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¿Dónde estamos? Algunas consideraciones sobre el tema de la técnica y las maneras de combatir su dominio

Publicada el 11/09/2011 - 12/05/2021 por raas

«¿Qué tratamos de realizar? Cambiar la organización social sobre la que reposa la prodigiosa estructura de la civilización, construida en el curso de siglos de conflictos en el seno de sistemas avejentados o moribundos, conflictos cuya salida fue la victoria de la civilización moderna sobre las condiciones naturales de vida.» William Morris, ¿Dónde estamos?

Por Miquel Amorós

Walter Benjamín, en su articulo Teorías del fascismo alemán, recuerda la frase aparentemente extemporánea de León Daudet, «el automóvil es la guerra», para ilustrar el hecho de que los instrumentos técnicos, no encontrando en la vida de las gentes un hueco que justifique su necesidad, fuerzan esa justificación entrando a saco en ella. Si la realidad social no está madura para los avances técnicos que llaman a la puerta tanto peor para la realidad, porque será devastada por ellos. El resultado es que la sociedad entera queda transformada por la técnica como tras una guerra.

Realmente, con sólo citar la gran cantidad de desplazamientos de la población, la enormidad de datos almacenados y procesados por la moderna tecnología de la información y el gran número de bajas por accidentes, suicidios o patologías contemporáneas, parece que una guerra, en absoluto fría, sucede a diario en los escenarios de la economía, de la política, o de la vida cotidiana. Una guerra en la que siempre se busca vencer gracias a la superioridad técnica en automóviles, en ordenadores, en biotecnologías… Por la propia naturaleza de la sociedad capitalista, los cada vez más poderosos medios técnicos no contribuyen de ningún modo a la cohesión social y al desarrollo personal, ya que la técnica sólo sirve para armar al bando ganador. Para Benjamin pues, y para nosotros, «toda guerra venidera será a la vez una rebelión de esclavos de la técnica».

Los adelantos técnicos, son todo menos neutrales, en todo desarrollo de las fuerzas productivas debido a la innovación técnica siempre hay ganadores y perdedores. La técnica es instrumento y arma, por lo que beneficia a quienes mejor saben servirse de ella y mejor la sirven. Un espíritu critico heredero de Defoe y Swift, Samuel Butler, denunciaba el hecho en una utopía satírica. «(…) en esto consiste la astucia de las máquinas: sirven para poder dominar (…); hoy mismo las máquinas sólo sirven a condición de que las sirvan, e imponiendo ellas sus condiciones (…) ¿No queda manifiesto que las máquinas están ganando terreno cuando consideramos el creciente número de los que están sujetos a ellas como esclavos y de los que se dedican con toda el alma al progreso del reino mecánico?» (Erewhon o allende las montanas). La burguesía utilizó las máquinas y la organización «científica» del trabajo contra el proletariado.

Las contradicciones de un sistema basado en la explotación del trabajo que, por un lado expulsaba a los trabajadores del proceso productivo y, por el otro, alejaba de la dirección de dicho proceso a los propietarios de los medios de producción, se superaron con la transformación de las clases sobre las que se asentaba, burgueses y proletarios. La técnica ha hecho posible un marco histórico nuevo, nuevas condiciones sociales ­las de un capitalismo sin capitalistas ni clase obrera­ que se presentan como condiciones de una organización social técnicamente necesaria. Como dijo Mumford, «Nada de lo producido por la técnica es más definitivo que las necesidades y los intereses mismos que ha creado la técnica» (Técnica y civilización). La sociedad, una vez que ha aceptado la dinámica tecnológica se encuentra atrapada por ella. La técnica se ha apoderado del mundo y lo ha puesto a su servicio. En la técnica se revelan los nuevos intereses dominantes.

Cuando «la dominación de la naturaleza queda vinculada con la dominación de los hombres» (Herbert Marcuse, El Hombre Unidimensional), el discurso de la dominación ya no es político, es el discurso de la técnica. Busca legitimarse con el aumento de las fuerzas productivas que comporta el progreso tecnológico una vez que ha puesto a su servicio el conocimiento científico. El progreso cientifico-técnico proporciona a los individuos una vida que se supone tranquila y cómoda y por eso es necesario y deseable. La técnica, que ahora se ha convertido en la ideología de la dominación, proporciona una explicación suficiente para la no libertad, para la incapacidad de los individuos de decidir sobre sus vidas: la ausencia de libertad implícita en el sometimiento a los imperativos técnicos es el precio necesario de la productividad y el confort, de la salud y el empleo.

