hedonismo de los explotadores, por mediocre que éste sea! ‘Mientras nosotros curramos, ellos se llenan la panza, dice la canción. Pero, de la misma manera que aquellos curas rijosos a los que el viejo anticlericalismo puritano reprochaba el lanzarse a los excesos, ¿no habría sido el hedonismo lo mejor que los explotadores alcanzasen en toda su existencia si el terror a los explotados no los hubiera condenado a secretas y precipitadas compulsiones? El privilegio de los proletarios al emanciparse tanto del trabajo que los convierte en asalariados como de aquellos que extraen de él la plusvalía consistía precisamente en acceder al goce de ellos mismos y del mundo. El goce y su consciencia, agudizada al perfeccionarlo, poseen suficientemente la ciencia de liberarse de aquello que los entorpece o los corrompe. ¡Preguntádselo a los que aprenden a amarse!
Lo que es verdad para el amor es verdad para la pereza y su disfrute. A menudo estamos lejos de la realidad. Un reportaje sobre los campesinos brasileños, privados de la tierra mientras grandes extensiones permanecen baldías en manos de unos propietarios preocupados tan sólo por mantener su propiedad, los exhibía en una larga marcha de la miseria, blandiendo cruces, con curas a la cabeza, pues la Iglesia los provee cotidianamente de un guiso de arroz y judías. En interés de la objetividad mediática, se insertaba, conforme a las leyes del montaje, un banquete en el que los propietarios rurales se servían salchichas y costillas de cordero en abundancia, argumentando sobre su justo derecho y protestando contra los ataques de los que se consideraban víctimas.
Entre la miseria de los notables amedrentados y la compasión por los desposeídos, uno daba en pensar que los primeros no tienen el disfrute de sus tierras porque no poseen más que su propiedad y que los segundos, a quienes correspondería tal disfrute, apenas están en disposición de disfrutar de nada.
La situación es menos arcaica de lo que parece. Europa conoce hoy en día una clase burocrática que rasca el fondo de las arcas del capital con el fin de hacerlo fructificar en un circuito cerrado, sin invertir en nuevos modos de producción. Y los proletarios, a quienes se ha enseñado que el proletariado ya no existe, alegan excepciones por su disminución de poder adquisitivo en la esperanza de que un gran movimiento caritativo suplirá la supresión de sus derechos sociales, la reducción de los salarios, la rarefacción del trabajo útil y el desmantelamiento de la enseñanza, de los transportes, de los servicios sanitarios, de la agricultura de calidad y de todo aquello que no aumenta con una rentabilidad inmediata la masa financiera puesta al servicio de la especulación internacional.
La única utilidad que se le reconoce ahora al trabajo se limita a garantizar un salario a la mayoría y una plusvalía a la oligarquía burocrática internacional. El primero se gasta en bienes de consumo y en servicios de una mediocridad creciente; la segunda se invierte en especulaciones bursátiles que, cada vez más, prestan a la economía un carácter parasitario. Se ha implantado tan bien el hábito de aceptar no importa qué trabajo y de consumir lo que sea para equilibrar esa balanza mercantil que reina sobre los destinos como la vieja y fantasmal providencia divina que, quedarse en casa en lugar de participar en el frenesí que destruye el universo, pasa extrañamente por algo escandaloso. Uno de esos ministros cuya máquina administrativa devora millones a la manera de un gigantesco aparato que parasita la producción de bienes prioritarios no tuvo empacho en denunciar, con la aprobación de los gestores de la información, a los beneficiarios de subsidios, a los ferroviarios jubilados, a los usuarios de los servicios de salud, en pocas palabras, a las gentes que obtienen placer de su reposo mientras otros duermen para un patrón cuyo dinero no deja de trabajar. Que se hayan encontrado proletarios –subsidiados en potencia, sin embargo- que consienten en la refundición semántica de las palabras compradas por el poder no es el simple efecto de la imbecilidad gregaria. Planea sobre la pereza tal sentimiento de culpa que pocos se atreven a reivindicarla como una parada saludable que permite reconquistarse y no ir más allá en el camino por el que el viejo mundo se desliza.
