El biólogo argentino habla sobre el futuro de la bioesfera, el peligro del crecimiento descontrolado y la necesidad de ensuciarse los zapatos con barro.
Por Rodolfo Chisleanschi
30 de agosto de 2021
Debo confesar que la primera foto que vi de Raúl Montenegro (Córdoba, Argentina, 1949), más allá de la que aparece en su perfil de Wikipedia, me sorprendió. Nadie está libre de cargar de prejuicios su propia mochila, y en la mía, los catedráticos que superan los 70 años de edad no conservan una cabellera tan frondosa, tampoco la llevan larga, ensortijada y brillantemente canosa, y mucho menos visten una llamativa camisa violeta ni tienen el cuello rodeado por una gargantilla de gruesas cuentas. Pero el caso de este profesor de Biología Evolutiva rompe moldes allí por donde se lo mire. Pensándolo con el periódico del día siguiente y varias charlas telefónicas mediante, el nombre del principal galardón que recibió como reconocimiento a una vida dedicada a la investigación y la militancia ambiental debió darme alguna pista. En 2004, el jurado del Right Livelihood le concedió uno de sus premios anuales, que homenajean a quienes “trabajan en la búsqueda y aplicación de soluciones para los cambios más urgentes que necesita el mundo actual”. La distinción se entrega en Estocolmo y es conocida como el Nobel Alternativo.
Ahí, en ese adjetivo se escondía la pista, porque “alternativo” quizás sea la palabra que mejor define a Raúl Montenegro. Cuando sus compañeros de la escuela media se dedicaban a jugar al fútbol o escuchar la música de moda, él ya era investigador asistente. Unos años más tarde, mientras sus futuros colegas biólogos soñaban con estudiar especies y ecosistemas llamativos, él decidió comenzar desde bien abajo, analizando la biología de las hormigas. Y en 1972, con 23 años apenas cumplidos, al recibir una medalla de oro en investigación otorgada por la Universidad de Buenos Aires, demostró definitivamente que no transitaba las mismas rutas que sus congéneres. La recompensa por el premio era un viaje y los habituales ganadores elegían de manera indefectible algún destino en Estados Unidos o Europa: Montenegro dijo que prefería la Caatinga, un área de casi un millón de kilómetros cuadrados en el nordeste brasileño, eternamente azotada por un sinfín de calamidades, climáticas, económicas y sociales.
– Glauber Rocha, el director de cine brasileño, me despertó el interés con las imágenes que mostraba en sus películas. Recuerdo especialmente Dios y el diablo en la tierra del Sol. Me llamaban la atención los primeros movimientos subversivos en América Latina. Rocha hablaba de las ligas camponesas, gente que luchaba para que la tierra fuera suya, que mezclaba lo religioso con lo social, grupos familiares enteros que asaltaban las fazendas en los momentos más dramáticos de la sequía. Acababa de casarme y los dos meses en la Caatinga fueron mi luna de miel. Estuve en lugares donde hacía tres años que no llovía, vi niños con hidropesía, retención de líquidos y atacados por parásitos. Dormía en hamacas, comía en el campo con 600 moscas alrededor o en el enorme salón de una fazenda donde el coronel (como llamaban al capataz que decidía sobre el destino de 3.200 familias) se sentaba siempre en la cabecera y bebía en vaso de plata. Ahí empecé a darme cuenta de que había algo que estaba muy mal. Lo entendí sobre el terreno. Es muy distinto hablar, escribir o leer sobre el hambre que ver las técnicas de explotación; muy difícil llegar a visualizar de un modo medianamente realista lo que de verdad sucede sin ensuciarse los zapatos con barro.
Aquel escenario difícil y extremo de la Caatinga nordestina vio salir a la luz lo que sería el leitmotiv de la vida de Raúl Montenegro: un mix perfecto entre la investigación y la militancia ambiental, la combinación de la técnica y la ciencia con el activismo y la lucha. Lo que vino a continuación fue una infinita y todavía inacabada serie de combates a lo largo y ancho del globo portando todas las banderas imaginables para buscar a la vez una sociedad más justa y un planeta más sano.
Sobrevinieron entonces como una catarata la puesta en marcha en 1982 de la Fundación para la Defensa del Medio Ambiente (FUNAM), casi a la par que el cargo de subsecretario de Medio Ambiente de su Córdoba natal con la vuelta del país a la democracia en 1983. Desde allí establecería por primera vez en la Argentina la necesidad de realizar estudios de impacto ambiental antes de aprobar cualquier tipo de obra. Al poco tiempo asumiría la vicepresidencia de la filial de Greenpeace en el país mientras emprendía múltiples peleas para detener la construcción de centrales nucleares, campos de golf o cementeras, la instalación de minas de uranio o el uso descontrolado de agroquímicos en la actividad agrícola; fomentaba y participaba en la creación de parques nacionales o en la búsqueda de métodos para prevenir incendios forestales; y acompañaba aportando sus ideas las demandas planteadas por comunidades de pueblos originarios para que les fueran devueltas las tierras de sus antepasados o les otorgaran títulos de propiedad que impidiera las expulsiones por parte de empresarios forestales o agrícolas… Todo, sin dejar de lado sus tareas de profesor e investigador, sin abandonar nunca la reflexión ni desviar el sentido de tanta batalla, aunque de vez en cuando estas le acarrearan problemas y dolores de cabeza.
