En su obra “El fútbol a sol y sombra”, Eduardo Galeano afirma: “La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque si. En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable”. [1]
Por Ekintza Zuzena
Hoy en que el ocio es otra prolongación del negocio, en las actuales democracias capitalistas la categoría del deporte espectáculo es un ejemplo más de alienación que Guy Debord, en su “La sociedad del espectáculo”, diagnosticó como que “todo lo que era vivido directamente se aparta en una representación” [2]. Del juego al negocio, la historia del ejercicio físico lúdico ha basculado en las sociedades humanas desde la unidad primitiva entre el cuerpo y lo espiritual, pasando por fases de espiritualidad denigrante del cuerpo, a otras de culto al cuerpo negando toda espiritualidad, hasta las democracias capitalistas actuales en que el deporte se ha convertido en un negocio profesionalizado conformando el paradójico espíritu de un mundo sin espíritu.
La manifestación del espíritu lúdico del ejercicio físico podemos verlo en el recuerdo de cuando se ocupaba la calle no solo para circular y trasladar mercancías, en el actual uso de no lugar, sino para jugar porque si. Esto hoy es todavía posible en los países pobres pero, si no, hay que remontarse a la época neolúdica de la Edad Media para encontrar testimonios de la alegría de jugar porque si. Frente a la sanción de la separación y la desigualdad entre los hombres que suponía el juego sagrado de las olimpiadas griegas, en la Edad Media, la era neolúdica del Carnaval, que tenía una duración de tres meses y se prolongaba desde las Navidades hasta la Cuaresma, era el tiempo de la fiesta, del juego y de la liberación de las restricciones. Suponía una obra colectiva de teatro, escenificada en las calles, en las plazas públicas y, finalmente, en toda la ciudad, transformada en un escenario sin límites donde se suspendían temporalmente las relaciones jerárquicas en una atmósfera de transgresión en la que se infringían las normas, se volatilizaban las prohibiciones y se permitían todos los excesos. En el Carnaval no existía separación entre actores y espectadores; todos participaban y nadie quedaba excluido, puesto que se trataba de una celebración de toda la comunidad donde la vida misma se interpretaba como juego, y en la que el juego era indisociable de la vida real. [3]
Pero esa fase histórica neolúdica dio inicio en la Modernidad a un lento proceso de asedio, persecución y prohibición de aquellas festividades y diversiones del pueblo llano (festejos que cada vez más a menudo ocasionarán alborotos, desórdenes y enfrentamientos con la autoridad) cuya falta de límites y normas supone un obstáculo para la consolidación de un poder que pretende controlar y vigilar como nunca antes a sus súbditos. Tras el ascenso de la burguesía, a partir del siglo XVIII, comienza un progresivo declive de la fiesta, que se encamina a pasos agigantados hacia su ruina en el siglo XIX, con la consagración de la moral utilitaria y la ética del trabajo del nuevo orden industrial, que apenas dejará espacio ni tiempo para los juegos y las diversiones. En este período se colonizaron multitud de juegos tradicionales para reformarlos y convertirlos en deportes. En la actualidad el deporte ha dejado de ser un espejo en el que se refleja la sociedad contemporánea para convertirse en uno de sus principales ejes vertebradores, hasta el punto de que podríamos decir que ya no es la sociedad la que constituye al deporte, sino este el que constituye, en no poca medida, a la sociedad. El deporte es la teoría general de este mundo, su lógica popular, su entusiasmo, su complemento trivial, su léxico general de consuelo y justificación: es el espíritu de un mundo sin espíritu. [4]
La historia afirma que los juegos tradicionales se regían por normas no escritas, escasas y poco estrictas, que en muchas ocasiones no se respetaban, porque al margen de los propios jugadores no existía ninguna institución que las impusiese. Lo que mayor satisfacción proporcionaba a los participantes no era la obtención de la victoria, el premio o una posible ganancia, sino la diversión y el placer que suscitaba el propio juego, habitualmente asociado a la taberna, la fiesta y la calle. [5]
