Partimos de una base: la fuerza de seducción que ejerce todo acto de libertad. En un acto de violación alguien ejerce su libertad de la forma más radical.
Pensemos una situación cotidiana: uno ve una mujer entrando a una cabina de cobro automático, con una estampa espléndida, grácil, de curvas armoniosas, con un trasero admirable. Y sobreviene la “loca” tentación de acercarse, de soñar o delirar “equivocarse” e introducirse con ella en la cabina… uno sueña con su aquiescencia, que el contacto visual nos acerque y no nos repela, que perciba nuestra admiración y la necesite. Sólo que semejante “despliegue” se ejercería a costa de la falta más radical de libertad de la otra parte; de la mujer en este caso, como una libertad de “elección” unidireccional, sin diálogo.
En general diría que los hombres “cualquiera” (como cree ser el que esto escribe), ni en los sueños más excitantes, ni en los ensueños más elaborados, llegan a la violación; el ensueño pasa más bien por la magia del contacto, del encuentro, de la afinidad intuitiva, de la aceptación, la confianza recíproca, la atracción también recíproca. Por lo que nos presentara Leibovitz.
En el ejemplo de la mujer entrando a la cabina hay otro elemento también en juego: el miedo. No el miedo de la abordada, que por supuesto no sólo sería legítimo sino totalmente comprensible, sino el miedo a las consecuencias que los “varones desafiados” tienen por delante: miedo a la resistencia airada, a los gritos, a los terceros, con todas sus consecuencias. Pero se trata de un reparo táctico y por lo tanto de muy menor significación ética.
El factor que considero decisivo es que abordar a la chica del cajero automático, tocarle el trasero sería un ejercicio de libertad, pero sería lesivo. Para ella. Es una libertad que no puedo permitirme. Si quiero vivir en sociedad. Vinculado con otros. Respetando y respetado. Societariamente.
Esto tiene una conclusión que puede trastornar, por no decir demoler, toda postura que se pretenda libertaria en el sentido de poner a la libertad como valor supremo. Algo que ha caracterizado a tantos anarquistas, aunque también –y de pronto eso sí es algo muy significativo para el tiempo que nos toca vivir– a la extrema derecha estadounidense, los famosos libertarians, que no constituyen sino un atroz exponente de las pretensiones de los privilegiados del planeta.
Los libertarians made in USA nos ponen enfrente del verdadero significado de la libertad cuando se la antepone a cualquier otro valor o vínculo: una discrecionalidad pura, no sólo asocial sino antisocial, un desprecio tan radical del otro (y obviamente, de la otra) que nos lleva indefectiblemente a la conclusión que la libertad irrestricta expresa el más acabado narcisismo y el más despótico de los regímenes políticos. Algo que trasunta el mismo título del manual sagrado de los Chicago Boys, Libertad de elegir, de Milton y Rose Friedman.
Zygmunt Bauman, (1) rememorando a Jean Paul Sartre, refiriéndose a los orígenes de la moralidad señala : “En presencia del alter ego (es decir, en el mundo) mi ser para mí mismo es también, de forma indeleble, ser para el otro.” Y rematará sus reflexiones, basándose en Emmanuel Levinas, que erige a la responsabilidad como fundamento de la vida en sociedad: “La responsabilidad es la estructura esencial, primaria y fundamental de la subjetividad.”
Luis E. Sabini Fernàndez
nota:
1) Modernidad y holocausto, Ediciones Sequitur, 1998, p. 236.
artículo publicado en Revista futuros nº10 www.revistafuturos.com.ar