El siglo XVII fue el siglo de las matemáticas, el XVIII el de la física y el XIX el de la biología. Nuestro siglo XX es el siglo del Miedo.
«Se me dirá que el miedo no es una ciencia. Sin embargo, la ciencia tiene una utilidad, aun cuando sus avances teóricos más recientes la hayan llevado a la propia negación y sus perfeccionamientos técnicos amenacen con destruir la Tierra entera. Si el miedo mismo no puede ser considerado como una ciencia, no hay duda de que sea entonces una técnica”, escribía Albert Camus en 1948. Por mi parte añadiría que desde entonces el miedo ha devenido, si no un Arte, un arte contemporáneo de la destrucción mutua asegurada, en todo caso sí una cultura dominante.
En efecto, desde los siglos XVIII y XIX, la historia ha conocido una escalada de los extremos en la cual Clausewitz se hizo el analista de la guerra. Este crescendo, que llegaría al equilibrio del terror entre el Este y el Oeste a lo largo del siglo xx, no se le ha dado su justo valor con relación a la paz, a esta paz de disuasión que hoy sostiene la cultura mediático-masiva en su totalidad.
De hecho, de un arte otrora sustancial caracterizado por la arquitectura, la música, la escultura y la pintura, la época postmoderna progresivamente ha derivado en un arte puramente accidental que la crisis de la arquitectura del mundo contemporáneo prácticamente ha hecho coincidir con la crisis de la música sinfónica. Estas derivaciones han acompañado el surgimiento prodigioso no sólo de la foto-cinematografía y de la radiofonía, sino sobre todo de la televisión (audiovisual), la cual finalmente ha subvertido todas las formas de la representación artística, gracias a esta repentina presentación en la que el tiempo real la sobrepone definitivamente al espacio real de las obras mayores, tanto de la literatura como de las artes plásticas.
Si, según Hegel, “la filosofía es una época puesta en ideas”, hay que decirlo: la idea fija del siglo XX ha sido la de la aceleración de la realidad y no sólo la de la historia, denunciada por Daniel Halévy en 1947.
Velocidad y política ayer, con el futurismo, el fascismo y el turbo-capitalismo del mercado único; de ahora en adelante, velocidad y cultura de masas. Si “el tiempo es oro”, la velocidad-luz de la ubicuidad mediática se ha convertido en el poder de atemorizar a las hordas subyugadas.
Al inicio mismo del siglo XXI la principal cuestión política no es la de la guerra fría y su debacle olvidada, sino la de la emergencia de este pánico frío donde el terrorismo, en todas sus formas, no es sino sólo uno de sus síntomas.
Igual que el terror incontrolable, el pánico es irracional, y su carácter tan a menudo colectivo revela claramente su propensión a devenir, tarde o temprano, un hecho social total.
Por su repetición (a menudo programada), los trastornos pánicos de una población se vinculan a los fenómenos de la expectación, a la ansiedad de una depresión frecuentemente embozada en los hábitos de la vida cotidiana. Lo que denomino “frío pánico” se relaciona con este horizonte de expectación de una angustia colectiva, en el cual uno se afana en esperar lo inesperado en un estado de neurosis que demerita toda vitalidad intersubjetiva y que desemboca fatalmente en un estado de disuasión civil, la joya lamentable de la disuasión militar entre las naciones.
“Obedecer a ojos cerrados es el comienzo del pánico”, constataba ya en 1953 Maurice Merleau-Ponty. “En este mundo donde el desmentido y las pasiones morosas tienen rango de certidumbre, uno lo que menos procura es mirar”.
Ilustraciones de Sergio Bordón
Enunciado por el fenomenólogo de la percepción, este atestado cobraba valor de advertencia en un periodo de la historia que se comprometía no con un minuto, ¡sino con un siglo de falta de atención!
Con la “teleobjetividad”, nuestros ojos no sólo quedan cerrados por la pantalla catódica, sino sobre todo porque ya no intentamos mirar, ver alrededor, ni siquiera frente a nosotros, sino únicamente allende el horizonte de las apariencias objetivas, y es esta fatal falta de atención lo que provoca la espera de lo inesperado; paradójica espera compuesta a la vez de la avaricia y de la ansiedad que el filósofo de lo visible llamaba pánico.