¿Quién, entre los subsidiados, proclamará que descubre en la existencia riquezas que la mayoría busca donde no están? No encuentran placer en no hacer nada, no piensan en inventar, en crear, en soñar, en imaginar. En la mayoría de las ocasiones sienten vergüenza por estar privados de un embrutecimiento asalariado que les privaba de una paz de la que ahora disponen sin osar instalarse en ella. La culpabilidad degrada y pervierte a la pereza, prohíbe su estado de gracia, la despoja de su inteligencia. Qué mejor ocasión que las huelgas para suspender ese tiempo en el que todo el mundo corre para no atraparse jamás, se desloma por ser lo que le repugna y por no ser lo que habría deseado, y cuenta con la jubilación, la enfermedad y la muerte para poner fin a su fatiga.
Una parada en el trabajo debería propagar la buena conciencia de la pereza, alentar ese saludable reposo que ahorraría no pocos gastos en sanidad. No hace falta más que ponerle un poco de imaginación. Nos cruzamos de brazos, dirían los ferroviarios, instauramos la gratuidad del tiempo y del espacio y, para vuestro esparcimiento, nos relevaremos para hacer que los trenes circulen y permitiros recorrer Francia entera sin ningún desembolso por vuestra parte. ¿Seguirías asistiendo a fábricas y oficinas?. ¡Vosotros sabréis! Tal vez se les ocurriese a algunos que la pereza es más creativa que el trabajo.
¡Pero no! Declarar que la huelga es una fiesta es un insulto para quienes persisten en encontrar dignidad en la esclavitud del trabajo. Es necesario, dentro del orden de cosas que nos gobierna, que la huelga sea una maldición, igual que la pereza. Respiramos con pesar un poco de aire fresco antes de retomar valientemente el camino de la corrupción y de la polución. Bien que nos merecemos la jubilación, suspiran los trabajadores. Pero, conforme a la lógica de la rentabilidad, lo que uno merece ya lo ha pagado no una vez, sino diez. Que no se diga, pues, que la jubilación ofrece al fin un refugio a esa ociosidad que, decididamente, es la cosa peor repartida del mundo. ¿Confundiréis pereza y fatiga? Yo ni siquiera hablo del fin de esa existencia llamada cínicamente activa sobre el cual cuarenta años de desriñone cotidiano continúan imprimiendo su cadencia, mientras la vida se escapa por todos lados y los días se transforman en adelantos en la contabilidad de la muerte.
La pereza en la que desborda de repente toda la carga de los deseos, prohibidos por cuarenta horas semanales de presencia obligatoria en la fábrica o en la oficina, no es más que una gris liberación, la aceleración de un retraso que hay que superar, la compulsión del perro al que repentinamente se le desata la correa. La pereza, en suma, nunca fue en el pasado mejor tratada que la mujer, y sabemos demasiado bien cómo nuestro presente está marcado en sus nueve décimas partes por lo que fue. Cuando el poder del macho veía en la mujer al reposo del trabajador en armas, de cuello blanco o de cuello azul, ¿no es cierto que la identificaba con la ociosidad?. Hablando para no decir nada, atareada para no hacer nada, la mujer derivaba su inferioridad de su ausencia de la economía y estaba excluida de la alquimia lucrativa y saludable reservada a la fuerza viril, con la única excepción del tiempo destinado a la maternidad y a producir hijos para la fábrica y la gloria militar.