Frente a los anteriores elementos lúdicos el deporte presupone la aceptación de un conjunto de reglas inviolables que los asfixian. En el juego, dado que el “resultado material” no es lo decisivo, es perfectamente posible que ambas partes sean desiguales y se constituyan de forma accidental, como también puede darse el caso de que una persona o un grupo de personas desafíe a todas las demás. El punto de partida del juego es un desequilibrio fundamental, pero no se trata de una deficiencia, sino de su esencia misma. En el deporte, por el contrario, siempre tenemos dos partes formalmente “iguales” que luchan por la obtención de un resultado “justo”, y reglas que pretenden establecer y garantizar un equilibrio que conduzca a ese resultado justo. [6]
Los juegos pueden regirse por reglas, pero estas no pueden adquirir una objetividad autónoma frente a los jugadores. El juego sin límites permite jugar con las reglas, modificarlas, incumplirlas e incluso, al contrario que en el deporte, jugar a hacer trampas. [7]
El marco social del juego es la festividad. El esparcimiento y el juego físicos giran en torno al disfrute de la propia corporalidad, el contacto con la ajena y con el entorno natural, a diferencia de lo que sucede en el deporte, que tiende a eliminarlos o cuando menos a estandarizarlos. En el juego no solo se produce un resultado objetivo o la afirmación del ego, sino también el encuentro con el otro, encuentro que no hay por qué concebir siempre y necesariamente en términos idílicos, ya que también queda abierta la posibilidad del desencuentro con todas sus consecuencias. [8]
La encorsetada “seriedad” del deporte, con sus rimbombantes y solemnes ceremonias pseudofestivas, se opone a la dinámica expansiva del juego y de la fiesta, que carece, en principio, de límites espacio-temporales definidos. [9]
Los deportes reproducen las principales características de la organización industrial moderna: reglamentación, especialización, competitividad y maximización del rendimiento. Tanto los sistemas de entrenamiento como las reglas y el instrumental tienen en común la impresión de objetividad que se desprende de ellos y el fetichismo productivo que los impregna. Lo que producen el deporte y la educación física son fundamentalmente rendimientos y récords, es decir, datos computables, cosas, no relaciones entre personas. El control del tiempo y el espacio es esencial. Institucionalmente, el deporte moderno se organiza con arreglo al ideal democrático de la igualdad de oportunidades, que se corresponde a las aspiraciones teóricamente igualitarias de una sociedad jerarquizada que materializa en la práctica las desigualdades.
El cumplimiento de este ideal lleva aparejado el enfrentamiento en igualdad de condiciones como base de la competición deportiva, para lo cual se establecen normas que garanticen al máximo la igualdad física de los antagonistas individuales y que los equipos estén integrados por el mismo número de jugadores, para que todos ellos sean cualitativa y cuantitativamente comparables. Para el logro de esta meta, se fundan por doquier clubes y asociaciones cada vez más centralizados, encargados de establecer e introducir un conjunto de reglas universales y una gran variedad de categorías, pesos, medidas y clasificaciones de obligado cumplimiento en todas las competiciones. Así cada disciplina puede regirse por normas idénticas en cualquier parte del mundo, cuya aplicación y vigilancia se encomienda a los árbitros, intérpretes de la ley y el orden deportivos. [10]