– Casi me matan en Guatemala en 2015. Estaba con Carlos Arribas, un colega español, en una comunidad maya-kaqchikel, peleando para que no les instalaran una fábrica de cemento y nos invitaron a dar un taller en un sitio alejado. Yo quería ir, él me disuadió. Esa madrugada atacaron el sitio donde íbamos a dormir y asesinaron a once personas. En otra ocasión viví una insólita persecusión automovilística en Port Harcourt, Nigeria, por hacerle una foto desde el coche a la cárcel donde había estado preso y mataron a Saro-Wiwa, que fue un poco mi guía en estas cuestiones. Y hubo unas cuantas más. Estoy escribiendo un libro, La brújula perdida, donde cuento varias de estas locas experiencias que me tocaron vivir.
El título de la obra por llegar no refiere a una crónica de viajes sino al errático camino que, según Montenegro, ha tomado la humanidad, un estilo vital que cada día nos acerca unos centímetros más hacia el desastre. “Hemos fracasado como especie, es un hecho inexorable. Ni remotamente llegaremos a vivir el tiempo que vivieron nuestros antepasados prehomínidos. Ellos estuvieron dos millones de años sobre la Tierra; nosotros llevamos 150.000 años y estamos destruyéndolo todo”, dice, angustiado por lo que cree le tocará padecer a su quinta hija, Otoño, que tiene apenas 8 años de edad, y basado en el análisis profundo de múltiples variables que afectan la ecología del planeta.
– ¿Por qué es tan crítico con el estilo de vida de buena parte de la humanidad?
– Porque no se plantea que la pobreza extrema es tan mala como la riqueza extrema. Las sociedades toleran que haya pobreza, la tienen asimilada casi como una molestia, pero la mayoría asume la riqueza como objetivo a alcanzar, aspira a ser Bill Gates. Los estilos de vida, igual que el modelo demográfico, no están dentro de los cuestionamientos cuando son los pilares esenciales del suicidio colectivo. Están fuera de la agenda, nadie los cuestiona, nadie los discute. Desmontar el modelo cultural es imposible y peligroso. Uno busca atenuarlo, pero no se puede hacer mucho más. Las cartas parecen echadas.
– Eso suena muy terminante, como si ya hubiéramos traspasado el famoso “punto de no retorno”.
– En cierto sentido es así. La curva predominante que define nuestro funcionamiento socioambiental es exponencial: 2…4…8…16…32, cuando para que exista cierta armonía entre la biodiversidad, el ambiente y la cultura esa curva debería ser sigmoide, una S, tener un límite: crezco hasta donde el sistema me permite crecer sin afectarme a mí mismo ni a mis descendientes. El problema es que todos los países de la Tierra son exponencialistas, sin excepción. Por eso el lenguaje es cuánto creció la economía, se privilegia el crecimiento a la distribución. Si hay pobres, lo que se busca es aumentar la exponencial para darles algo en lugar de distribuir lo mucho que tienen los ricos. Nadie apuesta a la sigmoide ni a los límites, sino al crecimiento. En los ecosistemas ocurre lo contrario. La biodiversidad no se pregunta cuánto crecimos sino cómo logro mantenerme, pero ninguno de nuestros modelos de convivencia con el ambiente, ni siquiera los más benignos, siguen ese camino.
– Y según su punto de vista es imposible recuperar esa curva sigmoide…
– No hay forma de vivir sin producir impacto ambiental. Aun la más delicada agricultura orgánica termina quitando nutrientes del suelo, y mientras la producción fue al mismo ritmo que el resto de la biodiversidad la cosa funcionó. Cuando se puso en marcha la agricultura a gran escala el sistema se hizo insustentable, y hoy estamos metidos en una trampa. Volver a la sigmoide implicaría cambios tan dramáticos que, en principio, quien lo intente acabará en una zanja. Se van a pelear para pegarle un tiro. La lucha actual pasa por atenuar la curva, no por cambiarla, y eso ya es una tarea inmensa.
– Sigo sin entender bien dónde está la trampa.
