En el Luna Park se produjo el pasado 7 de mayo un acto de grandes proporciones. El Estado de Israel tiraba la casa por la ventana. 60 años no se cumplen todos los días. Un gran operativo de tránsito y de control.
Por Luis E. Sabini Fernandez
luigi14@gmail.com
Fácilmente comprensibles. El de tránsito a cargo de la policía y el de control, combinado de la policía con la seguridad propia de los organizadores, aunque no estuviera del todo claro quiénes eran los organizadores.
Había estado un rato antes, en el acto de recordación que palestinos y árabes habían realizado conmemorando precisamente los 60 años de la tragedia que denominan Nakhba. La Catástrofe. Allí, en Corrientes y Florida, centenares de palestinos y afines reunidos hablaban con dolor y rabia del avasallamiento y el despojo, y sobre todo el silencio cómplice de “el mundo” ante hechos que, realizados por cualquier otro estado que no fuera Israel habría levantado montañas de indignación. Salvo que los hubiera hecho EE.UU.: los comportamientos de estos dos estado resultan cada vez más indiscernibles.
Me acerco hasta las barreras del Luna, muestro mi carnet de periodista y cordialmente me señalan que no puedo entrar por ese control, que vaya a Alem. Voy a Alem y me señalan que no es en ésa la esquina para la prensa, que me corra hasta Lavalle. Allí me preguntan a la vez guardias israelíes y policías federales qué busco. Otra vez el carnet y ahora me derivan a un cuarto control, en Alem y Tucumán. Allí muestro el carnet, me piden un documento de identidad, los cotejan lenta y cuidadosamente, me piden revisar la mochila, lo hacen bolsillo por bolsillo. Finalmente paso, guardo toda la documentación porque creo estar ya dentro del vedado, pero hay otra valla, otro control, otro grupo ahora sólo de civiles.
Vuelven las preguntas. Fue un interrogatorio duro. Como se trata al “enemigo”. Como la policía trata al que ya “sabe” que es delincuente. Como hacían los nazis con los que no pertenecían… a la raza. Como se mira al que es de otra especie, de otro bando, de otro mundo.
Con una desconfianza radical. Otra vez me pidieron las credenciales y la identificación y como yo andaba buscándolas porque ya las había guardado, el que llevaba la voz cantante medio quiso apurarme diciendo que las mostrara de una vez y tuve que explicarle que justo me las habían pedido cien metros atrás, que las había guardado y no me acordaba dónde…
Se las di, me revisaron ocularmente una vez más el bolso, preguntando qué contenía. Poniendo los ojos chiquitos como hacen los “malos” en una policial yanqui clase B y echándose hacia atrás, el fulano que retenía mis documentos me quiso ir sonsacando: –¿periodista de qué, de dónde, de qué medio? –¿cómo se enteró?, –¿pertenece a la comunidad?, –¿estuvo en algún otro acto?, –¿estuvo antes en actos de la comunidad? Luego del ametrallamiento de preguntas, llamó a un veterano del MOSSAD y le dijo: “–tomá nota de sus datos” y le extendió mis credenciales y la cédula de identidad. El fulano, que apenas hablaba castellano, apuntó deletreando trabajosamente mi nombre y apellido y el domicilio y finalmente me devolvió los documentos que había estado observando del derecho y del revés.
Una sensación nauseosa. De que estos tipos están absolutamente separados de lo que no son ellos mismos. El abismo se siente. Lastima el maltrato.
Un transeúnte, intrigado por el paso cortado le había preguntado, en los vallados de Alem, a un guarda, mientras yo esperaba dictamen en uno de mis tantos puestos de control: -¿qué pasa, por qué no se puede cruzar? “Hay un acto por la paz”, le contestó el joven sionista.
Cuando llegué al edificio propiamente dicho, le pregunté a una chica dónde conseguir el programa que tenía en su mano. Me dijo que lo conseguían sólo quienes tienen asiento reservado pero que uno se apiadó con ella y por eso lo consiguió. Está en hebreo y castellano. Le pregunté a la joven que significa lo que parece ser el título: “60 años de la independencia”, me dijo. Y me acordé de “la paz” con que el guarda había titulado el mismo acontecimiento. El oportunismo enmascara la realidad con diversos disfraces.
Es para tener en cuenta la adicción por la paz de los imperios; la Pax Romana, la Pax Britannica, la Pax American. Si vis pacem para bellum. Un viejo y conocido latinajo: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”. Pero se le podría agregar con justicia una enmienda: “Si quieres o vives de la guerra, invoca la paz”.