Por último, a medida que se difunde y adquiere una mayor trascendencia social y económica, el deporte acarrea no sólo la profesionalización y la especialización de los jugadores, sino también su transformación en engranajes intercambiables de la industria deportiva, en “vedettes” condenadas no a jugar, y ni siquiera a ganar, sino ante todo a generar ganancias: el carácter mercantil y espectacular del deporte limita cada vez más la iniciativa y autonomía de unos “jugadores” convertidos en auténticos soportes publicitarios y sometidos a constantes presiones para optimizar el rendimiento y los resultados. [11]
Vistas las diferencias entre juegos y deportes, hay que ver la decadencia contemporánea del juego en la presencia de un público ávido a la vez de formas triviales de recreo y de sensaciones fuertes, despojado tanto de las condiciones precisas para gozar de una hipotética dimensión estético-cultural del deporte como de las necesarias para contribuir a ella, y sumido en un estado anímico cuyos principales ingredientes son una mezcla de “adolescencia y barbarie”. [12]
La alienación del deporte espectáculo
La deportivización completa consiste en el despliegue ritual del culto capitalista a la productividad y la disciplina fabril (y en su vertiente “pedagógica”, la sumisión a la norma sacrosanta como expresión suprema de la sociabilidad deportiva), en definitiva, la consagración del fetichismo de la mercancía a través del deporte. [13]
La subjetividad actual no es sino un incesante tránsito entre la exaltación de la pseudosoberanía del individuo y su inmersión en una manada informe. En el universo de la mercancía al individuo solo se le concibe como átomo solipsista aislado y enfrentado a un entorno hostil, o reducido a la condición de anónimo engranaje de un “equipo”. [14]
Paradójicamente, es el aumento de la distancia real entre individuos lo que suscita la necesidad de simular su pseudonegación mediante una confraternización perversa cuya dimensión “social” no es otra que “el marchar todos juntos” del espíritu de hinchada y cuya dimensión “personal” es ser partes intercambiables de un equipo reduciendo las relaciones entre seres humanos al compañerismo de la comunidad deportiva como defensa contra el género verdadero de relaciones. [15]
La identificación con una comunidad abstracta concebida en términos de “prestigio competitivo” supone por definición la existencia de uno o mas adversarios igualmente abstractos, y no es, por tanto, sino una proyección de la “guerra de todos contra todos”, la reafirmación colectiva del individuo aislado despojado de toda inserción comunitaria efectiva. De ahí la fuerza de atracción que ejerce el placer sustitutivo de romper ilusoriamente con la realidad cotidiana mediante la inmersión en una efímera comunidad ficticia. Si a ello añadimos la escasez artificial de actividades creativas, el ansia por escapar de la monotonía de la cotidianidad y la consiguiente avidez de experimentar “sensaciones fuertes”, obtendremos el retrato robot de las principales carencias socioindividuales fabricadas en masa por el actual orden industrial. [16]
De esta miseria fundamental se sigue que el público deportivo solo entenderá las relaciones humanas (tanto con sus correligionarios como con sus adversarios) en clave de victorias y derrotas, de seducciones y humillaciones, de poder y de jerarquía, en una palabra, como “política”, cuyo fundamento no es otro que la “ausencia de comunidad”. Así pues, la política moderna, síntesis incongruente de la ficción pseudouniversalista de la “esfera pública” con el materialismo sórdido y atomista de la esfera de “lo social”, en la que rigen la concurrencia y la ley del más fuerte, es el vínculo abstracto y el modo de abordar las relaciones sociales inherente al ser social capitalizado. [17]
En semejante marco, por otra parte, la sociabilidad genuina no puede sino ser percibida como amenaza a la “cohesión social”, ya que esta última se sustenta precisamente en el deterioro de las condiciones del reconocimiento mutuo y de la relación con el prójimo, que se transfieren al Estado, a la Nación o al Club: en definitiva, a la representación del poder, sea cual fuere. La servidumbre a que nos reduce la sociedad contemporánea no nos lleva, por tanto, a aspirar por encima de todo al reconocimiento de nuestros semejantes, sino al de aquello que nos domina, lo que convierte a la comunidad en un ideal cada vez más abstracto y lleva a cada cual a buscar desesperadamente, en el aislamiento a que ha sido arrojado, aquello de lo que se le ha privado: el sentido de los demás. [18]
