“No podrán controlarte por completo, porque no pueden estar dentro tuyo”, decía animada Julia a Winston, en medio del totalitarismo de 1984. Más de veinte años después del imaginado por Orwell, poco margen parece haber quedado para esa ínfima pero amenazante “libertad interior”. El viejo escenario en el que unos pocos vigilan el comportamiento de muchos ha dejado de ser funcional a un mundo en el que, alentadas por el espectáculo del consumo, las sociedades aprenden a internalizar los mecanismos de control.
Por revista La Brumaria
Como un canto de sirenas, el poder pone en circulación un discurso que promete la desaparición de la escasez e incita a entrar en el simulacro de una fiesta capitalista en la que tanto trabajadores como patrones serían anfitriones. Para asegurar la efectividad de esta falacia, existe además un ejército de administradores de la conciencia que se encarga de implantarla en la subjetividad de cada asalariado. Son los encargados de procesar conflictos, aguar tensiones, diluir reclamos. Guardianes del dominio, los Formateadores operan sobre el más mínimo vestigio de resistencia, buscando convertir a cada individuo en cifra, contraseña, dato almacenable.
”Los tipos se desquitan”
Con una enorme sonrisa y a paso apresurado, Hernán Salas entra al kiosco-bar de San Juan y Paso, donde lo esperábamos. No nos conoce pero se lo ve confiado. Seguramente Salas piensa (sigue pensando) que efectivamente vemos las cosas del mismo modo.”Déjenme tomar una Coca antes de empezar porque estoy muerto”, dice en un tono que revela cansancio. Y no es para menos: viene de jugar un partido de fútbol bastante agotador. “¿Ven acá?”, dice señalando unos moretones y lastimaduras. “Es que estamos jugando el campeonato que organizamos en la empresa”, explica. ”Los obreros siempre nos cagan a patadas. Los tipos se desquitan”.
Entre coca y coca, Hernán admite que su tarea no es sencilla. Para él, que trabaja en el departamento de Recursos Humanos de la empresa CONUAR (Combustibles Nucleares Argentinos SA), “es difícil romper la barreras rígidas que están metidas en la sociedad. Es difícil sacarle al empleado la idea de que la empresa lo quiere cagar. Para eso estamos nosotros, para quebrar la estrechez mental que te hace pensar que siempre alguien te quiere joder, que te quieren usar para su propio beneficio. El empleado tiene que entender que la empresa es un equipo y que tiramos todos para el mismo lado”.
”Hay que venderles nuestra filosofía”
“La tarea de Recursos Humanos implica romper con todos los estatutos”, dijo con la solvencia de quién parece estar convencido de cada palabra. Y agregó: “Hay que romper con el panóptico del que hablaba Foucault”. Nuestro asombro era máximo. Entre todos los comentarios esperables no cabía lugar para una respuesta de ese tipo (mucho menos viniendo de ese tipo). “¿Leen Foucault?”, nos lanzamos como quién se arroja sediento a un pozo con agua. “Si, claro”, contesta entusiasmado. “Sirve mucho para pensar como romper con el viejo sistema de control”, dice entre sorbos de Coca. “Con el panóptico el empleado siente que lo están mirando aunque no lo estén mirando, se siente vigilado. Entonces el tipo trabaja mal, porque está presionado, siente que su trabajo es algo que no le gusta y que tiene que hacer por obligación”, dice con tono de especialista. “¿Y cómo quiebran con ese panóptico?”, preguntamos como si nuestro interlocutor fuese un idealista de la liberación humana. “Cuando el empleado deja de creer que hay alguien que lo vigila y empieza a pensar que lo que hace es para su propio beneficio, no para el de otro. Así se trabaja mejor, se produce mejor”.
Había capturado la hilacha del asunto: la vieja empresa en la que el jefe implicaba un mecanismo de control externo, comienza a ser reemplazada por una en la que, armados de conocimiento sobre el funcionamiento social, un grupo de expertos se encarga de hacer que la vigilancia esté incorporada en la mente de cada empleado. “Cuando hay un compromiso con la empresa, la gente pierde la noción de que está trabajando una hora más de la que dice el contrato, porque ya no trabaja por obligación, sino que lo hace porque piensa que es para su propio beneficio”, dice Hernán sonriente. Sus palabras revelaban el verdadero objetivo de su tarea: lograr una mayor producción con la menor cantidad de conflictos posibles.
El trabajo de “adecuar” personas.