– Llegamos a tal tamaño de la población mundial que su subsistencia depende de un sistema agrícola que ya definimos como insostenible y condena a muerte a mucha gente. Ahora vamos a suponer que ese sistema se transforma íntegramente en uno más blando, orgánico, sin fertilizantes ni plaguicidas. Debe enfrentarse con una población inmensa que quiere comer todos los días, por lo que necesitará más superficie y que los suelos se mantengan en condiciones. Inexorablemente habrá menos alimentos y también morirá más gente. Ahí está la trampa: el sistema que adoptamos no tiene probabilidades de supervivencia pero es muy difícil salir de él.
– Es en este punto donde entra a jugar lo que decía del modelo demográfico.
– En la India, cada año se agrega una cantidad de gente equivalente a la población argentina. Crece el número de personas, pero el tamaño del país no se modifica. Estuve en un parque nacional que lógicamente acabó sucumbiendo. Era una cuestión de tiempo, no hay posibilidades de sostener un área protegida cuando cada vez hay más población que necesita comer y tener un espacio donde vivir.
No hay forma de vivir sin producir impacto ambiental
– ¿Está proponiendo controlar la natalidad?
– No es un problema de crecimiento sino de modelo. Lo que se repite en todo el mundo, salvo alguna excepción como en China, es no analizarlo ni cuestionarlo, lo cual lo torna ilimitado. A veces por motivos religiosos, con creencias que se basan en la falta de control; y en otras por una variable ideológico-práctica. Una mayor cantidad de gente, sobre todo de los sectores más desprotegidos, puede implicar una reacción numérica ante el poder establecido, por lo que cualquier mecanismo que implique un control de esos sectores se considera una actitud política de derechas. El resultado es que nadie quiere tocarlo sin darse cuenta que se trata de un embudo. Todo lo que nos está pasando —la pérdida de biodiversidad, el cambio climático, la degradación de los suelos…— tiene su punto de partida en el estilo de vida y el modelo demográfico. Incluso la pandemia. Ni el virus es diferente a otros ni nuestro sistema inmune se ha modificado, pero nunca hubo tanta gente tan concentrada, tan cerca y con tantos sistemas de comunicación. Si uno tiene el aliento de una persona entrando en la oreja de otra, el aumento de la velocidad de contagio es inevitable.
Cualquier conversación con Raúl Montenegro es un viaje permanente en el cual los temas van encadenándose de un modo casi imperceptible. Quizás la clave esté en su mirada integral de la realidad, en el esfuerzo por demostrar que no hay nada —ni especie, ni sistema, ni razonamiento— que pueda analizarse ni comprenderse aislado de todo lo demás. “Hemos inventado los ecosistemas para tratar de abordar y entender situaciones complejas pero no existen límites entre ambientes. El Chaco, el Espinal y el Monte no son entes separados, lo que sucede en uno influye en el otro”, dice como ejemplo trasladable al resto de sus miradas, ya sea que hable de transiciones energéticas, cuencas hídricas o de las hormigas que continúa persiguiendo hasta en los espacios verdes del barrio Argüello, al norte de la ciudad de Córdoba, donde tiene su casa y recibe el aire puro que llega de las sierras. Pero por más abarcativa que sea, la visión de una persona siempre encuentra un foco donde los ojos detienen su marcha. En el caso de Montenegro, ese eje está en la biodiversidad, o mejor dicho, en la que la humanidad va dejando que desaparezca por pura aprensión o ignorancia.
– En términos de proyección, la única herramienta que el ser humano tiene para sobrevivir es la biodiversidad. No hay sustituto. El cambio climático, que es la cuestión ambiental que con más éxito ha logrado penetrar en la vida cotidiana de la gente, se puede solucionar con tecnología. La biodiversidad, no. Cada cosa que se pierde no se recupera. Nosotros podemos volver a plantar árboles en un lugar determinado, pero no se pueden plantar ecosistemas. Esto solo puede hacerlo la propia biodiversidad remanente, lo que quedó de lo que había originalmente, y eso demora muchísimo tiempo, cada vez más. Si el mismo asteroide que hizo desaparecer a los dinosaurios hace millones de años volviera a golpear la Tierra la recuperación sería espantosamente más larga porque hay menos biodiversidad disponible para producir la regeneración.
– ¿Es negligencia? ¿O quizás no sepamos del todo bien de qué estamos hablando?
– Sabemos poco. Se ve lo más grueso, los árboles de un bosque, pero no los virus, los hongos y las bacterias que lo habitan. Por ejemplo, en los océanos hay organismos predadores de virus que ejercen un control natural y ejercen de “vacuna ecosistémica”. Al simplificar la ecología vamos eliminando esas especies raras que se encuentran en la base del sistema y son claves para cambiar líneas evolutivas y dar respuesta a nuevas situaciones ambientales. Y le aseguro que no hay especie más simplificadora que nosotros: más que homo sapiens somos homo simplificans. Ni siquiera hemos aprendido a coexistir con la biodiversidad.
