Pese al caos socio-económico-cultural que impera en el mundo, fluye nítidamente (para quien se predisponga a discernirlo) un manantial de vivencias trascendentales. Nada de ello puede definirse como «sobrenatural», «paranormal» o «parapsicológico», ni como «estado alterado de la consciencia». Se trata de nuestra fibra espiritual suprema, hoy en vías de florecer sin condicionamientos, en un mundo donde cada día hay más instituciones o sectas disputando la titularidad de Dios, y más individuos agobiados por una trivialidad atroz.
Por Miguel Grinberg
Cada ser humano, al nacer, es depositario de un potencial divino que raras veces desarrolla en la medida entera de sus posibilidades. Algunos pocos individuos logran llevar al máximo tal don natural, simplemente porque toda la cultura moderna –y por consiguiente, toda la sociedad– está orientada hacia otras latitudes de la experiencia vital, en su mayoría periféricas, superficiales, agónicas. Así, en la profundidad del alma humana, queda enquistada una gema que se atrofia o aborta en cuanto a sus potencialidades vivenciales, visionarias y transformacionales. Sabido es que todo órgano –tanto físico como espiritual– que no se pone en funcionamiento, termina atrofiándose.
Otras personas, fragmentariamente, por vocación, por circunstancias azarosas o por leves atisbos de lucidez, llegan a transitar algunos senderos del conocimiento profundo y perenne que se anida en nuestra especie. Ello les permite vislumbrar el manantial supremo de la existencia, aunque sólo paladean fugaces gotas del mismo: jamás se zambullen en su cauce. Demandas materiales, familiares o sociales, acaban absorbiendo su atención, al punto de no permitirles ir más lejos en sus intuiciones del cosmos íntimo.
La multitud ni siquiera imagina semejante tesoro: vive hipnotizada por atracciones que la mantienen en el territorio de la irrealidad, de las ficciones disfrazadas de trascendencia. Buena parte de las patologías contemporáneas emerge de tal desperdicio de energías generativas, que al no ser puestas en acción, se malogran produciendo efectos ajenos a su raíz infinita.
Nada de esto tiene implicancia «esotérica». Este término de origen griego designaba doctrinas de misterios antiguos a los cuales sólo tenían acceso los elegidos. Cuando dichas enseñanzas se comunicaban a los profanos, eran entonces consideradas «exotéricas». Un maestro reservaba la enseñanza esotérica para sus discípulos selectos, en tanto la exotérica era comunicada de modo accesible en disertaciones públicas sin restricciones. Esta modalidad se halla virtualmente en las grandes religiones tradicionales como en otros credos de menor expansión.
El Esoterismo, como doctrina o práctica espiritual, sostiene que la enseñanza de la verdad –religiosa, científica o filosófica– debe restringirse a una cantidad restringida de iniciados, ya sea por su capacidad intelectual o por su riqueza moral. Todas las religiones antiguas aplican tal diferenciación. En el Bhagavad Gita, libro magno del hinduismo, se lee: «Si conoces toda la verdad, guárdate de perturbar la mente de quienes no están preparados para recibirla, porque las enseñanzas inoportunas o prematuras los apartarían de la acción en que sólo ven la verdad a medias y quedarían extraviados y confusos». Este criterio también es aplicado por los teólogos cristianos.
Al remarcar con esto que no estamos hablando sobre un pasaporte hacia alguna ciencia oculta, sino –en cambio– sobre una sabiduría natural sumergida, evitamos caer en el campo del Ocultismo (donde se agrupan todos los fenómenos que no logran ser explicados por las leyes naturales) o del Hermetismo (surgido de la sabiduría divina del dios Thot y de las enseñanzas de Hermes Trismegisto, mítico rey del antiguo Egipto versado en la magia, la alquimia y la astrología, cuyas obras –fusión de ideas egipcias y griegas– se conocen como Libros Herméticos).
