Una reflexión sobre las luchas contra la cárcel
Nos encontramos en una situación en la que si un cierto adormecimiento no se hubiese extendido por todos lados (excepto en nosotros mismos), no nos encontraríamos en la situación que nos encontramos. Si cada episodio que saca a la luz del día la arrogancia del poder suscitase una rabia capaz de llenar las calles y plazas, hoy no nos chocaríamos cotidianamente en redadas y vigilancia, en Grandes Hermanos y pequeños campos de concentración, en terrenos de bases militares y de centrales nucleares. Pero así es. Cualquier reflexión de mérito de cómo se ha podido llegar a esto puede despertar interés en la medida en que constituye una contribución a una posible inversión de la tendencia. Es decir, si ayuda a salir de esta situación de estancamiento.
Porque debemos reaccionar, no cabe duda. Pero el despertar no parece fácil. ¿Con quién queremos vernos envueltos cuando decidimos dar batalla a este mundo? ¿Nos dirigimos a todos los que lo sufren, o tenemos alguna población específica en mente? Y entonces, ¿a quién pertenecen los oídos que queremos abrir? ¿de quién son las reacciones que queremos provocar? Y sobre todo, ¿cómo lo pensamos lograr? ¿qué teclas tocar?
El trabajo clásico de contrainformación ha acabado. Está claro que el problema ya no es ‘informar a la gente de los hechos’. Los hechos ya son sabidos por todos. No es la ignorancia lo que previene la revuelta. Se tiene mucho conocimiento de lo que está ocurriendo, pero este conocimiento no provoca reacción alguna. Desde este punto de vista, denunciar la alienación producida por una Propaganda hecha omnipresente por el desarrollo tecnológico, denunciar la desrealización de nuestras emociones que nos transforma en espectadores en contemplación de aquello que una vez habría desencadenado protestas sin fin, se hace un trabajo necesario y fundamental. Pero evidentemente con esto no basta. Y aquí no nos referimos a una falta de actos que estaría bien que acompañaran siempre a las palabras, sino a la propia limitación de esta forma de crítica en sí.
En la medida que un exceso de información nos lleva paradójicamente a una situación de desinformación, un exceso de indignación nos puede llevar a la inactividad, a la parálisis. Abuso tras abuso, injusticia tras injusticia, nos estamos acostumbrando a lo peor. Nos hemos acostumbrado a lo intolerable hasta el punto de sortear con indiferencia los cadáveres todavía calientes de los masacrados. Asqueados, con todo. Los que que se vuelven sordos a las órdenes de arriba, pueden también volverse sordos a las críticas de los de abajo. El rechazo de información va de la mano con el rechazo de la protesta.
A fin de abrir finalmente una brecha en la pared de la apatía, ¿será suficiente amplificar al máximo el volumen de los sufrimientos del mundo? Apatía que, quizás vale la pena recordarlo, las más de las veces constituye una forma de autoprotección. No es humanamente soportable albergar en el corazón toda la indignación por todos los abusos, todas las heridas, todas las injusticias, sufridas. Lo demuestra la misma especialización en la que se cae quien toma la decisión de dar voz a los sin voz. Quien se ocupa de la defensa de éstos muestra ciertamente una sensibilidad y una nobleza de mente, pero también denota cierto espíritu asistencialista.
Un ponerse al servicio de los demás que a veces puede ser incluso algo embarazoso, como cuando las necesidades de las ‘asistidas’ están en contraposición con las necesidades de sus ‘asistentes’. Pero que sobre todo lleva consigo una cierta forma de intervención, que no sólo tiende a limitar el alcance de nuestra propia acción sino que crea una superioridad moral tóxica que sólo sirve para alienar más (‘ellas sufren, ¿y tú qué haces al respecto?’). Ya es extraño que, después de estar confinadas por fundar la propia causa en la nada, se decida fundarla en la causa de las otras. Pero además, ¿hacerlo cuando el altruismo está quedando sepultado bajo la aniquilación y la abulia?.
Tomemos de ejemplo la lucha contra las cárceles. En un momento en que la exaltación de la seguridad está en su momento de máximo apogeo (con los aumentos de penas para las condenadas, con la construcción de nuevos centros de reclusión, mientras se invoca desde muchas partes la ‘tolerancia cero’), y justo cuando las preocupaciones de la mayoría va con la deprimente ligereza de sus billeteras, ¿tiene algún sentido intentar alcanzar las mentes y los corazones de la gente hablando sobre miserias y desgracias de aquellas que se encuentran tras las rejas? Para nosotras, esta parecería la mejor manera de tirarnos contra la pared de goma de la indiferencia.
Esto es por lo que, desgraciadamente, no hay que sorprenderse si los boletines impresos y las iniciativas que se organizan al respecto captan el interés de tan pocos individuos. Sería mejor tomar nota: una lucha anticarcelaria que coloque los intereses de los presos en su centro, que se consagre a ellos, hoy no tiene mucha posibilidad de generalizarse. Es necesario permanecer circunscritos a una población específica, compuesta de los presos mismos, sus amigos y sus parientes.
