Cuestiones de principio
El petróleo, durante el siglo XX, ha sido el gran aliado material del capitalismo y, por ende, del sistema de dominación social. En consecuencia, y dado el carácter finito de este recurso, está destinado a convertirse también en su gran punto de debilidad estratégica. Esto constituye en esencia el carácter ambiguo y frágil de la organización económica mundial. No se puede ignorar que pueblos y civilizaciones anteriores agotaron atolondradamente elementos y bienes materiales que hacían posible su forma de existencia.
Las enormes deforestaciones de siglos precedentes, la existencia de grandes regiones erosionadas, dan testimonio de ello. Pero el petróleo, como en algunos aspectos el carbón, ha permitido una apropiación novedosa de la naturaleza al hacer posible una movilidad sin restricciones. Esta movilidad hizo posible que las industrias de transformación pudiesen disponerse de forma heterogénea con respecto a las fuentes de materias primas, que el comercio mundial y las comunicaciones lograsen una integración impensable en épocas anteriores, que se expandieran sin límites las áreas de inversión y recuperación del capital, que el radio de actividad diaria de un sólo individuo se ampliase a la escala del planeta.
El petróleo ha sido la condición material por la cual se ha intentado lograr la desmaterialización de todo lo que condicionaba antaño la economía. Esta desmaterialización no tiene por base sino las enormes redes de transporte, la agricultura industrial motorizada y la proliferación de materiales de síntesis: sobre esta base ha podido constituirse la economía global de servicios, con las grandes urbes como nodos donde se concentra el poder y desde donde se gestionan las inversiones y la alocación de los recursos. En las áreas urbanas de occidente ha podido crecer este tipo de empleo subsidiario, de gestión y de dirección, y de los servicios técnicos que les son imprescindibles, creándose sectores de la actividad completamente aislados de la producción de alimentos y de recursos primarios como el agua y los combustibles. Esta extensión de la producción desmaterializada es, obviamente, una ilusión sostenida sobre el control policiaco y militar de la energía y las materias primas del planeta, donde el conocido despilfarro energético no es su mero efecto perverso, sino la condición indispensable para que este sistema pueda perdurar.
Los derivados del petróleo han modelado la vida económica de occidente: su mundo material está levantado sobre la movilidad y la mecanización, sobre los materiales de sustitución y las industrias petroquímicas, sobre la especulación del oro negro y el culto del automóvil.
La dependencia de este recurso energético ha seguido una escala inquietante desde el fin de la Primera Guerra Mundial, moviendo los hilos de la llamada geoestrategia y provocando tensiones inéditas. Por lo demás, su aplicación masiva al transporte, la agricultura y las industrias de transformación, han puesto estas actividades fuera de toda racionalidad ecológica, lo que convertirá el siglo XXI en un paso angosto, tal vez infranqueable, para la especie humana. Todo lo dicho anteriormente no dejan de ser evidencias. Lo que viene a continuación hace referencia a las opiniones y análisis sobre el inminente, al decir de algunos, agotamiento del petróleo barato.
Desde mediados de los años noventa, ha crecido la inquietud sobre esta cuestión, en especial desde las aportaciones realizadas por geólogos como Campbell, Lahèrrere, Deffeyes, etc., No discutiremos aquí tanto la validez de sus afirmaciones, lo que quedaría fuera de nuestra capacidad, como las implicaciones que el agotamiento o escasez del petróleo puedan tener en nuestras perspectivas de transformación social.
Mediatizados como estamos por la difusión de opiniones parciales e interesadas, y dado lo dificultoso que es dar con una inteligencia que pueda unificar todas las informaciones y factores que intervienen, ¿cómo podríamos nosotros aceptar sin más la inminencia sobre el agotamiento del petróleo? Dejamos a otros, mejor dotados o más audaces que nosotros, la ardua tarea de especular sobre la evolución futura de la industria petrolera, pero indudablemente no por ello renunciemos a la reflexión de lo que el fin del petróleo podría suponer para nuestras aspiraciones colectivas.