Tampoco situamos esta latitud del discernimiento en la órbita del Gnosticismo, fragmentado en infinidad de escuelas y corrientes con interpretaciones discordantes sobre la naturaleza de Jesús, la emanación, la redención y la caída. Como se sabe, en griego gnosis significa conocimiento. Los gnósticos fueron pensadores religiosos heterodoxos en los siglos iniciales de la Era Cristiana, con un conocimiento singularmente íntimo y profundo de los misterios sagrados, oscilando entre el ascetismo y la transgresión, desde las perspectivas religiosas tradicionales de esa época.
Ocasionalmente, algunos observadores cargados de prejuicios (o carentes de información real), ante 1) un neto rebrote de antiguas prácticas esotéricas, 2) el obvio auge de nuevos movimientos religiosos, y 3) la fuerte expansión de una corriente de pensamiento rotulada genéricamente como New Age (Nueva Era), las han mezclado peyorativa y calumniosamente con el activismo de infinitas sectas milenaristas surgidas en el final de siglo XX. No han vacilado –además– en colocar en el mismo casillero tanto a practicantes de las artes adivinatorias, como a seguidores del «fenómeno OVNI», cultos evangélicos de corte diverso, escuelas de auto-conocimiento y meditación oriental, terapias alternativas, movimientos ecologistas, líneas de alimentación natural, gemas y otras heterodoxias, como si se tratase de un complot pagano para negar la existencia de Dios, Cristo o la Virgen María.
Hacia finales de los años ’70, desde Estados Unidos, comenzó a circular el concepto de Frontera Acuariana que, de modo persistente y expansivo, desembocó en algo que hoy –a nivel mundial– extravió su veta transformadora y pasó a ser un cóctel desnaturalizado (y por momentos retrógrado) debido a la incursión oportunista de ávidos comerciantes y pseudoprofetas de cualquier talante que inundaron las mesas de “auto-ayuda” en las librerías. Ya en 1983, el futurólogo Michael Marien impugnó estructuralmente el profetismo acuariano de Marilyn Ferguson, calificándolo como “síndrome del arenero”, o sea, ese ángulo rectangular de la plaza pública donde las mamás meten a sus bebés “para que no embromen”.
Marien puntualizaba que, si bien en el mundo es deseable una transformación radical de valores, percepciones e instituciones, ello está muy lejos de ser inevitable. Y frontalmente acusaba a los peregrinos acuarianos de contribuir con su “síndrome del arenero” a paralizar toda modificación que realmente diera una respuesta imaginativa a los atascamientos espirituales, éticos y estéticos de la sociedad pos-moderna.
Decía: “El síndrome acuariano del arenero consiste en una serie de conductas inducidas para mantener a un individuo o a una organización en un estado pueril de inocencia, contento con la construcción de castillos de arena, en vez de hacerlo en la vida real, trabando una dinámica de crecimiento y fabricando consuelos egocéntricos”.
No cabe duda que en ésas, como en otras actividades más rutinarias de la vida moderna (política, sindicatos, derecho, medicina o pedagogía) existen delirantes y falsarios de carácter surtido. Es indiscutible que en el «supermercado espiritual» de los albores del siglo XXI pululan grupos sectarios, totalitarios y oscurantistas del Occidente tan materialista que nos toda padecer. Pero no se puede juzgar de manera tan estrecha algo que en cierto modo comienza a configurar los temblores iniciales de un inédito paso evolutivo de nuestra especie.
El saber integrativo que nos ocupa, se denomina «holístico», a partir del término griego holos (entero). No se trata de un conocimiento acabado, completo, sino de una visión expansiva, abarcadora. De allí la dificultad del cientificismo positivista o mecanicista para comprenderlo: no se puede capturar lo inmaterial desde lo material, lo infinito desde lo finito, lo eterno desde lo temporal, el misterio desde el racionalismo.
Esta nueva consciencia convergente de solidaridad universal posee, claro está, matices de religiosidad, no por inscribirse en alguna Religión –pasada, presente o futura– sino porque la expresión latina «religio» proviene tanto de relegere (repasar) como de religare (volver a unir).