Y es ahí donde el espectáculo deportivo adquiere una importancia estratégica cada vez mayor: como forma de adhesión espontánea a lo existente, como célula elemental y escuela de socializasción capitalista. La ideología pseudolúdica del espectáculo moderno y la “deportivización” de toda la existencia social cumplen la tarea, efectivamente vital, de disimular cuanto sea posible la atmósfera autista y maquinal en la que transcurre la “lucha por la supervivencia”. [19]
La “deportivización” de la cotidianidad y del lenguaje se traduce en la proliferación de “juegos de poder”, que en el terreno de las relaciones intersubjetivas, compensan y disimulan la impotencia general y el aislamiento del hombre moderno y suponen la continuación de la “guerra de todos contra todos” bajo modalidades “civilizadas”. La regla suprema de dichos “juegos” es que nada importa, que hay que “desdramatizar” toda situación susceptible de evolucionar hacia un conflicto real y “tomarse las cosas con deportividad”(salvo, claro está, cuando el poder decrete expresamente lo contrario). Es obvio que estos juegos de poder, a la vez que exorcizan el poder disolvente y critico del juego, contribuyen a minar la capacidad de comunicación de cada cual y reemplazarla por una alucinación social: la ilusión del encuentro y de la comunicación. En resumen, el capitalismo espectacular nos ha empobrecido hasta tal punto que solo somos capaces de comprender y de jugar a los juegos impuestos por las necesidades del intercambio de mercancías. Así pues, la “ética de la diversión” contemporánea no es más que la prolongación de la vieja ética del trabajo por otros medios. [20]
Así pues, el vínculo secreto entre el “individualismo moderno” y los fenómenos de “comunión colectiva” con líderes carismáticos e ídolos de masas no es otro que la impotencia y el aislamiento del individuo atomizado, al que tanto movimientos totalitarios como “inofensivos” y “apolíticos” clubes deportivos, así como las estrellas de la industria cinematográfica o musical (por muy grandes que puedan parecer a primera vista las diferencia entre todos estos fenómenos) ofrecen una forma de autoafirmación simbólica y de participación pasiva en el marco de una “socialización” abstracta. [21]
El espíritu del deporte
El deporte enseña a los niños lo que es la competición, la disciplina, el esfuerzo y, sobre todo, les hace ser conscientes de que los sueños se desvanecen. El placer de jugar por jugar no existe ya ni en las categorías infantiles. Los niños deben aprender el espíritu que domina el mundo: el de ser más que los demás y cuando no se puede, ser lo suficientemente listo para hacer trampas sin que nadie se entere. El objetivo es llenar la estantería de medallas y trofeos. Lo lúdico es eliminado, es una debilidad, una tara que hay que extirpar de la mente. El placer está en la victoria, no en el propio juego. Así, conforme crezcan, irán interiorizando la ideología de nuestra época: ganar más dinero, acumular cosas inútiles, gozar de “prestigio”, tener es poder y poder es tener. Aprenderán que lo que importa es comprarse el último modelo de coche, donde ir da igual; a tener un trabajo, aunque éste no tenga sentido y no les aporte nada. Lo importante no es lo que se hace, sino el hecho de hacer algo. La vida queda reducida a un mero dejarse llevar, a poseer y ser poseído. [22]
Ya adultos, se conformarán con ver a los profesionales en el campo o por televisión, desahogando sus frustraciones, gane o pierda su equipo, eso da igual. Hay que identificarse con un campeón para ocultarnos a nosotros mismos las derrotas del día a día, las frustraciones, el aburrimiento, la soledad. Sobre las causas reales de estas frustraciones, sobre las miserias de nuestra vida diaria, sobre las derrotas cotidianas que nos inflige este sistema capitalista, nos han enseñado que nada puede cambiarlas y que solo queda resignarse, sacrificarse y agachar la cabeza, pues todos formamos parte del mismo equipo. [23]