Pero este término compuesto trae consigo otra categoría de la época del discurso inaugural de Merleau-Ponty: la disuasión. Si el siglo XX es el siglo del miedo, lo es igualmente de la disuasión atómica que, en el transcurso de los años 1950-1960, instala esta técnica del “equilibrio del terror” y hace decir a Albert Camus: “El largo diálogo de los hombres se acaba de detener. Un hombre que no puede ser persuadido es un hombre que tiene miedo.”
Al abundar en esta evidencia, el futuro premio Nobel agrega: “Es así que al lado de gente que ha dejado de hablar, se instaló y se instala aún, una inmensa conspiración de silencio, aceptada por aquellos que tiemblan y provocada por esos otros interesados en suscitarla: no se debe hablar de la purga de los artistas en Rusia porque de ello se beneficiaría la reacción. Ya decía yo que el miedo es una técnica.”
Es así que a la mitad de un siglo impío, la técnica del pánico desembocaba en el arte de la disuasión, no sólo estratégica sino también política y cultural, entre el Este y el Oeste de un mundo amenazado de extinción. Ese “mundo donde el desmentido y las pasiones morosas tienen rango de certidumbre”, ese que algunos bien pensantes, junto con Sartre, llamaron “de compromiso”. El mundo del arte contemporáneo que desde el “realismo socialista” a su tiempo iría a derivar en esta “cultura pop” y en el realismo de un mercado del arte que señorea el comienzo del tercer milenio.
A final de cuentas, todo comenzó cuando los pintores abandonaron el estudio del motivo y acudieron a sus talleres como en la época del clasicismo académico.
Después del impresionismo o, más exactamente, después de la primera guerra mundial, el arte moderno fue enmarcado en el pánico que azoraba a la Europa expresionista y que, después del dadaísmo, vio surgir el surrealismo. Podríamos extender esta rápida valoración del desastre a la filosofía europea: el descrédito de la fenomenología, la desaparición de Husserl y el éxito del existencialismo, este período articulador que surgió entre las dos guerras mundiales y encontró su consagración en los años de 1950 antes evocados con el fin del diálogo entre los hombres y sobre todo con el olvido: la pérdida de la empatía no sólo respecto al otro, sino respecto de un entorno humano desertificado por la aniquilación de esas incursiones aéreas que, de Guernica a Hiroshima, pasando por Coventry, Dresden o Nagasaki, desorientaron nuestra visión del mundo; que extraviaron la percepción a posteriori que vinculaba, desde hace dos mil años, el conjunto de la cultura occidental.
Pero, además de esta “aeropolítica” de una exterminación masiva de ciudades que pondrá fin a la geopolítica continental –desprendimiento de retina de una cultura que ya anticipa la desterritorialización económica de la globalización–, se debe señalar también la repentina multiplicación, desde el siglo XIX con el progreso de la astronomía popular cara a Camille Flammarion, de los telescopios que habrían de prefigurar la modificación del punto de vista ocasionado por el surgimiento de la televisión doméstica, ella misma favorecida en el transcurso del siglo XX por el lanzamiento de los satélites de comunicación.
Ver sin ir a ver. Percibir sin verdaderamente estar… Todo ello subvertiría el conjunto de los diversos fenómenos de representación plástica o teatral, y hasta la democracia representativa, ella misma amenazada por los medios de comunicación que modelarían la democracia estandarizada de la opinión pública, esperando confluir con la democracia sincronizada de la emoción pública que arruinará el frágil equilibrio de sociedades, por decirlo así, emancipadas de la presencia real.
En un mundo de desmentido y de disuasión general, a partir de lo cual se busca más ver que ser visto en ese preciso instante, ante la aceleración de una realidad común que no sólo nos rebasa de manera tiránica, sino que sobrepasa literalmente toda evaluación objetiva y, por lo tanto, todo entendimiento, quien dice “Gran Óptica” transhorizontal dice también “Gran Pánico” transpolítico.