La idea del progreso era el núcleo del pensamiento dominante en el periodo de ascenso y desarrollo de la burguesía, progreso que pronto perdió su antiguo contenido moral y humanitario y fue identificado con el avance arrollador de la economía y con el desarrollo técnico que lo hacía posible. Efectivamente, los inventos técnicos y los descubrimientos científicos en el siglo XIX fueron tantos y provocaron tantos cambios económicos que generaron en los países industrializados, y no sólo entre su clase dirigente, una religión de la economía, una creencia en ella como la panacea de todas las dificultades.

El progreso de la cultura, de la educación, de la razón, de la persona, etc, derivaría necesariamente del progreso económico. Bastaría un correcto funcionamiento de la economía para que la cuestión social cesara de dar disgustos. El mismo proceso se repetirá más tarde con la técnica, ante el fracaso definitivo de las soluciones económicas. Porque vueltos a la sociedad civil tras dos grandes guerras, se impone el pensamiento militar ­un pensamiento eminentemente técnico­ y los propios problemas económicos se creerán resolver con procedimientos y adelantos técnicos. La economía pasó a segundo plano y la técnica se emancipó. La propia economía ya no es más que una técnica.

«La emergencia de la tecnología occidental como fuerza histórica y la emergencia de la religión de la tecnología son dos aspectos del mismo fenómeno» (David F. Noble, La Religión de la Tecnología). Según este autor, el deslumbramiento ante el poder de la técnica tiene raíces en antiguas fantasías religiosas que perviven en el inconsciente colectivo de los hombres: la Creación, el Paraíso, el virtuosismo divino, la perfectibilidad infinita, etc. Eso significa que la técnica posee un fuerte contenido ideológico desde los comienzos, que ha llegado a ser dominante en la época de los totalitarismos, en la época de la disolución de los individuos y las clases en masas.

Desde entonces redefine en función de sí misma los viejos conceptos de «naturaleza», «libertad», «memoria», «cultura», «hechos», etc., en fin, inventa de nuevo la manera de pensar y de hablar. La técnica cuantifica la realidad y, bautizándola con su lenguaje ­con tecnicismos­, impone una visión instrumental de las cosas y de las personas. Neil Postman recuerda en Tecnópolis el adagio de que «a un hombre con un martillo todo le parece un clavo».

El mundo habla el idioma de los «expertos». Un divulgador de las maravillas de la ciencia moderna como Julio Verne describe en una de sus primeras novelas de anticipación a ese producto natural de la era tecnológica un tanto someramente, pero no olvidemos que lo hace en 1876: «Este hombre, educado en la mecánica, explicaba la vida por los engranajes o las transmisiones; se movía regularmente con la menor fricción posible, como un pitón en un cilindro perfectamente calibrado; Transmitía su movimiento uniforme a su mujer, a su hijo, a sus empleados, a sus criados, verdaderas máquinas-instrumentos, de las que él, el gran motor, sacaba el mejor provecho del mundo» (París en el siglo XX).

Por vez primera en la historia, la técnica representa al espíritu de la época, es decir, corresponde al vacío espiritual de la época. Las relaciones entre las personas pueden considerarse como relaciones entre máquinas. Toda una gama de las ciencias ha nacido con esos planteamientos: cibernética, teoría general de sistemas, etc. Los problemas reales entonces se convierten en cuestiones técnicas susceptibles de soluciones técnicas, que serán aportadas por expertos ­aquí decimos «profesionales»­ y adoptadas por dirigentes, »técnicos» en tomar decisiones. La dominación desde luego no desaparece; gracias a la técnica ha adoptado las apariencias de una racionalización y se ha vuelto también técnica.