”La psicología sirve para pensar cómo hacer que el empleado actúe como yo quiero”. Hernán Salas
“El nuestro es todo un trabajo psicológico”, dice Hernán. Tiene apenas 25 años, pero sabe perfectamente que si el conflicto entre trabajadores y patrones no fuera real, su tarea cotidiana no sería la de llevar adelante una verdadera labor de manipulación, o lo que en lenguaje gerencial se denomina marketing dentro de la empresa: fiestas de fin de año, torneos de fútbol o cualquier otra simulación de unión que permita suavizar asperezas al interior de la empresa. “Es para estimular al personal”, explica, “en ese momento el empleado deja de pensar en la distancia que lo separa del gerente”. Lo dice con la certeza de un matemático, pero sus lesiones futbolísticas muestran que ninguna técnica es tan efectiva. “Adentro de la fábrica todo funciona como en la teoría, pero en la cancha se nota que los tipos siguen pensando que sos un garca”, se sincera.
Sus ojos se encienden a medida que avanza el relato, y detrás de las anécdotas, asoma una sonrisa sospechosa. Algo en su mirada revela placer. “Los tipos nunca se olvidan de que sos de Recursos Humanos”, dice con una mueca de yuppie.
El lapsus no dura mucho y rápidamente retoma el eje de su discurso. “Es toda una mentalidad muy estrecha la que hay que quebrar, y no es fácil”, dice ocultando el desliz. “Pero existen técnicas que ayudan a romper con esos límites”. Se trata de la puesta en marcha de lo que él llama procesos de motivación, que implican la exploración de mecanismos que impulsen al trabajador a “moverse” hacia un objetivo. “Lo que se busca es que fluyan psicológicamente del propio trabajador las ganas de decir: me gusta este empleo y voy a seguir para adelante, voy a seguir trabajando porque me gusta”.
El formateo comienza desde el mismo proceso de selección, buscando ahorrarle a la empresa cualquier “dolor de cabeza”. “Las herramientas psicológicas ayudan a ver qué valores tiene la persona. Si esos valores se adecuan a los de la empresa, a vos te conviene”, dice con un gesto de complicidad. Sus palabras revelan la fórmula: el empleado que ingresa a la fábrica es aquel que sobrevivió ileso al “detector de resistencias” al que fue conectado durante el proceso de selección. Varios años después de Darwin, los formateadores confirman la supervivencia del más apto de la forma más paradójica: aquel que sobrevive es el que menos resiste, el que carece de defensas, el más “adecuado”, en suma, a la lógica de la acumulación.
La empresa protectora
Al igual que el señor feudal ofrecía seguridad a sus siervos, la nueva empresa se presenta como tutora, amparadora, benevolente. Lo que pide a cambio es nada menos que lo que demanda un padre a su hijo: fidelidad y entrega absoluta. “Si al empleado lo escuchás, le das beneficios y le vendés la idea de que va a poder escalar, te va a producir mucho más, porque va a pensar que cuanto más trabaja más prospera”, dice Hernán. Hace un tiempo atrás su empresa puso en marcha una política de paternidad destinada a lograr este objetivo: se organizó un concurso llamado “comentá tus ideas”, que buscaba que el empleado hiciera sugerencias para el mejor funcionamiento de la compañía. “Las ideas que aportaron le hicieron ganar a la empresa cerca de dos millones de pesos”, comenta entusiasmado. “Entonces a fin de año el empleado que aportó la mejor idea se va a llevar un premio de hasta diez mil pesos”, explica. El saldo para la empresa es más que beneficioso, ya que logra ligar emocionalmente al personal con la organización. “¿Querés estudiar inglés? Te hacemos estudiar inglés, la empresa se hace cargo. ¿Querés comprarte una casa? La hipoteca de tu casa te la pagamos nosotros”. El discurso patronal se vuelve así paternal, y como un chico ansioso por devolver una imagen deseable a los ojos de la autoridad, el empleado se esmerará ahora por saldar su deuda trabajando más y mejor.
