Es necesario hacer un llamamiento a la ciudadanía, exigir un debate democrático y que se abandonen las medidas que no estén avaladas por la evidencia científica.
Por José R. Loayssa
El Salto
4 de agosto de 2020
La ola pandémica se ha atenuado notablemente. Como era de esperar, están produciéndose nuevas infecciones, ya que es imposible detener la circulación de este tipo de virus a golpe de confinamientos, por muy estrictos que sean. Los nuevos casos aparecen en forma de brotes ligados a contextos muy concretos, en lo fundamental eventos festivos multitudinarios, o hacinamiento de trabajadores temporeros en condiciones insalubres. Por una parte, responden a encuentros sociales de una población joven cuya vida social ha sufrido devastadoras, prolongadas y, en gran medida, injustificadas restricciones. Por otra, son resultado de contextos sociales desfavorables. Esto respalda la idea, que algunas voces hemos defendido, de que son mejores las medidas moderadas centradas en los lugares de alto riesgo, durante un periodo de tiempo prolongado, que las propuestas drásticas que solo pueden mantenerse de forma limitada.
Dado que no era viable una estrategia de supresión y erradicación, era esperable que aparecieran más casos aunque, de momento, y por el perfil de pacientes afectados, no se aprecia una virulencia significativa. Así, en los siete días anteriores al 31 de julio se diagnosticaron en España 14198 casos (el 4,92% del total desde el comienzo de la pandemia) de los cuales fueron hospitalizados 472 (0,37% del total de ingresados por el Covid-19). De estos últimos ingresaron en la UCI 27, todo según datos oficiales del ministerio de sanidad. Obviamente, si la población vulnerable no es protegida de manera enérgica con medidas específicas, podrían producirse casos con una repercusión clínica más preocupante.
En la mayoría de los países, el exceso de mortalidad que se produjo durante los meses de primavera ha desaparecido prácticamente. Persisten incógnitas sobre la evolución futura, pero la primera onda de la pandemia muestra una letalidad limitada que se va aproximando a epidemias relativamente cercanas como la de 1967-1968, la gripe de Hong Kong producida por un virus influenza A, el H3N2. Los datos de morbimortalidad actuales desaconsejan expectativas catastrofistas. Es poco probable que vayamos a afrontar una situación sanitaria excepcional, aunque debamos prepararnos para giros desfavorables en la evolución. De hecho, que sigan produciéndose casos entre población de bajo riesgo podría favorecer, en otoño, una segunda onda menos extensa y de propagación más lenta. Tenemos que asumir que, salvo que se consiga la vacuna efectiva segura y universal, es posible que vivamos años con el virus.
En otros artículos hemos cuestionado la eficacia del confinamiento domiciliario, y hemos defendido que no se ha demostrado que esté relacionado decisivamente con el descenso en el número de casos que se inició a principios de abril. Hemos señalado que es probable que la curva de contagios (que precede en hasta dos semanas a la aparición de síntomas) comenzara a aplanarse antes del estado de alarma y del arresto domiciliario de la población. Ha sucedido, de manera bastante similar, en la mayoría de los países europeos, independientemente del nivel de las restricciones a las libertades ciudadanas y a la vida económica y social.
En resumen, a pesar de que la morbimortalidad de la infección viral parece disminuir, especialmente por el perfil de las personas contagiadas, el Gobierno se resiste a abandonar una narrativa dirigida a mantener la psicosis social. Y en el horizonte, el derrumbe económico por la paralización de la actividad que tendrá consecuencias dramáticas en la salud y en el bienestar de amplios sectores sociales. Así pues, las medidas de los gobiernos, y sus políticas comunicativas, pueden resultar más letales que el propio virus.
El Gobierno no sabe bailar
En un principio, se defendió el confinamiento como una medida destinada a ralentizar el número de casos, el famoso “martillazo”, para, de ese modo, evitar la saturación de los servicios sanitarios, especialmente las UCIs. Después vendría una estrategia basada en medidas flexibles en función de la evolución. Pero ese esquema fue diluyéndose frente a la retórica de la “victoria colectiva contra el virus”, un marco político peligroso, además de militarista, dadas sus expectativas irreales. En síntesis, se inició la desescalada sin definir la “partitura” de la danza, sin acotar claramente los distintos escenarios y sin establecer las medidas derivadas de lo anterior. Y persiste una total falta de transparencia: los documentos técnicos que justifican las decisiones todavía no son públicos.
