Este capitalismo dotado de una gigantesca capacidad productiva, necesita instalar en las subjetividades el consumo como deseo. Pero como abomina de la posible morosidad de este deseo, de la tendencia a cocerse a fuego lento, también busca instalar, en el interior de cada uno, los impulsos voraces hacia el consumo, la actitud hedonista. (…) Privilegiando la velocidad, por tanto neutralizando los mecanismos de autocontrol.
Produce una cultura del consumismo, del consumo vertiginoso, que proporciona goce instantáneo pero compromete el futuro. Para ello ha instalado las instituciones que permiten realizar esos impulsos internalizados: los mall, las grandes tiendas, los sistemas crediticios.
En el terreno de la cultura promueve una imagen hedonista del mundo que proviene de una fuente principal, la ideología en sí, expresada también en la propaganda, en la televisión.
La construcción de nuestras ciudades latinoamericanas en código hedonista como sociedades en que el disciplinamiento va acompañado del gozo, lo realiza constantemente la ideología neoliberal. Eso es lo que hace que cuando habla de que somos sociedades modernas.
Para efectos de promoción de una cultura hedonista, el significado de esa representación es doble. Se trata de un discurso que nos dice, primero, que ya hemos realizado los esfuerzos necesarios para poder compensar el ascetismo del trabajo con los placeres del consumo. Segundo, que en esta sociedad moderna, la pobreza no es nuestra responsabilidad sino la de los pobres que no han sabido aprovechar las oportunidades. La modernidad me permite consumir sin remordimiento y sin peligro, lo que es más importante. Los pobres tienen que entender que sin ricos no se necesitarían jardineros, ni se construirían edificios, ni se darían propinas a la salida de los restaurantes.
A su vez, la propaganda crea y reproduce en escala ampliada el deseo de la adquisición vertiginosa. Esparce ante nuestros ojos el deleite de los objetos o de los servicios, todo lo escenifica en medio de la belleza y el confort.
Los bebedores de cerveza son rubios hermosos, los portadores del blue-jeans son seductores, apuestos. Pero los compradores de automóviles los superan a todos, reúnen las máximas cualidades. En sus cuerpos se refleja la máxima potencia. No solo están bien vestidos sino que también son elegantes, más hermosos aun que los otros. Se advierte que tienen la capacidad de adquirir todo lo que desean.
La propaganda trabaja con la consigna del consumidor soberano. Y esa potencia adjudicada a quienes aparecen en los spots es real, porque estos escenifican a los ricos. La impostura consiste en la generalización a que se nos induce. Es la de imaginarnos a nuestros países poblados por seres apuestos, elegantes y adinerados. La propaganda repite, en otro código, el mismo discurso de la modernidad.
En la televisión, las telenovelas vehiculan el mismo mensaje a través de la sentimentalización de la vida, la estetización de la pobreza, la presentación de un mundo colmado de seres ricos y hermosos. Un mundo de mansiones, donde casi nadie vive del agobio del trabajo. Un mundo idílico y romántico donde el principal sufrimiento son las penas de amor.
En este consumo de imágenes placenteras y de historias con final feliz, los televidentes exorcizan la dureza de sus labores y el agobio de la metrópoli. A través de la identificación con los héroes, participan en la vida romántica y gozosa, viven como suyos los sufrimientos de los protagonistas.
Este tipo de discurso televisivo permite una resignificación de lo cotidiano, con su pesada cerga de disciplinas y deberes. No se trata de una fuga, en la cual el auditor se enfrenta al aparato sin mirar, sin emocionarse. Se trata del goce de un placer que se consigue por el involucramiento. Se trata de una actividad que, aun siendo pasiva, es conectiva.
Estas formas de construcción de una cultura hedonista para efectos de incentivación del consumo, tienen relación con un proceso muy importante ocurrido en las capas más profundas de la cultura. Ha ocurrido una extensa secularización del sentido de vida.
Al convertirse el consumo en un aspecto decisivo de los proyectos vitales se tiene que producir simultáneamente una transformación del concepto de trabajo. Tiene que producirse una generalizada mercantilización de éste. Debe desligarse del placer, de los aspectos vocacionales de realización, para pasar a ser vivido como proveedor de dinero.
Sentidos de vida que giran en torno al consumo, giran simultáneamente en torno al trabajo y/o en torno al dinero. Para que el consumo se instale masivamente de esta forma se hace necesaria la muerte de las motivaciones trascendentales, sean ellas la revolución o la emancipación humana o la fe religiosa que dicta códigos de vida.
Esa muerte de los motivos trascendentales, que orientan a los sujetos a comportamientos ascéticos o estoicos, tiene relación con el cambio de matriz cultural que ha tenido lugar en América Latina por la instalación del neoliberalismo, sea este proceso dictatorial o políticamente pacífico.
(…) El desarrollo y expansión de una matriz cultural individualista-hedonista es una herencia de las dictaduras militares o de otros procesos de constitución de un capitalismo neoliberal. Ellas han hecho culminar la mercantilización de las sociedades y producido por tanto el «aburguesamiento» de la cultura. Los sentidos de vida ligados a la matriz comunitaria han sido sustituidos por otros.
Se trata de sentidos de vida centrados en una visión individualista de la realización humana, lo cual exige eliminar las motivaciones altruistas y, despojados de carácter trascendental intra-mundano o extra-mundano.
Tomás Moulian
Capítulo del libro El consumo me consume, Tomás Moulian, Ed. Libros del Ciudadano, Chile, 1998.
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