Por José Luis Cano Gil*
febrero de 2022
La mayoría de gente no entendemos nuestros propios problemas emocionales, ni mucho menos conocemos los secretos de nuestros padres y bisabuelos, o la vida oculta de nuestros conocidos, o las intrigas de nuestros jefes y políticos locales, y mucho menos las de nuestros gobiernos nacionales y sus amigos y enemigos extranjeros, ni tampoco sabemos qué pasó exactamente aquí o allá hace 1 día o hace 1000 años, o en países que ya no existen o no logramos ubicar en el mapa, ni sabemos quiénes participaron y en qué circunstancias y condicionantes evidentes u ocultos lo hicieron, ni siquiera desciframos sus múltiples idiomas y visiones del mundo, ni sabemos más que lo que cientos de desconocidos nos han contado porque, aunque unos pocos vivieron cierta mínima parte, a la mayoría se lo dijeron, lo leyeron, lo repitieron, lo deformaron esparciendo versiones de versiones, océanos de palabras, donde lo realmente sucedido nadie lo supo, ni lo sabe, ni lo sabrá jamás…
Y pese a todo este misterio cósmico; pese a la imposibilidad absoluta de conocer cabalmente -sin distorsiones, sin fantasías, sin prejuicios, sin olvidos, sin mentiras, etc.- cualquier evento presente o histórico más allá de nuestra directa y miope experiencia personal, ¿nos atrevemos hoy a confiar en los megáfonos del jefe y «opinar» obedientemente sobre la guerra y la paz, los buenos y los malos, lo conveniente y lo inconveniente, lo económico y lo ecológico, lo inteligente y lo estúpido, junto con todo lo demás, para «arreglar el mundo»?
*Terapeuta.