Pasivamente y sin sobresaltos, nuestra cultura abraza la tecnología y ve cómo su propia inteligencia y su capacidad de atención se van perdiendo de manera acelerada. Las señales están en todos lados, pero nuestras facultades para notar esto son cada vez menos.
Por Emilio Novis
Pijamasurf
03/21/2024
Cada semana uno encuentra en un diario de más o menos cierta reputación un intelectual que despotrica en contra de la inteligencia de nuestra era, la enajenación de la cultura digital y el deterioro de las capacidades de los estudiantes. Hoy me encuentro con este fragmento en Letras Libres del escritor Enrique Serna:
“La novela no va a morir porque ningún otro género literario o audiovisual puede decir lo que dice la novela. La introspección a la que puedes llegar por medio de la novela no la tiene el teatro ni el cine, no la tiene ningún otro medio. Por ese motivo va a sobrevivir. ¿Con cuánto público? Eso sí no lo sé. Hay un embrutecimiento colectivo que va avanzando de una manera terrible. Las redes sociales han provocado que la gente tenga una cultura muy fragmentada, que se disperse mucho la atención. Yo dejé las redes sociales porque me di cuenta de que me estaba enviciando con bobadas. No tengo la capacidad mental para absorber toda esa información. Necesito estar concentrado en lo que hago”.
Hace unos días escuchaba una conversación entre dos de los más grandes intelectuales que participan en la esfera pública en nuestra era degenerada: el teólogo David Bentley Hart y el psiquiatra, neurocientífico y filósofo Iain McGilchrist. Se lamentaban de la condición actual de los estudiantes y en general de una pérdida colectiva de la capacidad de la atención profunda. McGilchrist notablemente ha mostrado cómo en nuestra era el énfasis en el modo de atención del hemisferio izquierdo, que siempre busca cerrarse sobre un objeto, que no tolera la metáfora y el símbolo, que requiere de una explicación supuestamente racional y explícita para todo y que ve las cosas como entidades discretas, fragmentadas y sin conexión a la totalidad, ha creado una crisis de sentido en la modernidad.
Este modo de atención modifica nuestra imagen del mundo. Ahora lo vemos como una máquina. Más aun, nosotros mismos empezamos a considerarnos máquinas inferiores que dan a luz una máquina superior. David Bentley Hart contaba su experiencia dando clases a estudiantes de licenciatura:
“Creo que esto no solo está en la tecnología, sino la cultura en general, que se vuelve un motor incesante de distracción tras distracción, que nos incapacita. Cuando yo era universitario, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, usábamos cuadernos azules para los exámenes. En un examen de tres horas llenarías tres o cuatro de estos cuadernos. Ahora, pueden pasar tres horas y recibes de vuelta un cuaderno en el que, como mucho, se han llenado dos o tres páginas con fragmentos. Te das cuenta de que los estudiantes, en cierto sentido sin culpa propia, han sido hechos cómplices de su propia estupidización, porque estos dispositivos son tan fascinantes y seductores. Pero no son capaces de comprender lo que leen de manera continua o de pensar continuamente con ello. Y en algún nivel, no creo que sean conscientes de lo que les falta, que realmente casi todo”.
Todo esto se repite tanto que llega a ser aburrido. Algunos podrían pensar que se trata de una reacción atávica de los viejos conservadores que no comprenden los cambios actuales y miran con nostalgia un pasado más ilustrado. O que la inteligencia se adapta y modifica, y no se pierde nada realmente esencial. ¿Qué importan que no podamos escribir como antes o albergar en la memoria pasajes de libros antiguos?
Esto es lo que les gustaría pensar a los que quieren seguir con su vida sin sobresaltos. Y es esperable y comprensible que los jóvenes no quieren dar demasiadas vueltas sobre esto. Sus prospectos económicos y ecológicos ya son demasiado oscuros. Pero no hay manera de negarlo y los mismos jóvenes lo saben. Pues ellos viven de manera más directa los efectos psicopatológicos del exceso de tiempo de pantalla; ellos saben que sus amigos están deprimidos, ansiosos y la vida parece no tener mucho sentido.
Hace ya ocho años en este sitio se publicaba una nota sobre una llamada «Era de la ignorancia». En ese caso, a partir de los comentarios del escritor Charles Simic:
“Hemos necesitado muchos años de indiferencia y estupidez para hacernos tan ignorantes como somos hoy. Cualquiera que haya enseñado en una universidad los últimos 40 años, como yo lo he hecho, puede decirte que los estudiantes que salen de la preparatoria cada año saben menos. Primero fue desconcertante, pero ya no sorprende a ningún instructor universitario que los amables y entusiastas jóvenes que se enrolan en las clases no tienen la habilidad de retener la mayoría del material que se enseña”.