La denominación “sesenta años de independencia” también tiene sus bemoles. En todo caso, una mezcla sui generis de independencia y conquista. Israel no es como Ghana, Irak o Paraguay; una colonia que se independizara. En todo caso, procurando la mayor neutralidad, “fundación del estado israelí”. Y si habláramos con cierta continuidad histórica, se podría recordar en el 2008 los 91 años del Hogar Judío que el colonialismo británico le otorgó a algunos judíos prominentes como “derecho” para establecerse en Palestina/Israel.
La conmemoración no se refiere a la convención de la ONU de 1947 mediante la cual se decidió, sin tomar para nada en cuenta el parecer de sus pobladores árabes palestinos (la mayoría), la partición de Palestina (56% para Israel, 43 % para Palestina, 1% para Jerusalén internacionalizado). Recuerda en cambio, la derrota de los ejércitos árabes que no habían aceptado la formación del estado israelí. Mucho más ventajoso ese momento, porque con esa guerra, el territorio israelí pasó del 56% inicial al 78%. Por eso entiendo que es un mezcla de independencia y conquista. Y por eso, la autocalificación de algunos grupos sionistas “de izquierda”, como “movimiento de liberación nacional” confunde los hechos: no hubo una población judía colonizada que luchara por su independencia. Las atrocidades nazis contra los judíos dieron una justificación psicológica al sueño sionista, porque entre judíos perseguidos hubo quienes nucleados en el sionismo, optaron por establecerse en tierra ajena, con el fundamento bíblico e histórico de que en algún momento había sido tierra propia (pero el interregno había sido milenario, con lo cual todo se complica; ya no se trata de recuperar un territorio usurpado mediante la reconquista contra quienes los habían despojado). En realidad, allí vivían otros despojados que tuvieron que sufrir las consecuencias de una guerra librada entre Israel y algunas jefaturas árabes luego de haber sido arrancados de su tierra ancestral.
Todo de blanco. El color de la pureza. El color dominante en el acto. El blanco. La blancura. No pude menos que recordar el culto a la luminosidad de los nazis en la década de los ’30. Ellos también encarnaban algo puro. Es decir, la simbología nazi postulaba la belleza, la salud, en aquellos desfiles de hombres y mujeres vestidos de blanco, gimnastas. Los que aparecen en las documentales de L. Riefenstahl. Que no eran sino la contracara y la fachada de un proyecto político superautoritario, que hacía un uso intensísimo de la oscuridad en mazmorras para doblegar y eliminar lo disidente.
Las banderas celestes y blancas. Como estaban recogidas no pude ver si eran argentinas o israelíes. Tal vez aquellas con asta terminada en chuza fueran argentinas y las terminadas con la Estrella de David, israelíes, pero no pude saberlo.
No me quedé a toda la celebración. Desde mi muy periférica ubicación apenas si oía. Escuché, con mucha dificultad, al primer orador, un veterano que repasó la etapa “heroica” del establecimiento sionista, la vida esforzada y espartana. Su mirada, como la de todo colonialismo, ignoraba radicalmente lo que estaba antes, los que estaban de antes, los transferidos, los avasallados, los matados. Pero ¿cómo hacer un mundo sin “el otro”? diría Martin Buber…
Es patético el esfuerzo de la pureza, el endiosamiento de algunas entidades. Siempre pienso en una observación de Blas Pascal, transmitida por uno de mis inolvidables profesores, Mario Sambarino: “El hombre es mitad ángel, mitad bestia. Y cada vez que procura transformarse totalmente en ángel, se convierte totalmente en bestia.”
Indudablemente, el socialismo fue un intento de transformarnos en ángeles, implantando el paraíso en la Tierra. El socialismo nacional, mal traducido como nacional-socialismo, y simplificado como nazismo, también. Por cierto este atroz mecanismo mental no comenzó con el socialismo. También EE.UU. se forjó como tierra de salvación, tierra única, utopía del mundo nuevo, que arrancó proclamando la igualdad absoluta en el género humano mediante la abolición de los títulos nobiliarios mientras negaba ciudadanía y derechos a los nativoamericanos (1) porque no estaban integrados a la “Unión”, “no pagaban impuestos”. Y negaban esa tan proclamada igualdad también a los afros transportados a la fuerza y en condición de esclavos a la “Unión”. ¿De qué “género humano” hablaban?
