Según una de las versiones del mito, Prometeo descendía de una antigua generación de Dioses que habían sido destronados por Zeus. Era hijo de Titán y de Asia, él sabia que en la tierra reposaba la simiente de los cielos, por eso recogió arcilla, la mojó con sus lágrimas y las amasó, formando con ella varias imágenes semejantes a los dioses, los Humanos.
Por Enrique Carpintero*
Fue así que surgieron, según la leyenda, los primeros seres humanos, que poblaron la tierra. Prometeo entonces se aproximó a sus criaturas y les enseñó a subyugar a los animales y usarlos como auxiliares en el trabajo. Les mostró como construir barcos y velas para la navegación, les enseño a observar las estrellas, a dominar el arte de contar y escribir y hasta como preparar los alimentos nutritivos, ungüento para los dolores y remedios para curar las dolencias.
Pero Zeus, sospechaba de los humanos, ya que no fue él quien los creó. Por consiguiente, cuando Prometeo reivindicó para ellos el fuego, que les era imprescindible para la preparación de los alimentos, para el trabajo y principalmente para el progreso material y el desenvolvimiento emocional, el Dios griego decidió negárselo, temiendo que las nuevas criaturas se volviesen más poderosas que él. Prometeo resolvió frustrarle sus planes, con la intención de conseguir para los humanos ese precioso instrumento. Con un palo hecho de un pedazo de vegetal seco, se dirigió al carro del Sol donde a escondidas tomó un poco de fuego, trayéndolo para los seres humanos, entregándoles así el secreto del fuego.
Solo cuando por toda la tierra se encendieron las fogatas es que Zeus tomó conocimiento del robo de Prometeo, pero ya era tarde. Puesto que ya no podía confiscar el fuego a los hombres, concibió ahí para ellos un nuevo maleficio: les envió a Pandora, de una gran belleza, con una caja portadora de muchos males. Prometeo le advirtió a su hermano Epimeteo de no aceptar ningún presente de Zeus, pero Epimeteo no lo recordó y recibió con alegría a la linda doncella, abriendo la caja de los males los cuales se esparcieron rápidamente sobre la tierra. Junto a ellos se encontraba el más precioso de los tesoros, La Esperanza; pero Zeus le había encomendado a Pandora no dejarla salir y así fue hecho.
Los hombres que hasta aquel momento habían vivido sin sufrimientos, sin dolencias, sin torturas y sin vicios, comenzaron a partir de entonces a corromperse sin la Esperanza.
Después de esto, vengándose de Prometeo, le envío al desierto donde fue puesto preso con cadenas a una pared de un terrible abismo, sin reposo alguno, durante 30 siglos. Sufrió la amargura de que su hígado sea devorado por un Águila que venia cada día a la región para dicho fin, después de que el órgano se volvía a reconstituir ya que Prometeo era inmortal. Por fin llegó el día de su redención. Hércules al ver al águila devorando el hígado de Prometeo, tomó su flecha lanzándola sobre la misma. Enseguida soltó las cadenas y llevó a Prometeo consigo.
El mito de Prometeo simboliza esa luz, que bajando a la tierra intenta iluminar a los hombres, apartándolos de la oscuridad intentando con ello devolverles al camino de la solidaridad, es así que el sufrimiento de 30 siglos representa ese sacrificio del iniciado, a lo largo de la historia en el ejercicio difícil de liberar a los hombres de la ilusión. El mito esclarece la oposición entre las tinieblas y la luz, entre la conciencia y lo inconsciente del ser. Ser conscientes, significa ser dueños de sí mismo, de los propios pensamientos, de los propios actos, fallas y actitudes. Conocer el propio pasado, proyectar el futuro y estar en el presente con los otros humanos que nos constituyen.
Los muros invisibles
Hablar de los muros inmediatamente nos remite a los muros que se han instalado en el capitalismo mundializado para separarnos de los otros. Los otros son los diferentes, los bárbaros que nos confrontan con la ilusión del mundo feliz que nos ofrece la “economía de mercado”. Los bárbaros están allí para decirnos que ese mundo feliz no existe. Es una ilusión. Los invisibles se visibilizan para decirnos que ellos no participan de esa ilusión.
Sin embargo estos muros visibles hablan de otros muros invisibles que cercan nuestra subjetividad. Muros que se instalan en la subjetividad y nos llevan a la soledad y al aislamiento. Muros que nos separan de los otros y de nosotros mismos. Si el yo se construye en la relación con un otro humano como alteridad, la no existencia del otro lleva al sujeto a encerrarse en un narcisismo cuya negatividad lo empobrece emocionalmente. Estos muros me encierran en la violencia destructiva y autodestructiva, en la sensación de vacío, de la nada.
