Los estudios tradicionales han identificado frecuentemente los distintos modos de producción con sus correspondientes ideologías. Sin embargo, estas investigaciones no siempre vinieron acompañadas de un acertado análisis de las diversas e históricas regulaciones del comportamiento humano. El tabú, por ejemplo, una de las formas más antiguas e inconscientes de control social, consistía básicamente en la ligazón del deseo prohibido con una negatividad extrema como, por ejemplo, la amenaza de un universo colapsado por todo tipo de desastres. Tan irracional como efectivo, bastaba que a un miembro de la tribu le asaltara cualquier deseo vedado en el tiempo productivo para que a la vez se le presentara asociado neuróticamente un tremendo pavor o un asco absoluto.
Por Julio Díaz y Carolina Meloni
«Ahora la vida ha llegado a ser […] un objeto de poder.» Michel Foucault, «Las redes del poder».
El tabú no solo cortaba el paso del deseo al acto, sino que cercenaba el deseo en el mismo momento de su insinuación. Si se echa un vistazo a los tabúes que incluso aún pueblan nuestro imaginario, se descubre rápidamente el vínculo que los une con aquello que frena o impide la productividad: la muerte y el sexo o la mezcla de ambos.
Se podría decir que el tabú era para los primitivos lo que la policía es para nosotros: un regulador social. Con el tiempo y el desarrollo civilizatorio, hubieron de inventarse otros modos de control que básicamente consistían en el mismo mecanismo del tabú, pero por otros medios. Lo esencial, como en el sistema del tabú, era decir «no» al deseo, que se supone introduce desorden en lo social. El derecho, con su aparato policial, y la moral, con su conciencia policial, se basan en definitiva en amenazar a priori o a posteriori el paso del deseo al acto constituyendo un poder negativo-represivo. Todos estos reguladores son en definitiva versiones de los diez mandamientos cuya consigna estructural es el sempiterno «no harás», «no desearás», etc., que facilitan el desarrollo del mundo del trabajo batailleano… Fue Foucault, sobre todo a partir de la publicación del primer tomo de la Historia de la sexualidad, quien se percató de que a partir del siglo XIX comenzaron a funcionar otros reguladores del comportamiento radicalmente distintos de los anteriores.
Estos nuevos mecanismos se conocen como biopoder. Había nacido la positividad del poder frente a la clásica represión del deseo. Uno de ellos era el mundo de las disciplinas o anatomopolítica, ya analizada por Foucault en Vigilar y castigar. Esta estrategia, basada en la cada vez más conocida maleabilidad humana, consistía sobre todo en formar cuerpos y subjetividades idóneas para el nuevo sistema productivo capitalista. Así, el siglo XIX descubre que es más rentable producir sujetos dóciles que tratar de vencer resistencias indómitas…
El otro regulador social analizado por Foucault fue el de la biopolítica, que comienza a tomar cuerpo a partir del siglo XX. La biopolítica no solo no dice «no» al deseo sino que, al igual que la economía clásica, esgrime una especie de extraño laissez faire. Por paradójico que pueda parecer, el régimen biopolítico le dice sí al deseo, sí a todo aquello que supuestamente siempre amenazó el orden productivo de lo social. Además, a diferencia de los otros modos de control social, que se dirigían particularmente a cada individuo, la biopolítica tiene otro target distinto: la masa humana en su aspecto estadístico, considerada como un organismo autónomo vivo. Se empieza a considerar que existe una masa humana que posee sus leyes particulares, distintas incluso de las de la psique de los individuos que la conforman.
Ya incluso Platón había descubierto este superanimal e incluso el régimen biopolítico cuando en la República habló de la «Gran Bestia». El saber de los sofistas, decía, consistía en conocer «sus inclinaciones naturales y sus apetitos con objeto de saber por dónde hay que acercársele», cómo acariciarla para poder domesticarla. El sofista, según Platón, no reprimía a la masa, sino que la manipulaba de acuerdo a su naturaleza, dejándole hacer. El bios de la biopolítica significa en este contexto «vida genérica» y pura «animalidad». La nivelación de lo humano hasta el grado de la animalidad más instintiva marcaba para Foucault el paso de un sistema jurídico a otro biológico.
Dado que la sociedad moderna comenzaba a masificarse a finales del XIX, era preciso que fuese controlada en gran parte por un regulador masivo. La biopolítica es, según Foucault, el mecanismo de control que predomina a partir del siglo XX y supone un elemento fundamental e indispensable para el desarrollo del capitalismo. Y si bien el derecho, la moral y las disciplinas no desaparecen, funcionan en el interior de y para ese otro tipo de control. De aquellos dispositivos de control, administración y doma del cuerpo hemos pasado a un modelo de poder menos estático, más abierto y afectivo, inmanente al campo social, que nos atraviesa e inviste, hasta el punto de hacer que interioricemos la alienación y la docilidad de forma casi voluntaria. En el «borde último de la Modernidad», según la expresión de Negri y Hardt, nos deslizamos de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control vaticinadas por Deleuze. El biopoder, decía Foucault, no reprime ni bloquea la vida, otro nombre del deseo, sino que la incita, la hace crecer, la multiplica, la administra.
La biopolítica se encarga de esa masa viva, de ese cuerpo-especie, pero no actúa directamente sobre ella, sino sobre el medio. Es preciso alterar la arquitectura ambiente, manejando todo tipo de variables, desde la temperatura al sonido o incluso al olor para que indirectamente ese organismo pulule de un lado a otro. Manipulación de masas no tiene otro sentido: dejarle hacer a esa Bestia zoológica en el interior de un hábitat diseñado que, a modo de mano invisible, la dirige estadísticamente hacia un fin planificado, que a veces puede ser incluso la muerte. La biopolítica es la providencia hecha carne.