En estos momentos, el número de casos entra dentro de lo previsible y su virulencia es, por ahora, escasa. Sería el momento de una “danza suave”, pero nuestros gobiernos tampoco saben “bailar”. En vez de lanzar mensajes de tranquilidad razonablemente positivos, sigue abusando de su poder para amedrentar informativamente a la población. Todavía no les hemos escuchado decir algo tan sencillo como: “Entre quienes muestran síntomas, la gran mayoría, probablemente un 80%, desarrollará la enfermedad moderada o leve. Como mucho, tendrán que guardar cama unos días, pero sin tener que ir al médico. Una desafortunada minoría tendrá que ir al hospital, pero la mayoría sólo necesitará oxígeno y después se irá. Y una minoría de ellos necesitarán cuidados intensivos, y algunos desgraciadamente morirán. Pero son una minoría: el 1% o, probablemente incluso, menos del 1%. Incluso entre el mayor grupo de riesgo, es menos del 20%. Es decir, que la gran mayoría de la gente, incluso entre los grupos de mayor riesgo, no morirá si coge el virus”.
Mientras, se adoptan, de nuevo, medidas sin evidencia científica, como la obligatoriedad de llevar mascarilla al aire libre, cuya incidencia en el aumento de la transmisión del virus no está descartada, aunque otras voces la defiendan apelando al sentido común. Esta es una imposición que no se sostiene en nuestro país, ya que ni ahora, ni en ningún momento de la pandemia, se han producido contagios significativos fuera de espacios cerrados o de aglomeraciones multitudinarias. Evidentemente, dicho lo anterior, no estamos en contra de que se recomiende su uso en determinados contextos, especialmente a las personas vulnerables.
Sin embargo, la función de la mascarilla obligatoria, tal y como algunos de sus valedores reconocen de forma velada, es muy otra: mantener la tensión social y el miedo, percepciones y sentimientos que nos están saliendo muy caros. El estrés genera enfermedad, y cuando es colectivo, sus repercusiones son muy graves. Hay que recordar que el exceso de mortalidad en marzo junio del 2020, teniendo en cuenta lo que sería esperable según la serie histórica, supera en 13.000 personas el numero de fallecidos por Covid-19-. De hecho, es mayor que los muertos por el virus en ámbito comunitario (es decir, excluyendo a las personas ancianas institucionalizadas) que suman 9.000. Sin duda, esos fallecimientos “extras”, a priori sin covid-19, incluyen eventos precipitados por el propio estrés, el miedo o conductas asociadas a este, como evitar consultas médicas o no ir a servicios sanitarios ante problemas graves. En Navarra, el descenso de las visitas a urgencias se ha situado en torno al 30%, mientras los informes señalan que los pacientes acuden tardíamente y más deteriorados. Por otro lado, no debe subestimarse el impacto que el aumento de peso generalizado va a tener sobre la salud pública.
En el ámbito de las enfermedades mentales, el aislamiento social y la soledad están asociados al estrés psicológico grave. En EEUU, con confinamientos menos drásticos y duraderos que en nuestro país, su nivel casi se ha cuadruplicado. El cierre de las escuelas ha sido particularmente grave, especialmente en menores que viven es situación de riesgo social, sin olvidar que el estrés psicológico puede afectar a la capacidad inmunitaria, aspecto central en esta enfermedad.
La narrativa del “terror”
Tranquilizar a la población es un objetivo clave al que el Gobierno ha renunciado con una política comunicativa de implicaciones ideológicas y culturales profundas. De ahí que haya abordado la pandemia imponiendo restricciones a relacionarse, abrazarse, divertirse, practicar el sexo, asistir a eventos placenteros, aprender del resto, o conocer nuevas experiencias. Se han eliminado interacciones esenciales para la vida humana que no pueden ser reemplazadas por la relaciones virtuales. Se defiende la vida contra la vida misma, una vida sin contenido, vacía, basada en la renuncia a la propia alegría de vivir, a las actividades que dan placer y sentido a la vida que hemos elegido libremente. Se propone un devenir biológico, en vez de la posibilidad de experimentar momentos en los que nos sentimos felices con nuestras elecciones y con nuestras decisiones responsables.