Místicos y espiritualistas de origen variado, en Oriente y Occidente, han transitado esa «consciencia cósmica» que todo lo incluye y todo lo trasciende, con rasgos de éxtasis o de beatitud. El doctor Abraham Maslow, de la Tercera Corriente de psicología contrapuesta a la Psicoterapia de Sigmund Freud y el Conductismo de B. F. Skinner, se refirió a ello como estados cúspide. Otras definiciones encaran la religión como una emoción intensa basada en la captación de una armonía suprema entre uno y el universo, sin adscribirla a un dogma a o una institución (decisión personal de cada individuo).
Durante el último cuarto del siglo XX se divulgó una Cuarta Corriente terapéutica que incorporó las experiencias espirituales del individuo, y ha conocido como Psicología Transpersonal. El psiquiatra Stan Grof las situó en el plano de las “emergencias espirituales”, no como situación de catástrofe sino como un manantial de vivencias trascendentales. Actualmente, el filósofo Ken Wilber expresa un paso más adelante que sencillamente denomina Pensamiento Integral
Nada de ello puede definirse como «sobrenatural», «paranormal» o «parapsicológico», ni como «estado alterado de la consciencia». Se trata de nuestra fibra espiritual suprema, hoy en vías de florecer sin condicionamientos, en un mundo donde hay cada día más instituciones disputando la titularidad de Dios y más individuos agobiados por una trivialidad atroz.
Actualmente, los cultores más triviales de la Nueva Era impulsan como meta excluyente el sentirse bien, el tener éxito, el realizarse energéticamente (lo cual en sí mismo es inobjetable, excepto cuando se convierte en un arenero). En esta latitud, muchos individuos suponen que si el mundo se pudre, el problema será “de los demás”. O sea: practican simplemente una especie de auto-hipnosis. Algo análogo sucede también en el terreno ecológico donde muchos ambientalistas advierten sobre los peligros del Recalentamiento Global y del Cambio Climático imperante, pero omiten que la humanidad padece una pavorosa crisis surgida del hambre espiritual no satisfecha.
Como de costumbre, las modas van y vienen, dejando algunos bolsillos vacíos y otros más llenos. Mientras, la violencia y la inseguridad social aumentan y la primera década del siglo XXI no promete un Edén acuariano sino alguna de las arquetípicas y multipropaladas pesadillas de ciencia-ficción a la manera de la película Blade Runner o de la novela Valis de su genial guionista Philip S. Dick.
La indagadora social Ferguson identificaba su inventario de influjos y propensiones como una “revolución sin líderes”. Hoy su best-seller La Conspiración Acuariana se encuentra en las mesas de saldos. El investigador Fritjof Capra trazaba a su vez los paralelos entre la física cuántica y el misticismo hindú. El científico James Lovelock aportó la Hipótesis Gaia. Y su colega Rupert Sheldrake, la teoría de los Campos Morfogenéticos. Varios lustros después, todas aquellas intuiciones –algunas honorables, otras incompletas—han desembocado en un confuso y a ratos decepcionante mega-mercado pseudo-espiritual. Con menos best-sellers y mucha nitidez, Miguel de Unamuno señalaba el sendero: “Fe no es creer en lo que vemos, sino crear lo que no vemos”.
En todo momento de la vida inteligente hay dos macrotendencias: una hacia la verdad, otra hacia la falsía. Una hacia la luz, otra hacia la tiniebla. Una vez, el cineasta Federico Fellini comentó: “Por cada uno que se proyecta hacia la luz, hay diez mil empujando hacia la oscuridad”. Pero en el seno de la humanidad bulle aquí y ahora una corriente convergente de solidaridad universal. Cualquier nombre que la rotule es en última instancia insuficiente. La cuestión no consiste en aceptarla o en negarla, sino en convertirse en ejemplos vivos de lo que debería ser una obra suprema. Lo demás, es ruido, murmullo timorato en el bosque humano.
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Los libros más recientes de Miguel Grinberg se titulan Decrecer con Equidad (Ed. Ciccus, en colaboración con Lucio Capalbo, Ezequiel Ander Egg, Antonio Helizalde Hevia y Erwin Laszlo), y Mutantia 25 (anuario subtitulado «Nuestro Espacio Sagrado», Ediciones del Nuevo Extremo).
fuente http://mundogrinberg.blogspot.com.ar/2012_09_01_archive.html
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