En un depósito de cadáveres, Maurizio Cattelan, quien se dice “artista por acaso”, declara: “He manipulado muertos y he percibido su distancia, su sordera impenetrable. Gran parte de lo que he hecho después proviene de esta distancia.”
Después de la cuestión de la ausencia de un plazo en el cual realizar la instantaneidad, volvemos a encontrar la cuestión de la distancia respecto a la ubicuidad, pero en una perspectiva inversa: lo que cuenta a partir de ahora ya no es el punto de fuga en el espacio real de una escena o de un paisaje, sino sólo la fuga ante la muerte y su punto de interrogación en una dimensión de tiempo real en el que la pantalla catódica usa y abusa de lo directo, “la muerte en directo” y su cortejo de desastres en repetición.
Así, tras la abstracción, el monocromatismo de un Yves Klein y el advenimiento de una pintura sin imagen, cuando ya nada nos puede alcanzar, nada nos puede tocar verdaderamente, uno ya no espera el hallazgo del genio, la sorpresa de la originalidad, sino únicamente el accidente, la catástrofe del fin. De allí la influencia secreta, desde el expresionismo (alemán) o el accionismo (vienés), del terrorismo, como si Jerónimo Bosch y Goya convalidasen los excesos del crimen.
Hagamos notar que a finales de 2004 se abría, en la Kunstwerke de Berlín, la severamente criticada muestra De la representación del terror: la exposición raf”, en la que el concepto era, sobre la base de las obras de tres generaciones de artistas: Joseph Beuys, Sigmar Polke, Gerhard Richter, Martin Klippen Berger y Hans Peter Feldman, la denuncia del autoproclamado mito de la Rote Armee Fraktion (Facción del Ejército Rojo), en las que la danza macabra alineaba los nombres, los rostros y los cuerpos de los terroristas con los de sus víctimas… Extraño procedimiento que recuerda singularmente la puesta en repetición de las secuencias televisivas.
De hecho, el “dolorismo” del arte contemporáneo proviene de la profanación ya no del arte sacro de los orígenes, sino más bien del arte profano de la modernidad, ese momento (crítico) en el que la re-presentación cede a la ilusión lírica de una simple y pura presentación. Donde “el arte por el arte” desaparece ante este arte total de la teleobjetividad multimediática, sucesora de los artificios de un séptimo arte (cinematográfico) que pretendía contener las otras seis.
He aquí esta obscenidad de la ubicuidad en la que el academicismo “postmoderno” sobrepasa a todas las vanguardias, con excepción de la correspondiente a un terrorismo de masas, en la cual la serie televisada actualiza el hecho en lugar y a costa de los actos de la tragedia antigua.
Se impone aquí un paralelo entre el ateísmo de la postmodernidad, suerte de deidad laica, que se añade “reemplazando lo que destruye y que comienza por destruir aquello que reemplaza” y el ateísmo de la profanación del arte moderno en beneficio exclusivo de un culto del reemplazo, que posee todas las características del iluminismo –ya no el de la revolución enciclopedista de las Luces, sino el de una revelación multimediática que extermina toda reflexión representativa en favor de un reflejo pánico para un individuo en quien el relativismo (ético y estético) desaparece de repente ante ese virtualismo de sustitución del mundo actual de los hechos y de los sucesos revelados.
Si, hoy en día, el teólogo discute un “ateísmo que pretende suprimir hasta el problema que había hecho surgir a Dios en la conciencia”, el crítico de arte contemporáneo debate sobre un “antropoteísmo” que habría de suprimir, hasta el origen del arte moderno, su libre expresión ya no figurativa como ayer, sino geográfica y pictórica (de donde resulta la prohibición iconoclasta de los cuadros en numerosas galerías de arte).
A finales del siglo pasado, Karol Wojtyla declaraba: “El problema de la iglesia universal es encontrar cómo hacerse visible.” Al inicio del tercer milenio este problema es extensivo a toda representación.
“Estamos doquiera que ustedes miran. Todo el tiempo y en todo el mundo.” Este eslogan publicitario de la agencia Corbis, fundada en 1989 por Bill Gates con el afán de monopolizar la imagen fotográfica, ilustra el gran pánico de las representaciones en la era de la dilatación escópica.