Cualquier supermercado actual funciona según estos parámetros, y nuestras sociedades se parecen cada vez más a esos grandes centros comerciales. Se equivocaba Freud al vaticinar una humanidad cada vez más molesta por una cultura necesariamente represora, pues la biopolítica trata de regular lo social satisfaciendo todo aquello que históricamente se ha reprimido.
Por extravagante que pueda parecer la afirmación del deseo vital como modo de control social, no es menos extraño pero no por ello menos cierto el hecho de que a la par que se administraba la vida, que se la hacía crecer y desear, las guerras se volvían cada vez más sangrientas. «Nunca hasta entonces, dice Foucault, los regímenes habían practicado sobre sus propias poblaciones holocaustos semejantes». Solamente se puede asegurar el crecimiento y existencia de esa vida masiva, poblacional, exponiéndola a una muerte general. El oculto envés de esa administración de la vida no es otro que la amputación de una de sus partes o la muerte masiva. Todo lo que impide el crecimiento de ese cuerpo-especie es tratado como un agente infeccioso que hay que aniquilar. Es en ese momento cuando el ra cismo moderno cobra sentido: «la muerte de los otros —continúa Foucault— es el reforzamiento biológico del sí mismo [eugenesia] en tanto que se es miembro de una raza o de una población, en tanto que se es un elemento de una pluralidad unitaria viviente».
En definitiva, el biopoder es una reinterpretación de la vieja fórmula que hizo posible el poder soberano como estrategia que gestiona la vida y la muerte. Si durante mucho tiempo el derecho soberano, basado en la antigua patria potestas, estuvo basado en la capacidad de «hacer morir o de dejar vivir» es, en definitiva, porque la expresión última de la soberanía no reside en otro aspecto que en la capacidad de decidir quién debe vivir y quién debe morir. La transformación del paradigma del poder hacia un poder que administra, gestiona y produce vida no supuso la radical supresión de producir muerte como condición de posibilidad. Si la política se concibe como una variante de la guerra, la guerra biopolítica ya no se ejerce para proteger la vida del soberano, sino en nombre de la existencia de todos.
La radical separación entre aquellas vidas que merecen ser vividas, protegidas y salvadas, y aquellas otras que suponen una amenaza es el paso definitivo que inscribe el racismo en los mecanismos del Estado. Dicha separación es la clave del biopoder. «El racismo —advertía Foucault— asegura la función de la muerte en la economía del biopoder». Por ello, el nacionalsocialismo, según Esposito, ha representado la biopolítica llevada al límite. Por primera vez, la muerte del otro se transformó en una cuestión no militar, ni política, ni siquiera en un estado de guerra, sino en una cuestión biológica. Y el enemigo no era percibido como el simple adversario, sino como aquel cuya existencia era una amenaza, un peligro inmanente, un cáncer o tumor que se debía extirpar para asegurar la existencia misma de la comunidad política. «Fue en tanto que gerentes de la vida y la supervivencia, de los cuerpos y la raza —dice Foucault— como tantos regímenes pudieron hacer tantas guerras, haciendo matar a tantos hombres». Las películas de zombis a las que estamos acostumbrados o los juegos en los que se matan todo tipo de muertos vivientes sin ningún tipo de remordimiento solo pueden surgir y funcionar dentro esta episteme biopolítica.
El Kant de Sobre la paz perpetua, tras haberse percatado de que la insolente humanidad nunca asumiría el mandato impuesto por la razón práctica y mucho menos el respeto a la ley, había teorizado en parte la biopolítica futura al escribir que hasta un pueblo de demonios podría constituirse como Estado. Ahora bien, ¿qué podría haber dicho Kant respecto de un pueblo de zombis? ¿Puede servir la biopolítica tradicional para regular a una horda de zombis, a una masa inhumana de no-vivos? Como señala Mnembe, es posible que el paradigma biopolítico se haya quedado corto ante las nuevas topologías de lo político. El zombi representa el fallo y la pesadilla del sistema biopolítico, pero también su condición de posibilidad. El paradigma biopolítico contemplaba que necesaria y estadísticamente una pequeña parte de la masa no podría entrar en los cálculos, y eso significaba su amputación y necesaria muerte, pues lo que interesaba era el Gran Número vivo.
Pero el zombi, en una de sus muchas perspectivas, es lo que resiste a los cálculos y a toda posible planificación manipuladora, y que además crece exponencialmente cuando todos lo daban por muerto e inactivo. Es en cierta medida lo que Derrida denominaba acontecimiento, mas también restance: el resto, la ceniza, aquello que resiste toda apropiación blandiendo la amenaza de la contaminación. La horda de muertos vivientes es la parte sin parte y sin lugar, cada vez más masiva, que la arquitectura medioambiental no puede asimilar o fagocitar, ni tampoco acabar de matar, pero que ya no se puede obviar.
Los nuevos espacios de soberanía que se abren ante nosotros se deslizan de las sociedades biopolíticas a las necropolíticas: sociedades en las que la muerte y sus múltiples figuras de lo no-vivo emergen como su producción más siniestra, pero suponen, paradójicamente, su resto incontrolable, imposible de digerir y de eliminar por completo.
Biopolítica, pp. 43-48 del libro ‘Abecedario zombi. La noche del capitalismo viviente’, de Julio Díaz y Carolina Meloni, editorial El Salmón Contracorriente, Madrid, 2016.