La técnica ha vaciado a la época de contenido: todo lo que no es directamente cuantificable, y por lo tanto medible, y por lo tanto manipulable, automatizable, no existe para la técnica. El poder de la técnica no sólo ha comportado la atomización y amputación de los individuos, sino la muerte del arte y de la cultura en general; la nada espiritual es el mal del siglo. La filosofia existencial, la vanguardia artística, la proliferación de sectas y la aparición de masas hostiles al gusto y a la cultura, son fenómenos que representan la sensación vivida del proceso de aniquilación de la individualidad, de supresión de lo humano, en el que la acción, inconsciente y absurda, es puro movimiento.

Esta fatalidad histórica se intuye desde el principio de la era tecnológica, y nos la cuenta Meyrink en su relato Los Cuatro Hermanos de la Luna: «Por lo tanto las máquinas han llegado a ser los cuerpos visibles de titanes producidos por las mentes de héroes empobrecidos. Y como concebir o crear algo quiere decir que el alma recibe la forma de lo que se ve o se crea y se confunda con ella; así los hombres están ya encaminados sin salvación en el sendero que, gradual y mágicamente, los llevará a transformarse en maquinas, hasta que un día, despojados de todo, se encoiltrarán siendo mecanismos de relojería chirriantes, en perpetua agitación febril, como lo que siempre han tratado de inventar: un infeliz movimiento perpetuo».

La técnica se opone a los individuos como algo exterior, que poco a poco va desposeyéndoles del control de sus vidas y determinando sus acciones. En un mundo técnico, la máquina es más real que el individuo, que no es más que una prótesis suya. La fe en la técnica, que aun podíamos considerar burguesa, se ve acompañada entonces de un nihilismo cada vez más conformista y apologético, sobretodo en la fase postburguesa de la era tecnológica, fruto del desencantamiento del mundo y de la destrucción del individuo.

El pensamiento tecnocrático se complementa con una ideología de la nada, un verdadero mal francés que proclama la supremacía del modelo y la fascinación del objeto, que habla de la independencia del pensamiento respecto a la acción, del derrumbe de la historia y del sujeto, de las máquinas deseantes y del grado cero de la escritura, de la deconstrucción del lenguaje y de la realidad, etc. Desde el existencialismo y el estructuralismo hasta el postmodernismo, los pensadores de la nada constatan una serie de demoliciones de todo lo humano y se congratulan por ello; no pretenden contradecir la religión de la técnica, sino desbrozarle el camino.

No son originales, ni siquiera son pensadores: plagian las aportaciones criticas de la sociología moderna o del psicoanálisis y fabrican un verborrea ininteligible con préstamos crípticos ­como no­ del lenguaje científico. En la objetivación completa de la acción social que efectúa la técnica, aplauden la abolición del individuo social en tanto que sujeto histórico. El sistema, la organización, la técnica, ha evacuado al hombre de la vida y estos ideólogos anuncian con alegría, como una gran revelación, el advenimiento del hombre aniquilado, del ser vacío y superficial cuya existencia frívola y mecánica consideran la expresión misma de la creatividad y la libertad.

El dominio, el poder, en la política y en la calle, en la paz y en la guerra, pertenece al mejor equipado tecnológicamente. La burguesía ha sido substituida por una clase tecnocrática no nacida de una revolución antiburguesa sino de la creciente complejidad social forzada por la lucha de clases y la intervención estatal. En el camino hacia una nueva sociedad basada en la alta productividad proporcionada por la automatización y en la economía de servicios, la burguesía se ha metamorfoseado en una nueva clase dominante. Esta no se define por la propiedad privada o el dinero sino por la competencia y la capacidad de gestión; la propiedad y el dinero son necesarios pero no son determinantes. La fuerza de la clase dominante no proviene exclusivamente de la economía, ni de la política, ni siquiera de la técnica, sino de la fusión de las tres en un complejo tecnológico de poder que Mumford denominó «megamáquina».

Si la técnica, al convertirse en la única fuerza productiva, facilitó el triunfo de la economía, ahora la economía, al crear el mercado mundial, le ha allanado el camino a la técnica, y ésta impone la dinámica expansiva de la producción en masa al mundo entero. A su modo ha ridiculizado la figura del Estado, difuminando su historia y su papel después de que la economía lo convirtiese en el mayor patrón y la técnica lo transformase en una maquinaria de gobierno y de control de masas. Desde finales del XIX la estabilidad del sistema capitalista se consiguió gracias a la intervención del Estado, que desplegó una política económica y social correctora.