Ociosa y vana, a la mujer era imprescindible mantenerla «ocupada», del mismo modo que el trabajo viola a la pereza. Exiliada, como el parado, de la máquina de excretar rentabilidad, no obtenía del ocio más que la sombra de su maldición. Ni derecho ni goce, sólo remordimientos y pecado. ¿Cómo encontrar reposo en una ociosidad que es, en el peor de los casos, una bajeza y, en el mejor, una excusa? Pues si el trabajo se identificaba con la fuerza, la pereza quedaba rebajada a la condición de una debilidad mórbida. Por una inversión de sentido que es propia del viejo mundo, el desriñone laborioso se transformaba en signo de salud, mientras el dulce farniente se revelaba como un síntoma enfermizo. Tal es el peso del ajetreo sobre una vida que en realidad no exigía tanto, que, despojada del frenesí de una acción empeñada en el logro de fines útiles e inútiles, se diría que nada queda en un mundo de repente despoblado. La pereza es una nada; inclinarse sobre ella es contemplar un abismo y el abismo, afirmaba Nietzsche, también mira dentro de ti (2). Entra, desde luego, en la lógica de las cosas que, después de haber demostrado que la pereza carecía de existencia fuera del trabajo, de la opresión, de la subversión, de la culpabilidad, del desahogo, de la debilidad constitutiva, se llegará a la conclusión de que no era nada.
Albert Cossery (3) hizo una sabrosa descripción de esa nada. En Los haraganes del valle fértil nos introduce furtivamente en una casa de pueblo en la que cada uno de sus habitantes rivaliza en ingenio para dormir el mayor tiempo posible. Hay que desbaratar las conjuras del mundo exterior, valerse de la astucia frente a la perversa atracción que el trabajo ejerce en ocasiones sobre aquellos que han tenido la fortuna de no saber nunca de él. Que la atmósfera no es de júbilo, ni siquiera de entusiasmo, es lo menos que puede decirse. Un sombrío ardor preside la rigurosa disposición del silencio. La angustia merodea entre los ronquidos. Aunque acaso sea menos el producto de una posible ruptura del delicado equilibrio de la nada que de la lasitud de la holganza. Pues aquí la pereza no es más que la vanidad de un dormir sin sueños. Es una venganza contra la vida ausente, un arreglo de cuentas existencial que raposea con la muerte. Se reivindica el derecho a no ser nada en un universo que ya te ha condenado a la nulidad. Es demasiado o no es suficiente. Seguramente puede encontrarse cierto placer en no estar para nadie, en quererse de una absoluta nulidad lucrativa, en dar testimonio de la propia inutilidad social en un mundo en el que se obtiene un resultado idéntico mediante una actividad muy a menudo frenética. Pero eso no impide que el contenido mismo de la pereza deje que desear. Su inconsistencia la predispone a los manejos de quien quiere sacarle partido. Hay tanta pereza como debilidad en dejarse gobernar, señalaba La Bruyère (4).
Hay en los letárgicos una propensión a preferir la injusticia al desorden. ¿Los cuidados que requieren los privilegios de la somnolencia mental y de la ociosidad no implican acaso una perfecta obediencia al orden de las cosas? Pagar el descanso con la servidumbre es, sin duda, un trabajo innoble. Hay demasiada belleza en la pereza como para convertirla en la prebenda de los clientelismos. Al paso de una manifestación contra la mafia en Palermo, un joven se indignaba: «¡Están locos! Sin la mafia, ¿quién nos ayudaría?». El integrismo islámico no reacciona de manera distinta. Ser una larva bajo la mirada de Alá y en la miseria del mundo sirve al poder de los negocios. Si la pereza se acomoda a la apatía, a la servidumbre, al oscurantismo, no tardará en entrar en los programas de un Estado, que, previendo la liquidación de los derechos sociales, pone en marcha organismos caritativos privados con el fin de suplirlos: es decir, un sistema de mendicidad del que desaparecerán reivindicaciones que, bien es verdad, emprenden dócilmente ese mismo camino a juzgar por las últimas súplicas públicas, que tienen como leitmotiv: «¡Dadnos dinero!». El mercantilismo de tipo mafioso en el que se transforma la economía en declive no podría coexistir más que con una ociosidad vaciada de toda significación humana. Pues tal vez sea tiempo de darse cuenta de que la pereza es la peor o la mejor de las cosas dependiendo de que se incluya en un mundo en el que el hombre no es nada o bien en una perspectiva en la que quiere serlo todo. No es poco reconocer que la pereza no ha conocido más que una existencia alienada, envilecida, sometida a intereses sin relación deseable con las esperanzas que habría sido natural poner en ella.