La América “Latina” es otra cadena de humanidades excluidas, y el sionismo otro trágico eslabón en ese cadena de atrocidades. De establecimientos puros, de “focos de civilización” contra la barbarie. Recordemos las escalofriantes palabras del mismísimo fundador del sionismo, Theodor Herzl: “Para Europa formaríamos allí [en Palestina] parte integrante del baluarte contra el Asia: constituiríamos la vanguardia de la cultura contra la barbarie.” El pensamiento motriz del colonialismo: la justificación de toda apropiación, de todo avasallamiento, de todo asesinato en la lucha de la civilización contra “la barbarie”. Un Sarmiento redivivo.
La pregunta que me queda retumbando es: ¿por qué se separan tanto de lo demás, es decir de los demás? ¿Cómo pueden sentirse tan ajenos al resto de humanidad? ¿Por qué todo lo demás tiene que ser (y ser tratado como) enemigo? Entiendo perfectamente el mecanismo de defensa por las atrocidades ejercidas por el antisemitismo. Entiendo perfectamente una “neurosis de destino” con lo vivido a manos del nazismo y antes, a manos de tantas autocracias como el zarismo. Entiendo incluso una actitud de mucha desconfianza por los atroces y asesinos atentados habidos en Argentina, en la embajada israelí y en la AMIA. Con mi escasez de conocimiento, las considero de los peores atentatos contra las colectividades judías después de 1945 en el mundo entero. En Europa, por ejemplo, desde 1945 se ha debilitado mucho ese vénero antisemita, subsiste pero como fenómeno residual.
En las zonas privilegiadas del planeta, al menos las occidentales, han ido creciendo, en cambio, otros racismos generadores de otros “anti”: un antiarabismo, por ejemplo, el ya clásico y siempre usable racismo contra los afro-negros y un antiislamismo más racial que religioso (aunque también religioso).
Pero en Occidente, el antisemitismo está en franco retroceso. Por eso es tan chocante la actitud de desconfianza generalizada desde el sionismo hacia “el resto del mundo”.
No atinamos con una explicación satisfactoria a ese deliberado exclusivismo. No sabemos si proviene de la propia ideología sionista, que tanto ha puesto el acento en la noción de “pueblo elegido”, noción racista de las más “perfectas”.
O si se trata de una suerte de sindrome de Estocolmo que habría provocado una identificación con el victimario, y el sionismo organizado estaría cumpliendo una metamorfosis que lo vaya acercando al nazismo.
Israel se ha ido convirtiendo en uno de los principales poderes nucleares del planeta. En uno de los principales exportadores de armas del planeta. En uno de los principales exportadores de instructores para la represión y la tortura a los más diversos lugares del planeta. Todo eso junto a la identificación cada vez mayor con EE.UU. que ejerce un imperio cada vez más discrecional en el mundo entero, que está regando de bases militares los siete mares, que va extendiendo su política de violación sistemática de los derechos humanos a más y más humanidad, no puede sino atestiguar un proceso de creciente abuso y represión.
Nos parece irrelevante si eso merece el nombre de nazificación o americanisation.
Lo que sí vemos es que EE.UU. e Israel son los dos únicos estados que han legislado públicamente a favor de la tortura (que muchos otros estados, ciertamente, aplican sin confesar), que son los dos únicos estados en cuyos parlamentos se discute y menciona con descaro, a quienes hay que condenar a muerte según los intereses políticos dominantes (otra vez: el asesinato político no es exclusivo de tales estados, pero en otras partes, no tienen más remedio que ocultarlo; lo que preocupa no es la exclusividad ante tan aberrantes y condenables actos sino el desparpajo de que gozan políticos que puedan mencionarlo públicamente sin merecer con ello la repulsa pública (ni desde dentro ni desde fuera de fronteras, por otra parte).
El Estado de Israel coarta la vida cotidiana y la sobrevida de palestinos desde hace años, cada vez peor, apretando todos los resortes de una sociedad para que estalle en pedazos, con una racionalidad escalofriante, bombardeando puertos, aeropuertos, usinas, fuentes energéticas, archivos, bibliotecas, bloqueando alimentos, medicamentos, agua (que se otorga una vez por semana), combustibles, talando cultivos, impidiendo a barcos pescadores que se alejen de la costa tras un cardumen, baleando a quienes se acercan a los basureros a rescatar algo dado el estado de indefensión, hambre y vicisitudes que pasa la población.
Existe consecuentemente un proceso de encanallamiento creciente que se expresara, por ejemplo, en los saludos que alegremente niños y niñas israelíes rubricaran en bombas que iban a caer en población civil (palestina o libanesa) o, como lo expresa el dolido e indignado testimonio del periodista italiano Genaro Carotenuto que no podía entender cómo se puede llegar a impedir el acceso al agua a niños sedientos del lado palestino mientras que a pocos cientos de metros la población israelí la usaba o dilapidaba en piscinas y lavados de autos.