La cultura dominante somete nuestra subjetividad a través de lo que llamamos un exceso de realidad que produce monstruos. Esta realidad excesiva nos satura en una acumulación de objetos fetiches que nos lleva a una colisión de exceso de tiempo y de exceso de espacio. El tiempo subjetivo va mucho más rápido que las agujas del reloj. Esto nos lleva a querer estar en varios lugares al mismo tiempo. Claro, ilusoriamente lo podemos hacer a través del celular o del e-mail. Para ello está la realidad virtual. Esta realidad rebosante de exceso de realidad nos asedia en lo más profundo de nosotros mismos. Su resultado es transformarnos en espectadores pasivos para que consumamos los objetos fetiches como una forma de paliar nuestra angustia.
Cuando hablo de objetos fetiches me estoy refiriendo a un concepto clásico de la economía política elaborado por Marx: el fetichismo de la mercancía. Brevemente éste refiere a que en el capitalismo la mercancía se transforma en una pura representación que supuestamente tiene un valor por sí misma según el valor que le asigna el mercado. De esta manera la mercancía aparece como un fetiche que niega el carácter autentico de ser un valor creado por el trabajo humano. Lo que queremos destacar es este valor de la mercancía como representación y sus efectos en la subjetividad ya que como dice Marx: “la producción no produce un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto”.
Es decir, la producción produce una subjetividad sometida a los valores de la cultura dominante. En este sentido las mercancías que compramos adquieren la calidad de fetiches que trasciende su valor de uso. Por ello no es el goce el que buscamos sino la necesidad de encontrar un objeto que suture nuestra angustia que la misma cultura produce. Ante su imposibilidad nos encontramos con un circuito que se reproduce permanentemente en una realidad que lo excede.
En este camino no hay posibilidad de elaboración psíquica y sus efectos en la subjetividad es que la-muerte-como-pulsión amenaza el Yo como soporte del psiquismo. Ante esta sensación de peligro el Yo pone en marcha la “angustia como señal de alarma” que implica la movilización de la libido narcisista con miras a ligar los efectos destructores de la-muerte-como- pulsión. Sin embargo el Yo retraído en su narcisismo produce efectos sintomáticos propios de nuestra época donde predomina lo negativo: depresión, melancolía, adicciones, en definitiva la violencia destructiva y autodestructiva, la sensación de vacío, la nada.
La enfermedad de la norma
Lo decimos con claridad: la normalidad no es algo obvio. En toda sociedad encontramos muchas formas de vida. Cada una de ellas tiene sus normas donde vamos a encontrar las propias de la cultura dominante y otras normas minoritarias. Para las primeras el poder produce recompensas para las segundas sanciones. Esta situación se instala desde la niñez, por lo cual el sometimiento no puede funcionar sino se instituye un deseo de sometimiento el cual aparece como una imposición interna. Cuando voy a un shopping creo elegir algo cuando en realidad es desde la norma hegemónica desde donde elijo. En este sentido no puede haber subjetividad por fuera de la norma, aún más la subjetividad se constituye en la norma hegemónica.
Es así como la enfermedad no es someterse a la norma ya que no hay subjetividad por fuera de la norma. La enfermedad es quedar atrapados en la norma sin dar cuenta de la creatividad -en el sentido de pulsión de vida- que permite expresar la anormalidad que nos constituye como sujetos. Por ello el sujeto normal no es solo producto de la norma sino del uso que hace sobre sí mismo a costa de escindir la anormalidad que lo constituye.
Como dice Guillaume Le Blanc: “El sufrimiento psíquico es el efecto de una actividad de incorporación de la norma por el propio hecho de que al volverse contra sí para llegar a ser hombre normal, el sujeto se expone a todo lo que en el sí escapa a las normas, a los deseos de oponerse a la norma, que son una parte esencial de la propia vida. El hombre normal resulta así doblemente escindido. No solo el deseo de la normalidad lo expone a un remanente que los obsede, a un deseo de anormalidad, sino que la repetición de normas de normalidad también implica una dependencia del sujeto con respecto a esas normas, lo que no deja ningún lugar al deseo de aire fresco y a partir de entonces hace jugar al hombre normal contra sí mismo: solo entonces hay hombre normal sobre el trasfondo de una violencia ejercida por el ‘Yo’ fabricado en el apasionado apego a las normas contra el ‘Yo’ sustraído a ese apego… En ese plano existe, pues una verdadera enfermedad del hombre normal, mental y social. El hombre normal es el hombre que se vuelve contra sí mismo para ser el sujeto de las normas que lo producen.”