¿Cómo sorprenderse de algo así, si lo mismo ocurre con el ser que se dice a sí mismo humano y pasa lo mejor de su vida demostrando que lo es bien poco? Tal cosa no impide, sin embargo, ni las aspiraciones ni el poder del imaginario por medio del cual la historia no hace más que suplir sus crueles realidades, ni que se bosquejen esos cambios que tantos deseos secretos reclaman. Es entonces cuando la pereza revela su riqueza. ¿Acaso no ha elaborado ella un universo, fundado una civilización? Feliz país el de Jauja (5), en el que, sin el menor esfuerzo, los platos más apetitosos adornan las mesas, en el que las bebidas fluyen a raudales en una extravagante diversidad, y en el que, con el favor de una naturaleza ubérrima, los embelesos del amor se ofrecen en el recodo de cualquier bosquecillo. Entre las poblaciones más pacíficas del globo reina una encantadora indolencia. Basta con tender la mano o con abrir la boca para satisfacer las exigencias del gusto o del goce.
En el país de Jauja la abundancia es natural, la bondad nativa, la armonía universal. Nada, desde el mito de la Edad de Oro a Fourier, ha exaltado mejor las ensoñaciones del cuerpo y de la tierra, las sinfonías secretas y jubilosas que componía una razón cuidadosamente prevenida contra la racionalidad del tumulto laborioso, de la miseria activa y del fanatismo competitivo. ¿Es preciso revelar el recuerdo resurgente de una época lejana y anterior a nuestra civilización agraria, que fertiliza la tierra con sudor y sangre antes de esterilizarla para sacarle más dinero? Las cadenas del trabajo y de la competencia guerrera, que marcan el ritmo de la danza macabra de la civilización mercantil, idealizaron sin esfuerzo a las sociedades que se sustraían a tan temibles privilegios. Sin duda, pero la visión idílica responde bastante bien, a juzgar por el estudio de los emplazamientos magadalenianos, a colectividades en las que la recolección de plantas, la pesca y una caza complementaria tejían entre los hombres, las mujeres, los animales, la fecundidad vegetal y la tierra vínculos menos apremiantes, más igualitarios y tranquilizadores que la apropiación agraria, cuya explotación de la naturaleza acarreará la explotación del hombre por el hombre.
Reconozcamos, sin embargo, que cada vez que se ha descubierto al buen salvaje ha sido preciso bajar una tercera la melodía de las alabanzas. En materia de comportamientos ejemplares, la variedad, Jívaro, o, Dayak, se imponía muy frecuentemente al tipo «Trobiandés». Y cuando el modelo alegraba nuestros corazones, ¿qué nos aportaba sino un poco más de nostalgia? No hay vuelta al pasado, a no ser en la irritante esterilidad de la añoranza.
El sueño de Jauja carece de esa languidez retrógrada. Gracias a una escandalosa improbabilidad, puede integrarse tanto mejor en el campo de los posibles.
En Jauja presentimos que la exuberancia de la naturaleza se ofrece a quien la solicita sin querer saquearla o violarla. Por ella pasa, como venido de lo más profundo de la historia y del individuo, el aliento de un deseo inextinguible; el deseo de una armonía con los seres y las cosas, presente con tanta sencillez en el aire de todas las épocas. El tiempo en el que las bestias hablaban, en el que los árboles eran pródigos en sabios consejos, en el que los objetos mismos se animaban se mantiene en el corazón de lo real en los niños. El perezoso descubre su fascinación enclavada en una indolencia que evoca en él confusamente la existencia prenatal, momento en el que el universo matricial, el vientre de la madre, dispensa amor, alimento y ternura. «¿Qué funestas condiciones –se pregunta- nos impiden otorgar a la naturaleza su vocación de madre abastecedora?».