Desde los comienzos del deporte, las clases dominantes adoptaron la noción de “fair play” (juego limpio) como baluarte ideológico y espíritu del deporte. Así pues, de acuerdo con la ideología del olimpismo, el “juego limpio” representa una forma de entendimiento y lealtad en la competición que da paso a la distensión, la convivencia y la cooperación entre los pueblos, cuando la prosaica realidad de los hechos es que el fetiche del “juego limpio” constituye un elemento fundamental a la hora de interiorizar reglas y decisiones dictadas por instancias abstractas y ajenas dentro y fuera del terreno de juego. “Fair play” es sinónimo de “paz social”. [24]
El otro eslogan “lo importante no es ganar sino participar” se adaptaba muy bien, sin embargo, a las exigencias de la era del imperialismo. En el momento en que las reglas de la libre competencia daban paso a una lucha implacable por eliminar al competidor por todos los medios y se trataba más bien de aniquilar a este que de invitarle gentilmente a “participar” en el reparto de las colonias (cuyos habitantes, por otra parte, no estaban invitados de ninguna manera) era imperativo para la burguesía imperialista de cada nación asociar simbólicamente a “su” clase trabajadora a la misión imperial. Además de acostumbrarse a ser los primeros en el “arte de perder” en lo tocante a sus propios objetivos de clase, los trabajadores debían aprender a considerar “suyas” las victorias de sus explotadores. De ahí que la ideología del olimpismo amalgamase los rasgos rituales y aglutinadores de las olimpiadas griegas con la principal característica de los espectáculos romanos de gladiadores: la reducción de las “masas” a la pasividad. [25]
En resumen, el deporte es un modelo de valores institucionalizado y un producto histórico concreto que, en su forma originaria, corresponde a la ideología del capitalismo liberal. [26]
El deporte como política
Históricamente, resulta muy revelador que en el tumultuoso panorama de la Europa inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial, el ideólogo del neoolimpismo, Pierre de Coubertin no dejase en ningún momento de ser un firme partidario de fomentar el deporte entre los trabajadores (llegó incluso a elogiar discretamente el “deporte obrero”) como medio de conducir a estos del campo de batalla político al campo de batalla de las competiciones deportivas y asegurar así la “paz social”. [27]
Este interclasismo hay que enlazarlo con la naturaleza del deporte moderno como espectáculo totalitario. Y tanto es así que los totalitarismos nazi y comunista convirtieron el deporte nacional en asunto de Estado. En 1935, Kurt Münch, miembro de la Junta Directiva de la Deutsche Turnerschaft, publicó un manual destinado a la promoción de los valores nacionales entre los deportistas en el que afirmaba: “El nacionalsocialismo no puede permitir que quede fuera de la organización general de la nación ni un solo aspecto de la vida. (…) Todo atleta y deportista del Tercer Reich debe servir al Estado. (…) El deporte alemán es político en el sentido pleno del término. Es imposible que un individuo o un club privado se dediquen al ejercicio físico y al deporte. Estos son asuntos de Estado”. Por su parte, Vladimir Ilich Lenin, en su Discurso al Congreso Pan-ruso de la Liga de Juventudes Comunistas, afirmó: “La educación física de las jóvenes generaciones es un elemento esencial de la formación comunista de la juventud, que tiene como meta la creación de un pueblo armoniosamente desarrollado, ciudadanos creativos de la sociedad comunista. En la actualidad, la educación física tiene también objetivos inmediatamente prácticos: preparar a los jóvenes para el trabajo y para la defensa militar del poder soviético”.