Y al mismo tiempo se hablaba de la renuncia del escritor Terry Eagleton a su plaza en la Universidad de Oxford, con una carta en la que denunciaba cómo estas universidades supuestamente élite se comportaban como voraces corporaciones de Wall Street, sin ninguna orientación humanista. La educación era meramente una manera de ganar dinero, y el servicio que se ofrecía a cambio era simplemente enseñar a ganar dinero a los estudiantes. Por supuesto estos son ejemplos anecdóticos. Intelectuales de mucho más cepa han denunciado un deterioro progresivo desde Spengler, Heidegger, Wittgenstein -y antes Blake o Hölderlin- y muchos otros, casi siempre en respuesta a sus observaciones de los efectos de la tecnología y la secularidad. La muerte de Dios es también de alguna manera la muerte de la cultura, pues la religión era el sustento y la inspiración de la cultura humanista.
Muchas cosas han pasado en los últimos años, entre ellas la pandemia, TikTok, Chat GPT, la explosión de los sitios de streaming y la continua desarticulación de los núcleos familiares y el desplazamiento de las humanidades en las universidades y del arte y la filosofía en la esfera pública. Esto último es también un factor en el hecho de que, en Gran Bretaña el 89% de los jóvenes de 16-29 años siente que la vida no tiene propósito alguno. Cifras similares se encuentran en países como Francia o Suecia, supuestamente los más avanzados, y racionales.
Por más que uno logre motivarse por un momento viendo imágenes en Instagram o en TikTok de influencers -deseando ser como ellos, tener una vida llena de viajes y productos de lujo o una novia o un novio con un cuerpo similar- esta motivación no tiene una base duradera que permita navegar las vicisitudes de la vida sin desplomarse, pues está sustentada en puras gratificaciones inmediatas, en placeres y logros materiales evanescentes. El sentido, el significado y el propósito solo provienen de dos cosas: la familia (o las relaciones íntimas, profundas, incondicionales) y la alta cultura (religión, arte y filosofía), que nos permite entender la vida de una manera espiritual, ética y estética. Y en realidad para tener una vida realmente plena se necesitan las dos, aunque una sola puede ser suficiente para algunos.
La situación es realmente inquietante, pero la vida sigue. Ahora la inteligencia artificial nos permite maquillar aún más nuestro declive cognitivo. Ya no solo podemos ocultar que no tenemos buena ortografía o que nuestro léxico es limitado, ahora podemos incluso ocultar que hemos perdido la chispa creativa de la imaginación y el planteamiento de ideas. Por supuesto, los resultados de esto no serán más que mediocres. Pero en una era tan decadente, la mediocridad intelectual, combinada con un poco de marketing, te puede llevar lejos.
Yuval Noah Harari, el intelectual de cabecera de Silicon Valley y su visión tecnosolucionista, decía en una entrevista que hoy en día no sabemos qué enseñarles a los jóvenes que les vaya a servir en 20 años. Y esto es justo el problema: no que no sepamos qué ensñarles sino que creemos con Harari, que el conocimiento, como era entendido hasta hace poco, es obsoleto. Aceptamos que la tecnología venga a perturbar todas nuestras ideas y que lo únicoimportante que debemos saber es qué hacer para ganar dinero.. En verdad lo que hay que enseñarles es los mismo de siempre: un dominio de los clásicos, de la literatura y la filosofía, y de las enseñanzas ética y contemplativas de las grandes tradiciones religiosas. Asimismo, ya que no debemos ser ingenuos, también es obviamente impotante enseñarles a manejar el estrés y las emociones y a hacer las cosas con sus propias manos, a cultivar alimentos y a construir. Estas cosas son perennes.
Pero cabe enfatizar aquí el tema de la lectura y el contacto con la herencia intelectual de una cultural, las otras raíces de lo que somos. Umberto Eco decía que la lectura es la inmortalidad hacia atrás. Y lo es por dos razones. Una es la que Eco señala: las grandes mentes de la humanidad viven en los libros y podemos recorrer el tiempo hacia los orígenes de la civilización en los libros La otra es que ese conocimiento que ha sido sancionado y preservado por la tradición contiene una especie de posibilidad de inmortalidad, simbólica y quizá real. En las enseñanzas del pasado yace el misterio de la vida que debemos actualizar en el presente.