Esto no significa abandonar la cuestión, naturalmente. Significa reconocer los límites del camino iniciado, sin pretender que nos lleve a dónde no puede llegar. Significa defender con orgullo los propios compañeros (o aquellos con los que compartimos ciertos intereses), organizarse para ayudarles de la mejor manera, sin esperar por la disponibilidad de los de fuera del círculo reducido de los interesados. Pero significa otra cosa. Significa que si queremos llevar la cuestión de la cárcel al exterior, hacerla sentir a cuantas más personas sea posible, deberemos tomar otro camino. Y este camino está por descubrir, por trazar y por abrir.
Si la indiferencia imperante se caracteriza por el desinterés hacia los demás, entonces habría que dejar de partir de la situación del otro. Si queremos hablar a los que se consideran libres, fuera de los muros de la prisión, necesitamos hablar sobre ellos, sobre sus desgracias, sobre sus problemas, sobre su condición. Sólo de esta manera, quizás, será posible captar su atención. Sólo de esta manera, quizás, les podremos mostrar que la distancia que les separa de la prisión es tan fina como una pared.
El incremento de la legislación que criminaliza cualquier pequeño acto distinto de la obediencia, en concomitancia con la rápida erosión de las condiciones de supervivencia generales, están acercando cada día más a muchos estratos de la población a las puertas de la prisión. La suya, como la nuestra, es una libertad vigilada que podría ser revocada en cualquier momento, cosa que les asocia con los presos más de lo que piensan. Además se ve como las condiciones de vida, tanto dentro como fuera de prisión, son cada vez más similares.
Tanto dentro como fuera, se trabaja y se ve la TV. Tanto dentro como fuera, se está forzado a pasar bajo los ojos siempre vigilantes de las videocámaras de vigilancia y a través de los detectores de metal. Tanto dentro como fuera se viven relaciones coactivas en espacios cada vez más restringidos. (Por lo demás, para caer arrestado por los servidores del Estado no hace falta ser militantes de bandas armadas, ni manifestantes que se defienden de la poli con el pasamontañas y el extintor en la mano. Basta con ser un/a aficionado sentado en el coche en el área de un autogrill, ser pillado en posesión de pocos gramos de estupefacientes o saltar un semáforo en rojo con la bicicleta*).
Invertimos así nuestra visión del argumento. Partimos de la cárcel de la vida cotidiana, en la que estamos todas recluidas, para introducir la cuestión carcelaria específica, en la que sólo algunas lo están. Un cambio de perspectiva que presenta no obstante desagradables contraindicaciones, supeditando por ejemplo a un segundo plano las exigencias inmediatas de las detenidas. Las cuales, si bien tienen razón en no querer ser olvidadas y excluidas de la vida de quién está fuera, no tienen ninguna en pretender que sus reivindicaciones se conviertan en la prioridad de las que por el momento son más afortunadas que ellas. Les guste o no, es la situación del exterior de la cárcel la que debe cambiar para esperar que cambie también la de dentro. Se trata de un cambio de perspectiva que también tiene consecuencias prácticas.
Para el/la que no hace de las detenidas el centro de referencia constante, qué sentido tienen las continuas concentraciones a las puertas de la cárcel? El presidio ya es en sí mismo una forma de lucha aunque limitada. La raíz latina de presidio deriva de ‘presidiare’, que significa ‘defender’. Por tanto tiene sentido defender un valle para impedir su devastación, pero ¿qué se defiende delante de la cárcel? La estructura, seguro que no. Cuanto a las detenidas que se encuentran recluidas, inútil esconder que desgraciadamente se encuentran en las manos del enemigo. No estamos en condición de defenderlas. Como mucho podemos hacer sentir nuestra presencia, hacer entender a las torturadora/es que sería mejor para ellas que fuesen con mano ligera (las ciudadanistas dirían: hacemos presión sobre las autoridades para que respeten las reglas y nuestros deseos).
“Atentos, ellos no están solos, nosotros estamos aquí”. Claro, estamos aquí…
Se puede considerar que los centros penitenciarios están en lugares desolados, por lo que las concentraciones se resuelven en encuentros entre ‘nosotros’ y ‘ellos’, subversivos y esbirros, donde intercambiamos recíprocamente insultos y miradas de odio. Ciertamente, en cualquier caso se llega a aliviar por un momento la dolorosa soledad de los detenidos y eso representa una satisfacción. Bonita, para el que está determinado a hacer cualquier cosa (que, ya se sabe, es siempre mejor que nada); fría, para el que no siente la virtud del/a voluntario. Distinto es el caso de los institutos penitenciarios que se encuentran aún en la ciudad. Aquí todavía es posible evitar el camino ciego del enfrentamiento nosotros/ellos, incluso es posible implicar a otros, esto es, todos los que hoy custodian los muros de la cárcel por el mejor lado pero que mañana podrían encontrarse en el otro.
Teniendo en cuenta la generalización existente del miedo y la pobreza, parece poco concluyente ir a contar las desgracias de otros a quién ya tiene las suyas propias por resolver. En lugar de eso tiene más sentido intentar mostrar cómo en realidad se trata de dos caras de la misma moneda, cómo los problemas de los que están en libertad podrían transformarse rápidamente en las desventuras de quien se encuentra en prisión, puesto que todos somos presos del mismo mundo. Y es aquí donde las distancias se acortan, los destinos se entrelazan, y se vuelve posible, quizás, instaurar una comunicación.
* Se trata de tres delitos recientemente incluidos en el Código Penal en Italia.
Fuente: http://www.macheteaa.org
extraído a su vez de http://klinamen.org/analisis/a-quien-estamos-hablando
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