Perros de Pavlov
”Hay infinidad de formas para hacer que el empleado se ponga la camiseta de la empresa” Lalo Huber
¿Por qué será que los perros empiezan a salivar cuando tienen en frente la comida? ¿Por qué será que los trabajadores producen más cuando se les ofrece un premio? Para los formateadores, una de las herramientas de motivación por excelencia es el otorgamiento de beneficios. “No se trata de que los empleados trabajen sólo porque se les paga, sino de que lo hagan fundamentalmente por un compromiso con la organización”, explica Lalo Huber, profesor de la facultad de Ciencias Económicas de la UBA, la UCA y El Salvador, y director de una importante empresa de informática. Para este experto formateador, el primer paso a seguir en el proceso de motivación es la creación de una lista de comportamientos que se pretende que el personal adopte (iniciativa, creatividad, puntualidad, etc). El paso siguiente consiste en premiar esos comportamientos. “Si yo quiero puntualidad, tengo que premiar a los puntuales, aunque más no sea un simple comentario halagatorio, o la posibilidad de acceso a una capacitación”, explica. Los jugosos premios ofrecidos por la empresa pueden ser desde seguros médicos privados, medios de transporte o planes de pensiones, hasta reconocimientos públicos de valor simbólico: un mail del jefe, una felicitación verbal frente al resto de los empleados o los famosos cuadritos del empleado del mes.
Como ratitas de laboratorio, los trabajadores son sometidos a un proceso de estímulo- respuesta, premios y castigos. El resultado es una mayor productividad, un quiebre de lazos de solidaridad entre los propios trabajadores (inducido a partir de un ambiente en el que todos quieren ser “el favorito”) y un plus adicional para el empresario, quién detrás del reality show de los premios, se evita el pago de cargas sociales (jubilación, vacaciones, cobertura médica, etc).
”Me están parando la planta”
Los grandes procesos de sindicalización de la clase trabajadora, sobre cuyos escombros se monta la nueva organización productiva, no parecen haber transcurrido en vano. Las empresas aprendieron una lección: el trabajo no debe ser visto por el empleado como lo que es, una actividad obligatoria que se realiza para obtener un salario con el cual satisfacer necesidades, sino que debe ser percibido como una forma de autorrealización, de alcanzar objetivos e ideales, de sentirse, en suma, feliz. Este simulacro implica no sólo una estrategia hacia una mayor productividad, sino también un antídoto contra la amenaza siempre latente de la organización gremial de los trabajadores. Si la tarea fuese sencilla, el departamento de Recursos Humanos no se habría convertido en un brazo fundamental de la nueva estructuración laboral.
“En una empresa de producción tenés que cuidar el capital humano, porque es fuerza de trabajo que viene con ciertas complicaciones, como los gremios, los sindicatos”, dice Hernán. Una de las mayores dificultades que recuerda haber vivido en la empresa fue cuando uno de sus colegas olvidó poner el ítem “cuenta de futuros aumentos” en el sueldo de los empleados, lo que significaba una quita de doscientos pesos al salario básico. A mitad de mañana todos los jefes de producción estaban parando la planta. “Tuvimos que salir de Recursos Humanos a la planta, ir al de los gremios y decir: muchachos, fue una equivocación humana, no les vamos a sacar del sueldo los doscientos pesos”. La aclaración consiguió volver a poner en marcha la producción, pero no logró salvar el puesto de quien cometió el error.
“¿Y si me toca a mi?”
Luego de esta anécdota, Hernán decidió profundizar el relato. Pero esta vez el tono de la conversación sufrió un cambio notable. Pasó a hablar como un pibe de 25 años preocupado por su propia estabilidad laboral. Así, las explicaciones sobre cómo cuidar el capital humano mutaron hacia la historia del “chico que se equivocó y lo rajaron”. “Diego hacía mucho que trabajaba en la empresa, pero estuvo solo un año en Recursos Humanos. No tenía experiencia, entonces lo mandaron a hacer cursos de liquidación, lo capacitaron. Pero al tipo le costaba, se mandaba muchas cagadas”, explica. “Fue ahí cuando entré yo, como pasante. Y ahora yo ocupo su puesto”. Su tono era pausado y lánguido, como quién da extrañas vueltas para no transmitir una noticia dolorosa. Se produjo una pausa. “Yo no hice nada para que lo rajaran, ¿está bien? Tengo la conciencia tranquila”, expresó entre risas. Sus gestos, sin embargo, parecían hablar otro idioma. “¿Ven?”, dijo volviendo a mirarnos a los ojos. “Así funciona la psicología en la empresa. Me pusieron a trabajar al lado de Diego para que él sintiera la presión”. Hablaba como un maestro a su discípulo, pero cada palabra parecía pesarle una tonelada, y la rueda de la conversación fue extinguiéndose hasta quedar flotando en el aire un silencio molesto. “¿Y si ahora me ponen a mí un pasante?”, dijo con un hilo de voz y tomó rápidamente lo poco que quedaba de Coca.
Extraído del sumplemento Precario de la revista La Brumaria Nº2