El narcisismo es el que ata al sujeto a la norma. Para ello el Yo encuentra el camino de la escisión en la cual se atrinchera para que el hombre normal siga reinando en su narcisismo.
Esto lo ejemplifica Freud al contar la historia del rey Boabdil. Este rey no quería enterarse de una noticia que le significaba el fin de su reinado. Por lo tanto quemó la cartas y mando matar al mensajero que se las había traído. Sin embargo el rey se dio cuenta que no se puede matar al mensajero de la realidad. Lo que el rey si puede hacer -plantea Freud- es construir en medio de su palacio una prisión totalmente amurallada y disimulada en la que encerrará al mensajero y también las cartas. De este modo el mensajero de la realidad aparece como no llegado aún cuando continúe existiendo justo en medio del palacio. El rey puede seguir reinando completamente escindido-separado de la mala noticia que le han traído.
Este ejemplo le sirve a Freud para explicar la escisión del Yo como un fenómeno propio del aparato psíquico. De esta manera encontramos la coexistencia dentro del Yo de dos actitudes psíquicas respecto de la realidad exterior: una de ellas tiene en cuenta la realidad exterior, la otra niega la realidad presente y la substituye por una producción de deseo. Estas dos actitudes coexisten sin influirse recíprocamente. Lo que encontramos es un renegación de la realidad. Esto es lo propio de las psicosis y las perversiones. En esta última el sujeto queda atrapado por la fuerza silenciosa de la-muerte-como-pulsión tratando al otro y a sí mismo como un objeto. El otro desaparece en su subjetividad y es cosificado al servicio de sus pulsiones destructivas. El pedófilo, el violador son los ejemplos paradigmáticos del síntoma-cosa de la perversión. No es el juego sexual lo que le interesa sino en su encierro narcisista cosifica al otro y el erotismo deja lugar a lo más siniestro de la violencia destructiva y autodestructiva.
También podemos extender esta escisión del Yo en el sujeto normal. Desde ella genera una muralla con su propio narcisismo que niega la realidad donde debe convivir con el otro diferente. Pero en el interior de este muro aparece la angustia que trata de evitar encontrando un objeto que genera miedo. Aquí el sujeto se afirma en su normalidad en el miedo al otro. Estos adquieren identidades negativas de las cuales hay que alejarse, hay que poner distancia a través de muros invisibles. Allí vamos a encontrar el miedo hacia el otro donde se lo descalifica por “negro”, homosexual, boliviano, peruano o paraguayo.
Hace varios años que atiendo a Roberto en su casa. Sus síntomas paranoicos le impiden salir de su casa. Solo lo hace esporádicamente a la madrugada o con alguien que lo acompañe. La casa se ha transformado en un muro infranqueable para sus perseguidores imaginarios. Aunque puede reconocer que sus fantasmas provienen de su pensamiento cada noticia que lee en el diario o mira por televisión le refuerza que el afuera es peligroso. Lo que manifiesta es que en su casa está tranquilo ya que no tiene emociones. No siente nada. Un día me sorprende con una pregunta: “¿Qué es la llama inicial?”. Mi primer pensamiento fue que me estaba preguntando por el mito de Prometeo. Ante mi silencio continúa: “La llama inicial, esa que hace que funcionen los afectos y las emociones. Esa que nos convierte en hombres. A mí se me apago hace mucho tiempo”.
Con una gran lucidez Roberto describe la locura de su enfermedad. Remite a su historia personal pero también al mito de Prometeo que construyó a los hombres en la emoción y la solidaridad robándoles el fuego a los dioses. El sujeto normalizado encerrado en el muro de su narcisismo está muy lejos de Prometeo, en su muro interior su llama inicial la usa para someterse a la locura de una norma que lo enferma.
* Carpintero, Enrique “Un paradigma de época: lo innombrable de la pulsión de muerte”; “El Eros o el deseo de la voluntad”; “La subjetividad del idiota plantea la pregunta ¿Cómo encontramos lo que nos mantenía unidos?”; “La sexualidad plural. La sexualidad humana es desviada”; “Tiempo libre para comprar. El consumidor consumido por la mercancía”.
publicado en revista Topia nº 61, abril de 2011
www.topia.com.ar/articulos/locura-del-sujeto-normal