El Estado dejó de ser una superestructura autónoma para fusionarse con la economía y presentarse como un escenario neutral donde podía resolverse el enfrentamiento entre clases. El Estado pasaba a ser el garante de las mejoras sociales, de la seguridad y de las oportunidades. El Estado «del bienestar» fue una invención que aseguraba a la vez la revalorización del capital y la aquiescencia de las masas.

En su seno la política se convertía paulatinamente en administración, se profesionalizaba, se orientaba hacia la resolución de cuestiones técnicas. Aunque el régimen político fuera una democracia formal, la política no podía ser objeto de discusión pública: en tanto que planteamiento y resolución de problemas técnicos requería por un lado un saber especializado ­era una tecnopolítica­ en manos de una burocracia profesional, y por el otro, un alejamiento ­una despolitización­ de las masas. El progreso técnico conseguirá esta despolitización. Tenía la propiedad de aislar al individuo en la sociedad, al rodearlo de artilugios domésticos y sumergirlo en la vida privada. Por otra parte, cada etapa de dicho progreso anula la precedente, desarrollando un dinamismo compulsivo en el que la novedad es aceptada simplemente por ser novedad y el pasado es relegado a la arqueología.

De esta forma crea un continuo presente, en el que nunca pasa nada puesto que nada tiene importancia y donde los hombres son indiferentes. ¿Fin de la historia? En una de las mejores sátiras escritas contra la explotación del hombre gracias a la ciencia y la técnica, Karel Capek, ironiza sobre esta banalización de los hechos: en una sociedad con tantas posibilidades técnicas «no se podían medir los acontecimientos históricos por siglos ni por décadas, como se había hecho hasta entonces en la historia del niundo, sino por trimestres (…) Podríamos decir que la historia se producía al por mayor y que, por ello, el tiempo histórico se multiplicaba rápidameute (según cálculos, cinco veces más)» (La Guerra de las Salamandras).

Gracias al Estado, que fomentó la investigación a gran escala en el campo de las armas bélicas, desde donde pasó a la producción industrial de bienes, el progreso científico y técnico dio un gran salto, convirtiendo a la tecnociencia en la principal fuerza productiva. La evolución del sistema social, y por lo tanto, de la Economía y del Estado, estaba determinada a partir de entonces por el progreso técnico. Ello no solamente implicaba la decadencia del mundo del trabajo y anunciaba la obsolescencia de la clase obrera, que dejaba de ser la principal fuerza productiva, sino que significaba el fin del Estado protector. En las sociedades tecníficadas el control de los individuos se logra con estímulos exteriores mejor que con reglas que fijen sus conductas y los regimenten. Lo que domina entre los individuos no es el carácter autoritario ­y su complemento, el carácter sumiso­ sino la personalidad desestructurada y narcisista.

El fin del Estado era antes que nada, el fin del carácter «social» del Estado. Ahora ha de limitarse a ser una organización ­y cuanto más compleja, más técnica, y cuanto más técnica, con menos personal­ de servicios públicos baratos, una red de oficinas eficazmente conectadas, policiales, administrativas, jurídicas o asistenciales. Las condiciones sociales que impone la técnica autonomizada no son en absoluto favorables a una centralización política, no promueven ni el estatismo ni el desarrollo de una burocracia disciplinada, más conformes con un Welfare state, o con un modo de producción colectivista autoritario, o con un Estado totalitario, correspondientes a una fase social precedente de la técnica, que con el despotismo tecnológico contemporáneo. Todos los sectores de la burocracia estatal o paraestatal están siendo reciclados, es decir, reorganizados según estrictos criterios de rendimiento que priman sobre los intereses de grupo.

