Pase y vea señora
Negros aceitosos, gordos adiposos y raquíticos minusválidos; judíos rancios e indigentes mugrientos y condenados; bolitas hediondos y paraguas come naranjas; travestis, lesbianas, homosexuales en general; pobres cieguitos, sordos de mierda, rengos hijos de puta. En fin: todo aquel que se sienta, al menos en una parte, diferente a las personas normales y bien hechas, absténgase de continuar con el siguiente texto.
-¡Qué barbaridad! ¡ Qué atropello! ¡Que degeneración humana ha de ser quien dice esto! ¡Pero que descarado!… mi Dios– Suena el timbre y la señora desiste la lectura para abrir la puerta de calle.
-¿Tiene algo?- Un nene la mira desde lo bajo con ojos de cachorro.
-Si, mi vida, esperá- doña vuelve a la cocina y manotea un paquete de galletitas de agua del estante.
-Tomá. Pero te lo comés vos solito ¿eh?.- Le apoya una mano en la cabeza y acaricia uno de sus mechones grasientos con la seguridad de quien acaricia por primera vez un perro desconocido. Después cierra y se va adentro para ver la tele. Algo le hace ruido en la nuca: ese chico era rubio y de ojos azules, qué extraño. Pero está segura: de haber sido morocho no hubiera dudado en hacer la misma caridad. Faltaba más… una creyente acérrima como ella… Envalentonada por su bondad y por sus propios pensamientos antirracistas cambia de idea. Apaga el noticiero y le vuelve a hacer frente a la lectura.
¿Se decidió a seguir?, entonces escuche. No hay nada como poder dormir con la conciencia tranquila ¿O no?. Nadie descansa mejor que el buen ciudadano, que apoya el noble parietal sobre la mullida almohada para recomponer las fatigas de su benevolente espíritu.
Seguro. Usted es una persona que dice no ser ni más ni menos que cualquier otra. Seguro. Usted venera la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Seguro. Usted está en contra de cualquier clase de sometimiento a la especie que pertenece. Seguro. Usted, cada vez que puede, hace el bien; por eso no duda en soltar una moneda en cada ocasión que un negrito se avasalla contra su motorizada propiedad privada para limpiarle el parabrisas en algún semáforo; usted siempre suelta una chirola, por más que eso le rompa soberanamente las pelotas; por más que, en algún rincón, sienta un completo rechazo y un escalofrío en la médula por el sólo hecho de tener esos seres en harapos en las cercanías de su coche.
Por suerte existe el vil metal, que es el ente regulador por excelencia de la condición humana. Pensar que una simple moneda sirve para mantener la distancia divina y necesaria entre dos mundos que por fortuna son irreconciliables. Entonces usted sigue su camino con la convicción de que el universo es un lugar algo mejor ahora que su bondad ha intervenido con cara de moneda de cinco; y esa caras polvorientas, de narices con mocos sucios, vuelven a esperar el próximo semáforo para establecer un nuevo contacto con el paraíso celeste de los filántropos. Cada hormiga a su hormiguero.
Doña se rasca la cabeza y sus pupilas revolotean y brillan como bicho de luz. Y otra vez el timbre. Otro nene, éste más acorde con el villero prototipo. Por supuesto no escapó al examen exhaustivo: morochazo. Manchas blancuzcas en la piel, carcomida por los hongos contagiados por vaya a saberse qué perro. Mocos más verdes de lo común amenazando con rozar la boca. Labios sucios matizados con una sustancia mezcla de tierra y saliva. Mismos ojos de cachorro que el anterior, mismo pedido. A este no se lo acaricia.
La señora va adentro y vuelve con otro paquete.
– Es el último que les doy ¿eh?. Ya le di uno hoy al otro nene.- Como si los cuerpos y las almas del hambre fueran uno sólo y todos dieran igual.
Doña hecha llave y cerrojo a la puerta. Otra vez a la lectura.
A la mierda. La empalagosa compasión, ese es el problema, o al menos es el manto de estupidez que impide llamar a las cosas por su nombre. Y a la cosa, en este caso, solo se la puede llamar de una forma: racismo. Así como suena: encolerizado, cobarde, enfermizo y agazapado ra – cis – mo. Palabra en desuso y que suena hasta idiota cuando se la pronuncia.
Racismo: serpiente ponzoñosa que se atraganta y envenena con su propia lengua bífida. Monstruo de dos cabezas voraces que se devoran mutuamente. La primera, madre de la segunda, es el miedo personal o grupal motivado en lo que el otro o los otros representan; es el temor a la perdida de determinado bien, status o condición a manos de supuestos despreciables. La segunda, engendrada como encubrimiento de la primera, es la necesidad de creerse y justificarse superior y distinto; es el dividir las aguas, marcar territorio, establecer que las diferencias existen y son inconciliables. Es degradar por temor a ser degradado. Es soltar la moneda con misericordia.
Pocas veces se manifiesta a lo que se teme. De no ser así sería común escuchar: “Estos bolivianos de mierda tienen más conciencia del laburo que yo”, o “escondé el reloj, este morocho seguro que te lo afana”, o, “No soporto estar al lado de este puto” ,o, “judío tacaño, hijo de puta y cagador”
La degradación y la conciencia de superioridad aparecen como moscas en la bosta en el “¡qué lo parió, estos bolitas de mierda nos invaden el país!”, o, “ahí viene un negro, mejor le doy veinticinco centavos así se va”; o en el odio exacerbado del homofóbico que no se anima a asumir su propia homosexualidad, o en el desprecio pseudo-nazi hacia la sapiencia y laboriosidad del pueblo judío.
El racismo es eso: tiritar de miedo y enfundarse en un traje de soberbia y supremacía para disimularlo.
Doña golpea la mesa con vehemencia y dice que es mentira, que el racismo ya pasó, que el racismo era algo así como la lucha entre los blancos y los negros.
Pero fíjese bien señora, que tal vez la cosa se ha hecho un poco más compleja. Pensemos en esto, un minúsculo ejemplo de la estupidez que vomitamos sin siquiera darnos cuenta: la siempre tan útil y cómoda expresión “negro de mierda” no hace referencia singular al de piel morena, sino que derivó a tal punto que, hoy, se usa para nombrar a toda aquella persona que se haya comportado o actuado de forma vil o reprochable. El ser negro está referido implícitamente en el significado de la expresión. En criollo: ser negro es ser una basura.
Aunque por decir “negro de mierda” una y otra vez no se va a ser ni mejor ni peor ciudadano. Las palabras no son de temer y hay que aceptar los reveses lingüísticos. Por eso acúñese el término e impleménteselo a discreción. Llámese “negro de mierda” a todo aquel que haya tenido una actitud o conducta estúpida y despreciable. En fin, llámese “negro de mierda” a todo aquel que se sintió plenamente autorizado a seguir adelante después de haber leído las primeras líneas de este texto.
Leandro N. Moreno
ln_moreno@hotmail.com
2005