La narrativa oficial va tan lejos que está impulsando semánticas delirantes, paranoicas e hipocondriacas del tipo “el virus asesino que está en todas partes y que nos acecha constantemente”. Un relato que puede inducir a trastornos compulsivos como la vigilancia constante o la higiene desmesurada. En última instancia, es un paradigma que puede, incluso, ocasionar un abatimiento depresivo: dado que el virus va a vencer, hagamos lo que hagamos, es mejor renunciar a cualquier actividad vital. Es probable que un porcentaje relevante de las personas afectadas presenten un abanico de cuadros de estrés postraumático.
Crear miedo e inseguridad desemboca en el surgimiento de sentimientos de hostilidad, ira y agresividad. Se ha emplazado a la ciudadanía a delegar el control de su vida, a someterse a la autoridad, y a renunciar a su propia responsabilidad para decidir sobre los riesgos que quiera asumir. Y las medidas se imponen sin un debate colectivo transparente, y en el que diferentes opiniones y alternativas se contrasten. Los medios de comunicación recurren al sensacionalismo y a reproducir la versión oficial. El ejemplo de las noticias sobre Suecia es ilustrativo: solo se menciona cuando hay noticias negativas, aunque ahora mismo su evolución allí no sea, ni mucho menos, alarmante.
“La salud pública requiere medidas equilibradas que tomen en consideración la totalidad de los efectos sanitarios, sociales y económicos”
Las medidas implementadas, y su justificación, están llenas de contradicciones y son poco claras: se cierran escuelas pero se deja el ocio nocturno hasta las dos de la madrugada, se impone mascarilla en la calle pero se permite el trabajo en condiciones de riesgo evidente. Se ha fomentado la irracionalidad de la reacción visceral, y no se ha dejado espacio para el debate basado en los análisis objetivos y ponderados, cuando lo que la salud pública requiere son medidas equilibradas y que tomen en consideración la totalidad de los efectos en todas las áreas (sanitaria, social, económica). Todo esto ha dividido a la población entre la fidelidad a la “versión oficial” y quienes discrepan, sin posibilidad de un dialogo constructivo.
El resultado es una ciudadanía confusa, con sentimientos de ira y frustración, y que no puede expresarse de forma directa contra las autoridades porque, sobre el papel, se guían por buenas intenciones. Pero todo ello puede desembocar en la búsqueda de chivos expiatorios. Y ya está ocurriendo: la población joven, habitualmente desafiante ante aquello que adultos y mayores aceptan en mayor grado, está siendo víctima de la intimidación y el acoso. De igual modo, esa agresividad puede dirigirse a los círculos más íntimos de la socialización: también hay ya datos que indican un aumento de la violencia en el hogar y, especialmente, de la machista.
Hora de cambiar de rumbo
La primera ola de la pandemia ha remitido dejando tasas altas de mortalidad y de personas enfermas graves, algunas con secuelas. Las consecuencias han sido severas, aunque hay que señalar, una vez más, que las residencias de ancianos han acaparado entre la mitad y dos terceras partes de los casos, según los países. La clave era proteger a la población vulnerable que ya estaba confinada, y no paralizar la vida económica y social. Aún así, las cifras no se acercan a las previsiones catastróficas de algunos “modelos”, en prácticamente ningún país, independientemente de las medidas adoptadas.
“Podemos estar asistiendo a los prolegómenos de una nueva onda, esta vez de problemas sociales y de salud mental, con el telón de fondo de una crisis económica devastadora”
Pero si las consecuencias directas del virus son graves, las políticas para combatirlo amenazan con consecuencias incluso mayores. Como ejemplo, las nuevas restricciones de fronteras con España, que no son el resultado de nuestras tasas de nuevos casos, comparables a las de los países que obstaculizan el viaje, sino producto de la equivocada política comunicativa del Gobierno, dentro y fuera de sus fronteras.
El momento es crítico: existen indicios de que podemos estar asistiendo a los prolegómenos de una nueva onda, pero esta vez de problemas sociales y de salud mental, con el telón de fondo de una crisis económica devastadora. La resistencia psicológica de la población irá disminuyendo conforme se prolonguen las políticas del Gobierno y la situación se deteriore. Por todo ello, es necesario hacer un llamamiento a la ciudadanía, exigir un debate democrático y que se abandonen las medidas que no estén avaladas por la evidencia científica.
fuente: https://www.elsaltodiario.com/coronavirus/politicas-gubernamentales-mas-peligrosas-que-la-covid-19-
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