Como reza un antiguo proverbio bancario, todo es cuestión de números. Conviene recordar que quienes mandan no son los propietarios de los medios de producción ­los empresarios, la vieja burguesía­, o los administradores del Estado ­la burocracia­ sino de las élites ligadas a la alta tecnología y a la «ingeniería financiera». Esas élites son apátridas y se sirven de los Estados como se sirven de los medios de producción y de las finanzas, combatiendo todo desarrollo autónomo de los mismos y exigiendo eficacia. Tampoco hay que olvidar que todo proceso técnico ­productivo, financiero, político­ tiende a eliminar a las personas y hacerse automático. Las masas no son necesarias más que en tanto que no existan máquinas para substituirlas.

El Estado totalitario era una técnica de gobierno donde todos los movimientos de las masas eran simplificados y reducidos a acciones predecibles, como en un mecanismo. Para él el pensar era una actitud subversiva y la obediencia la mayor de las virtudes públicas. Por eso necesitaba un enorme aparato policial. Pero la misma lógica de la técnica conduce al automatismo de las conductas, con cada vez menos necesidad de control, y por lo tanto, sin necesidad de líderes ni de grandes burocracias. Ni de grandes aparatos policiales; es mejor videovigilancia,unidades especiales de intervención rápida y servicios de protección privados. El individuo no existe, la clase obrera no existe, el Estado puede reducirse a una pantalla, es decir, puede virtualizarse. En ese momento histórico estamos.

La mecanización del mundo es la tendencia dominante de un proceso acabado en líneas generales. Pero todavía se dan contradicciones entre sectores más avanzados y menos avanzados, entre tradiciones burguesas y estatistas e impulsos desmesurados hacia la tecnificación, entre clases en proceso de disolución que ya no son sino grupos particulares con intereses privados y la nueva clase emergente, unificada y estable, extremadamente jerarquizada, en la que la posición de poder depende del elemento técnico. La técnica es un factor estratégico decisivo que se guarda como si fuera un secreto: es el secreto de la dominación. Pero eso no significa que los técnicos, por el mero hecho de serlo, gocen de una situación privilegiada.

Evidentemente la oferta de empleos a profesionales y técnicos es la única que ha crecido, aunque en modo alguno ha aparecido una clase nueva de «mánagers», de directivos, dispuesta a hacerse con el poder. Lo único que ha variado es la composición de los asalariados. Los expertos no mandan, solamente sirven. Los cuadros, la intelligentsia técnica, es sólo el espejismo de una clase provocado por los cambios ocurridos en los primeros momentos de la aparición de la alta tecnología, de la tecnociencia, cuando realmente esos asalariados desempeñaron un papel: el de facilitar su institucionalización. Con la especialización y la fragmentación crecientes del conocimiento y con el desarrollo del sistema educativo en la dirección más favorable a la tendencia dominante y su extensión a toda la población, todo el mundo está preparado para obedecer a las máquinas. Técnicos lo somos todos. La formación técnica no es ninguna bicoca: es la característica mas común de todos los mortales. Es la marca de su desposesión.

La transformación del proletariado en una gran masa de asalariados sin ningún lazo ni solidaridad de clase no ha eliminado las luchas sociales, pero sí la lucha de clases. Cuando resultan perjudicados intereses surgen conflictos que pueden llegar a ser de gran intensidad y violencia pero que no tocan lo esencial ­la técnica y la organización social basada en ella­ y por consiguiente, no amenazan al sistema. No podemos interpretar las luchas de los funcionarios, de los excluidos, de los empleados, de los pequeños agricultores, de los cuadros, etc., en términos de lucha de clases. Son respuestas al capital que en su proceso de revalorización daña intereses sectoriales propios de determinados grupos sociales que no encarnan ni pueden encarnar el interés general, por lo que no ponen en peligro al sistema de dominación.

El momento clave de la lucha es siempre la negociación, y esa la efectúan especialistas. Ningún grupo oprimido específico puede por su situación objetiva llegar a ser embrión de una clase social, un sujeto histórico cuyas luchas lleven consigo las esperanzas emancipatorias de la mayoría de la población. Todas las luchas ocurren ya en la periferia del sistema. El sistema no necesita a nadie, no depende de ningún grupo en concreto. Si éste se segregara, el sistema funcionaría igual sin él. Su lucha, por tanto, sólo será marginal y testimonial.