Por mucho que la racionalidad lucrativa del trabajo considere la cuestión nula y sin valor, el perezoso sabe que en la feliz disposición que lo protege del mundo de la especulación y la tarea, tal fantasía no está desprovista de sentido y poder. Entre el medio ambiente y él, la despreocupación contemplativa basta para tejer una red de sutiles afinidades. Percibe mil presencias en la hierba, en las hojas, en una nube, un perfume, un muro, un mueble o una piedra. De repente le asalta un sentimiento de estar vinculado a la tierra por las nervaduras íntimas de la vida. Se encuentra en unidad con lo vivo, en una religión de la cual la religión, que encadena la tierra al cielo y el cuerpo a los mandamientos divinos, no es más que una inversión. Al contrario que el místico, exiliado de sus sentidos mediante el desprecio de sí mismo, el ocioso restituye la materialidad de la vida –la única que hay- al universo del que procede: el aire, el fuego, la tierra, el mineral, el vegetal, el animal y el ser humano, que de todos ellos ha heredado su especificidad creativa.
Bajo la aparente languidez del sueño se despierta una conciencia a la que el martilleo cotidiano del trabajo excluye de su realidad rentable. Dicha languidez nada tiene que ver con el animismo, afectación religiosa en la que el espíritu trata de apropiarse de los elementos de la tierra como si éstos no se bastasen a sí mismos. Sencillamente, emana de una vitalidad que el cuerpo en reposo se reapropia. Para que la pereza acceda a su especificidad, no basta con que rehúse a la voluntad omnipresente del trabajo; es necesario que sea por y para sí misma. Es necesario que el cuerpo, del que constituye uno de los privilegios, se reconquiste como territorio de los deseos, a la manera en que los amantes lo perciben en el momento del amor. Lugar y momento de los deseos, así se reivindica esta pereza según el corazón, tan opuesta al la pereza del corazón, a la cual amenaza con reducirla el mercadeo social ordinario. La suavidad de los prados, la serenidad del lecho se pueblan de una multitud de anhelos concebidos por la felicidad, y que las obligaciones rechazaban, deformaban, diezmaban, travestían de significaciones mortíferas.
El país de Jauja se erige en proyecto en la intención: todo se pone al alcance de la mano de quien aprende a desear sin fin (6). «Haz lo que quieras» es una planta ética que no pide más que crecer y embellecerse. La crueldad de condiciones insoportables y que, sin embargo, toleramos prescribe que la abandonemos como si nos requiriese la urgencia de no ser nosotros mismos, de no pertenecernos jamás. La pereza es goce de uno mismo o no es nada. No esperéis que os sea concedida por vuestros amos o vuestros dioses. A ella se llega por una natural inclinación a buscar el placer y evitar su contrario. Una simpleza que la edad adulta se empeña en complicar. Acabemos, pues, con la confusión que asocia a la pereza con ese reblandecimiento mental que llaman pereza de espíritu, como si el espíritu no fuese la forma alienada de la conciencia del cuerpo. La inteligencia de uno mismo que la pereza exige no es otra cosa que la inteligencia de los deseos de la que el microcosmos corporal necesita para liberarse del trabajo que le pone trabas desde hace siglos. ¡A saber lo que se desliza a través de la multitud de anhelos y deseos que invaden al perezoso finalmente decidido a no ser más que para sí mismo!
Tal es la fuerza de los deseos cuando se encuentran –por decirlo así- en estado de libertad que les vence la ilusión de poder cambiar el mundo a su favor y sobre el terreno. La vieja magia se aparece más de lo que creemos en los repliegues de la conciencia. «Es una creencia muy antigua –escribe Campbell Bonner- que una persona, instruida en los medios de obrar, pueda poner en marcha fuerzas misteriosas, capaces de influir en la voluntad del otro y de someter sus emociones a los deseos del operador. Tales fuerzas pueden ser activadas mediante palabras, mediante ceremonias realizadas conforme a las reglas o bien mediante objetos investidos de un poder reconocido como mágico» (7). Y Jacob Böhme (8), más sutilmente: «La magia es la madre del ser de todos los seres puesto que se hace a sí misma y puesto que consiste en el deseo. La auténtica magia no es un ser; es el deseo, el espíritu del ser». (Erklärung von sechs Punkten).