Por otro lado y, pese a las apariencias, el deporte actual es una de las puntas de lanza de un proceso planetario de etnocidio que, desde hace unos años, suele arroparse con los colores del multiculturalismo. En realidad, el multiculturalismo tiene poco o nada que ver con la defensa de la diversidad cultural, y mucho con la mundialización total de la economía. Por lo demás, y en contra de lo que a primera vista pudiera parecer, la “religio athletae” no es portadora del sello distintivo de una cultura particular, la angloamericana, por ejemplo, que se hubiera impuesto sobre todas las demás; muy al contrario, encarna el espíritu homogeneizador de un capitalismo “puro”, cada vez más emancipado de cualquier vestigio de las antiguas culturas nacionales, que tiende a suprimir todos los límites consuetudinarios, morales, o legales, y todas las ideas o movimientos sociales que pudieran estorbar el asentamiento de un neototalitarismo capitalista global. [28]
A comienzos del siglo XXI, este proceso de homogeneización del planeta, que dio sus primeros pasos durante la era del imperialismo y que durante largo tiempo se consideró como un proceso de imposición de unas culturas sobre otras, ha “progresado” tanto que las diferencias culturales entre naciones amenazan con convertirse en un futuro no muy lejano en vestigios de un remoto pasado. A pesar de que en el mundo contemporáneo todavía subsiste una diversidad cultural considerable, la presión económica de la globalización corroe sin cesar todas las tradiciones y costumbres refractarias a los imperativos de una producción que no tiene otra meta que ampliarse sin límite ni freno alguno. [29]
En consecuencia, los argumentos “culturales” tradicionalmente esgrimidos por los apologistas del nacionalismo ya ni siquiera se sostienen en el terreno de las apariencias, pues en una época en que los países se convierten en “marcas”, el sustrato más o menos folclórico de “tradiciones y costumbres” con las que todos los nacionalismos aderezan su mercancía ideológica se disgrega a pasos agigantados a la vez que el “sentimiento patriótico” se reduce cada vez más a una identificación irreflexiva, entre patológica y pavloviana, con el fetiche-nación, convertido en una simple marca con jugadores de distintos puntos del planeta. [30]
En resumen, el deporte, más que una religión de la lucha por la suprevivencia y materialista positivista está más emparentada con otras imposturas más radicales y más contemporáneas: las ideologías(31). En términos religiosos, el deporte es una idolatría.
El deporte como negocio
En un sistema capitalista la pervivencia y avance del deporte supone su consideración como una industria lucrativa, un negocio redondo. La “fabricación de campeones”, que empezó siendo un modesto oficio artesanal y pasó luego a ser una profesión muy lucrativa, se ha convertido desde hace ya mucho tiempo en una gran industria que depende de centros deportivos experimentales, laboratorios especializados e institutos de investigación financiados por centros de poder político y financiero. Según un estudio de la consultora “Deloitte&Touche”, el fútbol es un multimillonario negocio, equivalente a la 17a. economía del mundo, que mueve 500.000 millones de dólares estadounidenses. De tal modo, que solo 25 países producen anualmente un PIB mayor que la industria del fútbol en su conjunto. [31]
Finalmente, no hay que olvidar la medicalización del deporte que es básicamente un ejercicio físico antinatural y en el límite de lo soportable, por lo que la búsqueda del éxito a toda costa supone la merma de la salud, cuestionando la salud mental de la psicología del deportista y su carácter de modelo de la juventud. Hace ya mas de medio siglo, por lo demás, sir Arthur Porrit, presidente de la British Association of Sports and Exercise Medicine, no dudó en afirmar, en el prólogo de uno de los primeros libros publicados en Gran Bretaña sobre medicina deportiva (“Sports Medicine”, J.G.P. Williams, 1962), que “quienes participan en deportes y juegos son por definición pacientes”. [32]