Hay una terrible explicación para semejante pérdida de “el otro” que formula un sionista desengañado, Avraham Burg: él sostiene que la sociedad israelí ha ido perdiendo la compasión. La compasión es un senti-miento muy profundo, instransferible, que tiene que ver precisamente con el otro, con el “tú” de Martin Buber. Burg sostiene que esa pérdida es tan radical que afecta a los mismos judíos israelíes entre sí.
Los nazis no eran compasivos, los marines no lo son ni pueden serlo (por eso existen suicidios, p. ej.). Por lo mismo, existen los refuseñik.
Si observamos que la invisibilizaciòn de lo palestino implica la invisibilización de los comportamientos que acabamos de reseñar, el resultado es que el aniversario festejado aquí en Buenos Aires, o en todo el Estado de Israel, constituye un homenaje a la fuerza, al despotismo, que ha logrado sentirse satisfecho de sí mismo.
Nada más lejos de la idiosincrasia clásica del pueblo judío, a menudo segregado, a menudo perseguido, aunque muchas veces también amparado dentro de los pliegues del comercio, las profesiones liberales y la banca. La instauración del estado israelí parece haber metamorfoseado la mentalidad dominante, a través de los mismos pasos cumplidos: el desalojo de millones de palestinos pero también la matanza de algunos miles.
Y el sionismo y su estado, nutrido desde al principio por una clara minoría dentro de la comunidad judía pasó sin embargo a ser mayoría tras la política genocida del nazismo que precipitó a muchos judíos dentro de la organización sionista.
Paradójicamente y con o sin sindrome de Estocolmo, el sionismo puede “agradecer” al nazismo su enorme fortalecimiento dentro de la judería internacional.
Los 60 años de la Nakhba palestina, de la fundación del estado israelí, no pueden ser considerados, de la paz. ¿De qué paz? Hay demasiada sangre inocente inmolada en ese proyecto.
Afortunadamente, son varias las voces judías que lo advierten. Desde hace ya mucho tiempo, diversos pensadores judíos han temido ese posible acercamiento sionismo-nazismo, esa posible negación del judaísmo mediante el sionismo. Un rabino extraordinariamente lúcido, Yeshayahu Leibovitz, hace un tiempo fallecido, temía y condenaba al sionismo precisamente por esa ominosa potencialidad. Muchos pensadores judíos han visto en el desarrollo sionista, cumplido siempre al amparo de grandes poderes políticos y económicos, un desarrollo potencialmente temible.
Tanto es así, que en el mismo día en que el Estado de Israel proclamaba su fiesta de los 60 años en el Luna Park, llegaba a las librerías porteñas un libro de Yakov Rabkin, un rabino de origen canadiense, declaradamente antisionista. Más aún: dedicado a fundamentar la incompatibilidad entre judaísmo y sionismo; “narra la historia de la oposición del judaísmo al movimiento sionista”.
Rabkin nos recuerda el repudio que desde el sionismo se le dispensó en su momento a Hannah Arendt, quien siendo inicialmente sionista, como tantos otros judíos, abandona esa posición. Como le pasara a Israel Shahak, a quien se le acaba de traducir y publicar, aquí en Buenos Aires, un libro sobrecogedor de denuncia contra el Estado de Israel.
Rabkin nos revela algo de la mentalidad sionista: no aceptaron discutir con Arendt. ‘Están con nosotros o contra nosotros.’ Tal actitud es la que reconocimos, hace décadas en el franquismo, en el nazismo. Tal es exactamente la disyuntiva que nos plantea hoy en día la barbarie bushiana. Dicho esto, con disculpas a los bárbaros. No hay matices, no hay verdades relativas; hay un absolutismo mental.
Es lo que da miedo. Desagrado, asco. Pero es también lo que despierta la resistencia. Rabkin no está solo.
nota:
1) Y ciertamente, la vida, salvo a los encerrados en las indian reservations, que fueron los bantustanes del s. XIX; ni siquiera en sus atrocidades fueron originales los sudafricanos blancos, que han constituido uno de los principales aliados que ha tenido el Estado de Israel en su historia y fuente de inspiración de la “bantustanización” de los territorios palestinos.
Publicado en revista Futuros nº12, primavera-verano 2008, Río de la Plata. https://revistafuturos.noblogs.org