El siglo XIII conservó el trazo de esta «pereza que mueve molinos» y que evoca Georges Schéhadé (9). En esa época hay, en efecto, una secta que sostiene: «No es necesario trabajar jamás con las propias manos, sino rezar sin cesar; y si los hombres rezan de tal suerte, la tierra proveerá sin cultivo más frutos que si hubiese sido cultivada» (Citado por H. Grundmann, Religiöse Bewegungen in Mittelalter, Hildesheim, 1961). Y si la operación no dejó en la historia una prueba tangible de su eficacia, es conveniente no incriminar tanto la incompetencia del Dios al cual los orantes se dirigían o cierto modo vicioso de proceder cuanto el recurso a la oración, pues hacerse dependientes de los otros para acceder a una independencia ardientemente deseada es ir contra la propia voluntad y tener en poca consideración las propias aspiraciones. El universo abunda en trampas de este género. Se mezclan en él demasiadas sujeciones, interdictos, represiones y automatismos, como para dispensarnos de la mayor vigilancia.
Es conocido el apólogo indio. Un hombre se había acostado a la sombra de un árbol famoso por su poder mágico. El suelo se le antojaba poco mullido, deseaba tenderse más voluptuosamente, y una suntuosa cama se le apareció. Enseguida le entraron ganas de un copioso almuerzo, y surgió una mesa equipada con los platos más exquisitos. «Mi felicidad sería completa –soñaba- si tuviese a mi lado a un joven graciosa y lista para colmar mis deseos». De improviso llegó la joven y dio respuesta a su amor. Poco habituado, sin embargo, a semejante constancia en la felicidad, no pudo evitar un miedo infundado. Temeroso de perder en un instante una fortuna tan perfecta, imaginó que un tigre salía del bosque. Brotó el tigre y le partió la nuca. Un deseo puede contener otro de sentido contrario. Es asunto de la pereza aprender que no debe temer nada, sobre todo de ella misma. Cuántos esfuerzos para pertenecerse sin reservas. Y no es que sean precisos grandes rodeos para ello, sino que lo más sencillo no se entrega dócilmente a los espíritus atormentados. La infancia del arte no se alcanza más que a través del arte de convertirse en infante.
La desnaturalización ha hecho grandes progresos, decía un perezoso saboreando Le lézard, la canción de Bruant (10), y su inmortal «No puedo trabajar, nunca aprendí». Y añadía: se nos ha puesto en tal disposición para trabajar, que no hacer nada exige hoy en día todo un aprendizaje. En una época en la que crece el desempleo, la enseñanza de la pereza resultaría seductora si no fuera porque es cosa de cada uno cultivar sin la asistencia de los otros una ciencia así de delicada, particular y personal. Nadie puede asegurarse su felicidad (y aún más fácilmente, su desgracia), salvo uno mismo. Pasa con los deseos como con la materia prima de la que el alquimista trata de extraer la piedra filosofal. Constituyen su propio fondo y no se puede extraer de ellos más que lo que allí se encuentra. En consecuencia, todo es cuestión de refinamiento. La pereza en estado bruto es como una nuez que nos comiésemos sin pelar. Por más que la hayamos escogido libre de las corrupciones ordinarias del trabajo, de la culpabilidad, de la liberación y de la servidumbre, aún falta degustarla para obtener todo el placer: devolverla al movimiento natural que la hará ser lo que es, un momento del goce de uno mismo, una creación, en suma. El hábito de los placeres laboriosos, sombreados –más que subrayados- por lo efímero y hurtados a toda prisa, nos ha despojado de la experiencia del esfuerzo y de la gracia. Los placeres, en lo que tienen de auténticos, no son ni el fruto de un capricho del azar o de los dioses, ni la recompensa de un trabajo del que no serían más que la respiración jadeante. Se dan tal como los cogemos. La alegría de la que nos llenan es la alegría con la que los abordamos.
Tal vez sea ésta la Gran Obra cuya búsqueda paciente y apasionada el alquimista emprendía cada día: una obstinación del deseo en despojarse de lo que lo corrompe, en refinarse sin cesar hasta alcanzar esa gracia que transmuta en oro vivificante el plomo de la miseria, de la muerte y del tedio. Cuando la pereza no alimente más que el deseo de satisfacerse, entraremos en una civilización en la que el hombre ya no sea el producto de un trabajo que produce lo inhumano.