Conclusión
Impugnar el deporte, ese juego ilusorio, es exigir que se hagan realidad juegos en los que la humanidad pueda desplegar plenamente sus facultades. [33]
Hasta ahora, de las filas del socialismo y del anarquismo no salió jamás una critica en profundidad de los principios de la educación física burguesa, y sus denuncias se ciñeron a deplorar la presunta “corrupción” del deporte por el dinero y a señalar el peligro de que las clases dominantes lo “instrumentalizaran” para desviar a los trabajadores de la “actividad política e intelectual”. Hoy la crítica del deporte se hace cada vez mas necesaria. [34]
Por otro lado, en el contexto actual de crisis social y renacimiento de una épica guerrera de pacotilla, el deporte-espectáculo ha experimentado un poderoso auge como “máquina de producir significado”. Nadie se exalta ni sufre tanto por la victoria o la derrota de sus héroes deportivos como aquellos cuyas condiciones de existencia, cada vez más desprovistas de todo significado, les predisponen a aprovechar toda ocasión de sumergirse en una identidad colectiva prefabricada e imaginaria y metamorfosear sus frustraciones en fantasías idealizadas y abstractas de poder y protagonismo. También aquí son los medios de formación de masas los que ofician como intérpretes del significado del suceso deportivo e instancia de articulación periódica de la “subjetividad nacional” en torno a la distinción “amigo-enemigo”, que el teórico del “Estado total” Carl Smith consideraba como el fundamento de toda política. [35]
Sería una ingenuidad, en efecto, suponer que en una época en que los problemas sociales no dejan de agravarse a la vez que se proclama que no existe alternativa posible a las relaciones sociales dominantes, la política contemporánea pueda prescindir – bajo nuevas formas – de uno de los rasgos fundamentales del totalitarismo clásico: la necesidad simultánea de eliminar toda oposición real y de autolegitimarse mediante la designación de una oposición ficticia que sirva para canalizar de forma irracional la energía negativa suscitada por la crisis social, desviándola tan pronto contra la figura del “malvado especulador” como contra la del “malvado inmigrante”. [36]
Como conclusión, solo cabe la abolición conjunta del deporte y del espectáculo, en el marco de un proceso de transformación de las condiciones sociales de existencia de la humanidad entera. Dicho esto, es seguro que una cultura lúdica emancipada del fetichismo de la competición y del principio de maximización del rendimiento cuantificable puede rescatar para disfrute propio muchos elementos de los deportes actuales. [37]
notas:
[1] Página web Fahrenheit 451- Crítica de la miserabilidad de nuestras vidas- Fútbol y alienación (o como la pelota gira y la vida se escapa)
[2] Página web Fahrenheit 451- Crítica de la miserabilidad de nuestras vidas- Fútbol y alienación (o como la pelota gira y la vida se escapa)
[3] Corriente, Federico y Montero, Jorge: “Citius, altius, fortius. El libro negro del deporte”, de. Pepitas de Calabaza, Logroño, 2011,pag. 11.
[4] Ibid. Pág. 11-12.
[5] Ibid. Pág. 55-56.
[6] Ibid. Pág. 15.
[7] Ibid. Pág. 15.
[8] Ibid. Pág 15-16.
[9] Ibid. Pág. 16.
[10] Ibid. Pág. 16-17.
[11] Ibid. Pág. 17.
[12] Ibid. Pág. 18.
[13] Ibid. Pág. 21.
[14] Ibid. Pág. 21-22.
[15] Ibid. Pág. 22.
[16] Ibid. Pág.23-24.
[17] Ibid. Pág.24.
[18] Ibid. Pág.24.
[19] Ibid. Pág.25.
[20] Ibid. Pág. 25.
[21] Ibid. Pág. 368-369.
[22] Fahrenheit 451 (misma página).
[23] Fahrenheit 451 (misma página).
[24] El libro negro del deporte, Pág. 121.
[25] Ibid. Pág. 122-123.
[26] Ibid. Pág. 351 nota 88.
[27] Ibid. Pág. 176.
[28] Ibid. Pág. 334-335.
[29] Ibid. Pág. 337.
[30] Ibid. Pág. 337.
[31] Ibid. Pág. 361-362.
[32] Ibid. Pág. 347.
[33] Ibid. Pág. 356.
[34] Ibid. Pág. 26.
[35] Ibid. Pág. 114-115.
[36] Ibid. Pág. 375.
[37] Ibid. Pág. 375-376.
fuente revista Ekintza Zuzena nº40 www.nodo50.org/ekintza