– ¿Cómo que no? Cada vez que podemos, la mayoría salimos a buscar lugares abiertos: playas, montañas, bosques…
– Eso sería coexistir con la naturaleza, que es un concepto casi romántico. Nos gusta la biodiversidad acotada que nos resulta placentera, es bonita y está bien perfumada, como los árboles de la vereda o el jardín, pero no aceptamos el desafío de convivir con la bruta, la que puede llegar a matarnos. Si aprendiésemos a hacerlo desarrollando los mecanismos de protección necesarios, a corto, mediano y largo plaza veríamos que las ventajas de contar con una biodiversidad más extensa son muchas más que los riesgos.
– ¿Hay alguna solución a mano para empezar a hacer mejor las cosas?
– El tema demanda inteligencia, colectiva y gubernamental. La caza, la pesca, los cultivos, las explosiones nucleares, los incendios, las deforestaciones, son factores de reducción de la biodiversidad. Ahora mismo habría que conservar todo lo que se pueda de la mejor manera posible. No se debería tocar ni una hectárea más de ambiente nativo, ni en las áreas protegidas ni en las que no lo están. Ya no alcanza solo con tener parques nacionales.
En 1998, la voz y la labor del profesor Montenegro ya había traspasado las fronteras argentinas. Su liderazgo en la lucha por impedir la apertura de una mina de uranio en Córdoba se había hecho viral antes de que la viralización existiera. Aquel año, la Fundación Franz Moll decidió conceder premios a quienes trabajaran en favor de un futuro no nuclear, y el biólogo cordobés fue uno de los cuatro primeros galardonados. Su labor contra ese tipo de producción de energía tuvo un nuevo hito en Guatemala, donde consiguió frenar la compra de un reactor canadiense, y sigue vigente en su propio país. Le aterra la posibilidad de un accidente en la central de Atucha (a mitad de camino entre las ciudades de Buenos Aires y Rosario), donde están instalados dos de los cinco reactores nucleares de potencia que existen en Latinoamérica: “El impacto barrería Uruguay y buena parte de Argentina”, afirma. Y se disgusta cuando oye hablar de transición energética: “Siento que hay más pluralidad de fuentes que transición”.
– Europa acaba de decretar que 2035 es el año límite para los vehículos que utilizan combustibles fósiles y varios países punteros están cerrando sus centrales nucleares, ¿no le parece buena noticia?
– Está bien que crezcan las fuentes no convencionales y más sustentables, pero donde realmente habría que apuntar es hacia la inequidad y el despilfarro. La megaminería consume energía a niveles absurdos y en las casas el que tiene dinero puede mantener encendidos todos sus dispositivos y sus luces durante las 24 horas que nadie le pondrá un límite. Así, solo ahorran los sectores que deben hacer malabarismos para poder pagar la poca electricidad que consumen. Buscar más energía limpia es apenas una parte de la realidad, pero mientras las decisiones se tomen solo en función de compartimentos estancos, separados e incompletos va a seguir siendo un ensayo de prueba y error disfrazado de capacidad experta, y continuaremos fallando. No hay miradas integrales y no creo que sea casual, porque es un sistema que termina conviniendo a los gobiernos o a los intereses que representa.
– ¿Qué debería abarcar una mirada integral?
– Al plantearse una obra o una infraestructura no habría que tener en cuenta solo la obra en sí misma sino también su relación con el resto. Para hacer una central hidroeléctrica hay que mirar cómo funcionan las fuentes hídricas, si se propone usar lámparas LED se tendrá que estudiar qué pasa con los metales usados en su fabricación, y lo mismo en cada caso. Pero los gobiernos, en general, tienden a eludir estos mecanismos.
– Por favor, deme algún mensaje como para sostener la ilusión de que el futuro no será tan terrible.
– Creo que se puede reducir la pendiente exponencial. Soy un optimista absoluto en ese sentido, pero necesitamos darle tiempo a la sociedad para que cambie de óptica. Que deje de lado el consumismo sin límites y el egoísmo generacional. De nada vale que hoy se viva una gran fiesta si le robamos las opciones de supervivencia a nuestras niñas y niños. Las organizaciones sociales y comunitarias, las ONGs, las universidades, tienen que incrementar al máximo la resistencia para enlentecer el destrozo hasta que la mayoría entienda que sus comportamientos son parte del problema y pase de ser acompañante involuntaria de la crisis a ser parte de la lucha. A estas alturas de mi vida ya aprendí que la pretensión de cambiar el mundo es medio tonta y hasta peligrosa, porque si uno dedica su tiempo a tratar de conseguir cosas imposibles finalmente no hace nada. Pero si lo emplea en pelear por cosas que sí son factibles de cambiar por lo menos puede reducir el sufrimiento, y solo eso ya vale la pena.
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