La cuestión central que este breve ensayo quiere plantear es la siguiente. El petróleo ha sido el flujo que ha movilizado la economía occidental durante más de un siglo. Muchas voces se levantan hoy para anunciar que la producción petrolera está cercana a su culmen y que a partir de ahí, el precio del crudo se encarecerá a tal punto que necesariamente asistiremos a una crisis energética, dañándose gravemente el comportamiento económico de todo el planeta. Las consecuencias, de producirse este hecho, serían sin duda grandiosas y espectaculares. Pero lo que nos interesa aquí es dilucidar si la caída más o menos acelerada del régimen petrolero abre una brecha para nuevas posibilidades sobre las que reconstruir una sociedad autónoma, radicalmente diferente a la que conocemos.
En efecto, más allá de una cierta inquietud ecologista, empeñada en una transición sostenible que nos lleve a una futura sociedad de energías limpias y ciudades radiantes, lo que nos incumbe es analizar de qué manera estos discursos proecológicos ocultan cuestiones de mayor calado, como por ejemplo, de qué modo podemos retomar la presunta crisis energética que se avecina para subvertir el modelo de cultura material y de distribución del poder que hoy delimitan nuestra forma de vida. En suma, la caída de un régimen energético pujante y poderoso como es el de los hidrocarburos ¿encierra alguna posibilidad por mínima que sea de debilitamiento del sistema de dominación? Responder apresuradamente a esta cuestión, sea en un sentido o en otro, significaría ignorar su complejidad. De momento, extenderemos la cuestión de forma más detallada.
El petróleo en la historia
La historia del petróleo está cuajada de enseñanzas sobre las ambiciones de riqueza y poder de las industrias y estados. Podríamos delimitar esta historia en dos grandes y complejas etapas que nos llevarían hasta las crisis de los años setenta. La primera etapa iría desde 1859, año en que se abre el primer pozo petrolífero a manos del legendario Drake, y que va hasta la Segunda Guerra Mundial, época en que Norteamérica comenzaría a perder su papel de primer exportador de petróleo. Esta etapa contiene la formación de los grandes imperios petroleros (Standard Oil, Royal Dutch-Shell, Anglo-Persian, Gulf), las primeras y terribles luchas por el control de los mercados internacionales, la búsqueda de yacimientos de Venezuela a México, de la antigua Persia a Indonesia.
De la guerra colonizadora por dominar los países donde se encontraba el petróleo. La Primera Guerra Mundial fue ya una guerra donde los motores de explosión cambiaron el aparato bélico, y donde el aprovisionamiento de combustible pasó a primer plano. A partir de ahí, el parque automovilístico comenzaría su crecimiento. Los años que siguieron a la Gran Guerra de 1914 se distinguieron por una lucha intensa de las grandes potencias por acceder a los territorios de la antigua Turquía y, más tarde, la zona del Golfo Pérsico. La guerra de precios marcaría una enorme inestabilidad para el mercado.
Sólo dos décadas más tarde, hacia 1928, se alcanzaría una cierta estabilidad con los acuerdos de Achnacarry, firmados en conjunto por los representantes de la Royal Dutch-Shell, la Standard Oil de New Jersey y la Anglo-Iranian, y más tarde sancionados por otras compañías. Este acuerdo establecía en verdad una cartelización que de forma tácita dominaría el mercado internacional durante años, ajustando los precios del crudo con los parámetros del Golfo de Méjico. En cualquier caso, toda esta etapa incluye la escalada creciente de las compañías norteamericanas en el Oriente Medio, primero en los antiguos territorios de Turquía, después en Bahrein, Kuwait y Arabia Saudí.