Si, para unos, el objetivo es ver todo pero también poseer todo, para los anónimos de la multitud la pretensión es solamente ser vistos.
Cuando uno se entera de que esta agencia reúne los archivos fotográficos de los museos más prestigiosos, se imagina la importancia reciente de su presentación en tiempo real y el discreto descrédito de las obras reales.
Lo que no había confluido todavía con la reproducción industrial de las imágenes por Walter Benjamín, literalmente explota con la “Gran Óptica” de las cámaras en internet. La televigilancia deviene la vigilancia a distancia del arte mismo.
Ante esta aceleración de la realidad, el nuevo telescopio ya no observa la expansión del universo, el Big Bang y sus nebulosas distantes, sino el estallido terrenal de la esfera de las apariencias sensibles, de los datos a la vista en el instante de la mirada.
He aquí la revelación multimediática que sobrepasa la enciclopédica revolución de las Luces; he aquí este “iluminismo” de las telecomunicaciones que suprime el icono pictórico, pero también la importancia crucial de lo percibido de visu e in situ, para beneficio exclusivo de una cobertura en directo del campo perceptivo.
“En un universo digitalizado, ofrecemos soluciones visuales creativas. El objetivo es para nosotros dar a un mensaje el más fuerte impacto posible”, dice Steve Davis, director de la agencia Corbis.
Uno entiende mejor, entonces, la intención de la creación visual/audiovisual, de la puesta en repetición de las secuencias pánicas del terrorismo o de las catástrofes naturales o industriales, ese replay del que abusan sistemáticamente las cadenas de televisión, ese deporte de contacto que lucha contra la apatía de un telespectador que no espera sino lo inesperado para salir un poco de su letargo, de esa falta de atención que ha reemplazado en él la vigilia y sobre todo el interés práctico por todo lo que sucede en su entorno inmediato. ¿Cómo sorprenderse; cómo, en última instancia, escandalizarse de la agresividad de una violencia convertida en costumbre en todos los niveles de la sociedad, cuando la empatía misma, hermana gemela de la simpatía por el prójimo, ha desaparecido del horizonte al mismo tiempo que la fenomenología de la que era núcleo?
Demasiado impresionista sin duda. ¿Tal vez poco motivante para suscitar la acción? Desde entonces el “espectáculo vivo” reemplazó a la danza y al teatro.
En el origen, el término empatía poseía el sentido primigenio de tocar y remitir al contacto físico con los objetos sensibles. Con Edmund Husserl el término habría de designar el esfuerzo de percibir y asir la realidad que nos rodea en todos sus fenómenos, en todas las formas en las que ésta se manifiesta. De allí la importancia, a principios del siglo XX, de la obra clave de Worringer: Abstraktion und Einfühlung (Abstracción y empatía).
Uno entiende a qué punto hoy la teleobjetividad nos hace perder este contacto inmediato y este tacto que favorecía no sólo la civilidad de las costumbres, sino toda la “civilización”, en beneficio del impacto de un terror creciente; este terror que bien puede tanto enmudecer como enceguecer, y del cual uno de los sobrevivientes del bombardeo de Hamburgo en 1943 debió reconocer con amargura: “Fue entonces que fui iniciado en el conocimiento de que mirar es padecer y de inmediato fui incapaz de mirar y de ser mirado.”
¡He aquí, pues, este pánico a ojos cerrados señalado por Merleau-Ponty al inicio de la era de la Gran Disuasión!
Pero en este inicio del nuevo milenio, donde el desempeño de la comunicación instantánea suplanta la sustancia de la obra, de todas las obras –pictóricas, teatrales, musicales–, donde la analogía desaparece ante las proezas de la digitalización, el Gran Pánico es el de un arte contemporáneo del desastre de las representaciones, de las malformaciones de una percepción telescópica donde la imagen instrumental caza, una tras otra, nuestras últimas imágenes mentales.
Paul Virilio
* Fragmento del libro L’Art à perte de vue, París, Galilée, 2005.
Traducción de Andrés Ordóñez
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