Raoul Vaneigem *
1996
* Raoul Vaneigem nació en Lessines (Bélgica) el 21 de marzo de 1934. Entre 1952 y 1956 estudió filología romana en la ULB. Por mediación de Attila Kotanyi, entró en contacto con Guy Debord a comienzos de la década siguiente. Desde 1961 hasta noviembre de 1970, fecha en que presentó su dimisión, fue uno de los miembros más activos e influyentes de la Internacional Situacionista. Su Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones se editó en 1967, el mismo año en que salía a la calle La Sociedad del Espectáculo de Debord, y se convirtió en uno de los textos de referencia de los rebeldes de Mayo. Desde entonces hasta el día de hoy ha publicado más de una veintena de libros, el último de los cuales lleva por título Entre le deuil du monde et la joie de vivre (Gallimard, 2008).
notas:
1) Georg Groddeck (1866-1934). Psicoanalista y escritor alemán. En principio reticente ante las innovaciones freudianas, se convirtió al psicoanálisis tras la lectura de Psicopatología de la vida cotidiana y de La interpretación de los sueños en el año 1913. En 1917 se declara discípulo de Freud, pero pronto se une a las filas de la disidencia. Durante un congreso celebrado en La Haya en 1920 afirma: “Yo soy un analista salvaje”. Pasa también por ser el fundador de la ‘medicina psicosomática’.
2) “Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”. Más allá del Bien y del Mal (1886).
3) Albert Cossery es un escritor en lengua francesa de origen egipcio. Nació en El Cairo en 1913. La novela a la que hace referencia Vaneigem fue publicada en 1948 y llevada al cine por Nikos Panagiatopoulos treinta años después. Existe una edición en castellano con el título de Los haraganes del valle fértil (Anaya & Mario Muchnik).
4) Jean de la Bruyère (1645-1696). Escritor y moralista francés. La cita procede de sus Caractères de Théophraste, traduits du grec, avec les caratères ou le moeurs de ce siècle (1688).
5) La expresión que utiliza Vaneigem es pays de Cocagne: tierra mitológica referida con frecuencia en algunos textos medievales. Se suponía que por ella discurrían ríos de vino y leche, que sus montañas eran de queso y que de los árboles pendían lechones ya cocinados. Huelga decir que los habitantes de La Cucaña habían conseguido liberarse por completo de los sinsabores del trabajo.
6) Alusión al título de un libro del propio Vaneigem publicado en la misma época que este texto: Nous qui désirons sans fin, Gallimard, Paris, 1996.
7) Es probable que la cita proceda de aquí: Campbell Bonner, Studies in Magical Amulets: Chiefly Graeco-Egyptian (1950).
8) Jakob Böhme (1575-1624). Místico y teósofo alemán. Su teosofía muestra conocimientos profundos de astrología y la influencia clara de la alquimia.
9) Georges Schéhadé (1905-1989). De origen libanés y nacido en Egipto, Schéhadé puede ser considerado, por formación e idioma, un poeta y dramaturgo francés. Desde mediados de los años treinta del siglo veinte y gracias a la intervención de Paul Éluard se vincula al grupo surrealista de Breton.
10) Aristide Louis Armand Bruant (1851-1925). Cantante y escritor francés. Fue dueño del cabaret Le Chat Noir, donde además actuó entre los años 1881 y 1895. El día de la inauguración del local no se presentaron más que tres clientes, a las que Bruant, contrariado, acabó insultando. Sus malos modos y los cárteles que encargó a su amigo Toulouse-Lautrec servirían poco después para aumentar la fama del cabaret. Bruant pasa por ser uno de los grandes poetas del argot francés de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. En la versión de Le lézard que he podido consultar no aparecen los versos que recoge Vaneigem, sino estos otros algo más procaces: “J’peux pas travailler, / ca m’emmerde” (“No puedo trabajar, / es algo que me jode”).
Traducción y notas de Diego L. Sanromán, Agitprov Editorial.
fuente www.jcastguer.blogspot.com.ar/2008/08/elogio-de-la-pereza-refinada-raoul.html
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