Carece de las perspectivas revolucionarias de la vieja y desaparecida lucha de clases. Los grupos sociales oprimidos ya no se enfrentan a la dominación como clase contra clase. Por otra parte, ningún grupo aspira a la liquidación del sistema, porque ningún grupo, a pesar de la acumulación de efectos nocivos, ha contestado la supremacía de la técnica, que proporciona cohesión y solidez a la dominación. El consenso respecto a la técnica ­todo el mundo cree que no se puede vivir sin ella­ justifica el dominio de la oligarquía tecnocrática y diluye las necesidades de emancipación de la sociedad.

Toda revuelta contra la dominación no representará el interés general si no se convierte en una rebelión contra la técnica, una rebelión luddita. La diferencia entre los obreros ludditas y los modernos esclavos de la técnica reside en que aquellos tenían un modo de vida que salvar, amenazado por las fábricas, y constituían una comunidad, que sabía defenderse y protegerse. Por eso fue tan difícil acabar con ellos. La represión dio lugar al nacimiento de la policía inglesa moderna y al desarrollo del sistema fabril y del sindicalismo británico, tolerado y alentado a causa del luddismo. La andadura del proletariado comienza con una importante renuncia, es más, los primeros periódicos obreros ­cito a L´Artisan, de 1830­ elogiarán las máquinas con el argumento de que alivian el trabajo y que el remedio no está en suprimirlas sino en explotarlas ellos mismos.

Contrariamente a lo que afirmaban Marx y Engels, el movimiento obrero se condenó a la inmadurez política y social cuando renunció al socialismo utópico y escogió la ciencia, el progreso (la ciencia burguesa, el progreso burgués), en lugar de la comunidad y el desarrollo individual. Desde entonces la idea de que la emancipación social no es «progresista» ha circulado por la sociología y la literatura más que por el movimiento obrero, con la excepción de algunos anarquistas y seguidores de Morris o Thoreau.

Así por ejemplo, tendríamos que abrir la novela Metrópolis, de Thea Von Harbou, para leer arengas como ésta: «De la mañana a la noche, a mediodía, por la tarde, la máquna ruge pidiendo alimento, alimento, alimento. ¡Vosotros sois el alimento! ¡Sois el alimento vivo! ¡La máquina os devora y luego, exhaustos, os arroja! ¿Por qué engordáis a las máquinas con vuestros cuerpos? ¿Por qué aceptáis sus articulaciones con vuestro cerebro? ¿Por qué no dejáis que las máquinas mueran de hambre, idiotas? ¿Por qué no las dejáis perecer, estúpidos? ¿Por qué las alimentáis? Cuanto más lo hagáis, más hambre tendrán de vuestra carne, de vuestros huesos, de vuestro cerebro. Vosotros sois diez mil. ¡Vosotros sois cien mil! ¿Por qué no os lanzáis, cien mil puños asesinos, contra las máquinas?». Evidentemente, la destrucción de las máquinas es una simplificación, una metáfora de la destrucción del mundo de la técnica, del orden técnico del mundo, y esa es la inmensa tarea histórica de la única revolución verdadera. Es una vuelta al principio, al saber hacer de los comienzos que la técnica había proscrito.

No se trata de un retorno a la Naturaleza, aunque las relaciones de los hombres con la Naturaleza habrán de modificarse radicalmente y basarse menos en la explotación que en la reciprocidad, pues al destruir la Naturaleza se destruye inevitablemente naturaleza humana. Ya no es cuestión de dominarla sino de estar en armonía con ella. La existencia de los seres humanos no habrá de concebirse como pura actividad de apropiación de las fuerzas naturales, movimiento, trabajo.

Una sociedad no capitalista, es decir, librada de la técnica, no será una sociedad industrial pero tampoco una especie de sociedad paleolítica; habrá de conformarse con la cantidad de técnica que se pueda permitir sin desequilibrarse. Debe eliminar toda la técnica que sea fuente de poder, la que destruya las ciudades, la que aísle al individuo, la que despueble los campos, la que impida la aparición de comunidades, etc., en fin, la que amenace el modo de vida libre. Todas la civilizaciones anteriores fundadas en la agricultura, la artesanía y el comercio, han sabido controlar y contener las innovaciones técnicas. La sociedad capitalista ha sido una excepción histórica, una extravagancia, un desvío.

Si quienes se hallan comprometidos en la lucha contra la técnica miran a su alrededor, constatarán que los estragos tecnológicos despiertan todavía una débil oposición, parasitada por el ecologismo político o directamente recuperada por gente al servicio del Estado Por otra parte, ningún movimiento de una cierta amplitud, partiendo de conflictos precisos, ha tratado de organizarse claramente contra el mundo de la técnica. Apenas se redescubren las grandes aportaciones de la sociología critica americana, o las de la escuela de Frankfurt, o la obra de Ellul, no obstante tener muchos años de existencia.

La tarea de actualizar esa crítica y ponerla en relación con la de transformar radicalmente las bases sobre las que se asienta la sociedad moderna es algo que todavía no comprenden más que pocos. Los más, tratan de combatir al sistema desde terrenos con cada vez menos peso: el de las reivindicaciones obreras, el de los derechos de las minorías, el de los centros juveniles, el de la exclusión social, el del sindicalismo agrario, etc. Sin menospreciar el compromiso social de nadie, estas luchas tienen un horizonte limitado, no sea más que porque evitan la cuestión clave, cuando no comparten con el sistema su tecnofilia.

De todas formas, merecen apoyo aquellas que reconstruyen la sociabilidad entre sus participantes e impiden la creación de jerarquías. La acción de quienes se oponen al mundo de la técnica todavía no ha llevado a grandes cosas, ya que tal oposición es sólo una causa y no un movimiento. Pero al menos ha servido para incrementar la insatisfacción que la técnica viene sembrando y para apuntar en la buena dirección La apología de la técnica pone en mala posición a sus partidarios cuando deviene demasiado visiblemente apología del horror. El sistema admite no ser ningún paraíso y se justifica como el único posible, tanto que no haya nadie que pueda mandarlo al basurero de la historia. Ahí estamos. El sistema tecnocrático produce ruinas, lo que favorece la difusión de la crítica y posibilita la acción contra él. La cuestión principal son los principios más que los métodos.

Cualquier proceder es bueno si es necesario y sirve para popularizar las ideas, sin que ello sea óbice para ninguna capitulación: se participa en las luchas para hacerlas mejores, no para degenerar con ellas. En ausencia de un movimiento social organizado, las ideas son lo primero, el combate por las ideas es lo importante, pues ninguna perspectiva puede nacer de una organización donde reine la confusión respecto a lo que se quiere. Pero la lucha por las ideas no es una lucha por la ideología, por una satisfecha buena conciencia. Hay que abandonar el lastre de las consignas revolucionarias que han envejecido y se han vuelto frases hechas: resulta incongruente cuando no existe proletariado hablar del poder absoluto de los Consejos Obreros, o de la autogestión generalizada cuando sería cuestión de desmantelar la producción. El final del trabajo asalariado no puede significar la abolición del trabajo, puesto que la tecnología que suprime y automatiza el trabajo necesario sólo es posible en el reino de la Economía.

Las teorías de Fourier sobre la «atracción apasionada» serían más realistas. Tampoco una acción voluntarista sirve de mucho, si las masas que consiga agrupar no sepan qué hacer una vez hayan decidido hacerse cargo, sin intermediarios, de sus propios asuntos. En esa situación, incluso los éxitos parciales, al abrir perspectivas que no podrán afrontarse con coherencia y determinación, acabarán con el movimiento mejor aún que las derrotas.

La tarea más elemental consistiría en reunir alrededor de la convicción de que el sistema debe ser destruido y edificado de nuevo sobre otras bases al mayor número de gente posible, y discutir el tipo de acción que más conviene a la práctica de las ideas derivadas de dicha convicción. Dicha práctica ha de aspirar a la toma de conciencia por lo menos de una parte notable de la población, porque mientras no exista una conciencia revolucionaria suficientemente extendida no podrá reconstituirse la clase explotada y ninguna acción de envergadura histórica, ningún retorno de la lucha de clases, será posible.

fuente http://www.lahaine.org/index.php?blog=2&p=16705

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Declaración de Ravachol, durante su proceso, en Junio de 1892 *

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