La novedad de este período la constituye la primera ofensiva de «descolonización» petrolera, cuando el gobierno de Méjico, en 1937, emprende la nacionalización de su producción. Así mismo, el rasgo que resalta de esta época es el predominio del mercado petrolero de Estados Unidos, cuya producción se vio colosalmente reforzada por los yacimientos del Este de Tejas a partir de los años treinta. En 1938, Estados Unidos controlaba todavía el 63% de la producción mundial, y sólo a partir de mediados de los cincuenta su producción disminuiría con relación a la de Oriente Medio. Ni que decir tiene que la Segunda Guerra Mundial fue, en buena medida, una «guerra del petróleo», siendo la falta de abastecimiento de combustible una de los factores que determinaron la derrota del ejército alemán.
Esta primera etapa, como se ve, sentó las bases históricas y geográficas de la industria petrolera, y dio paso a lo que podríamos considerar como un período de conflictos larvados, de una mayor delimitación de las zonas petroleras y de una estabilidad frágil que estallaría a principios de los años setenta. Señalaremos, sobre todo, tres grandes tendencias de onda larga en esta segunda etapa. La primera es el indudable crecimiento de la importancia de Oriente Medio en cuanto a volumen de producción, con las preocupaciones estratégicas que eso acarreaba a las naciones poderosas de occidente. Surgía el sentimiento de orgullo nacional de los países exportadores, que condujo a las crisis de Irán en 1951, y a la del canal de Suez en 1956, con el precedente de Venezuela.
Ambas revueltas se resolvieron con una clara derrota de la influencia británica en la zona, para contento de Estados Unidos, que de esa forma lograba mayores cuotas de participación en la explotación del petróleo y en el control de ambos países. El intento de nacionalización de Mossadegh en Irán terminaría en 1954, con la creación de la NIOC (Compañía Nacional Iraní del Petróleo), un consorcio internacional donde la propiedad de los yacimientos pasaba a manos de Irán y donde las compañías norteamericanas obtenían un jugoso 40% de participación, estando representados igualmente la British Petroleum, la Royal Dutch-Shell y los intereses petroleros franceses. Pero las reivindicaciones de los países exportadores iban a tomar fuerza, instigados por el gobierno de Venezuela, hasta la fundación de la OPEP. Esta se crearía en 1960, y fue sobre todo mediada esa década cuando se verá claramente que los países exportadores estaban dispuestos a ganar el control total sobre el crudo, abriéndose pocos años más tarde el proceso de nacionalizaciones que conoceremos en Libia, Irak, Perú, Bolivia, Venezuela, etc.
La segunda tendencia alude al efecto que el petróleo barato llegado de Oriente Medio estaba logrando sobre Europa: declive del carbón y reestructuración del modo de vida siguiendo las pautas dictadas por los combustibles derivados del petróleo. En los años cincuenta comenzaría la inquietud de los Estados por la búsqueda de fuentes de energías seguras o innovadoras, se fundaría Euratom, el organismo europeo para la energía nuclear.
Finalmente, la tercera tendencia se relaciona igualmente con el efecto que la expansión del petróleo de bajo coste de Oriente Medio estaba teniendo sobre la producción interior norteamericana. En 1959, Eisenhower promulgarías las cuotas a la importación, como medida proteccionista. A mediados de los años sesenta, las grandes compañías anglo-americanas empezarían a sentir una baja en su tasa de beneficios, lo que les llevaría ya en aquel momento a la búsqueda desesperada de zonas de extracción alternativas como en Prudhoe Bay (Alaska, 1968) en Latinoamérica, en el Mar del Norte, o en Noruega, donde los primeros pozos se abren en 1969. Estas tres tendencias, como vemos, sumadas al crecimiento del gigante ruso, que pronto empezaría a aumentar su producción de gas y petróleo, concluirán en la crisis de 1973, cuyas implicaciones se dejarán sentir durante toda la década de los setenta [1].
El petróleo sigue entonces unido a la conflictividad y la guerra sucia. Como ejemplo de ello, baste citar los intereses de la compañía Elf, envueltos en la guerra de secesión en Nigeria, a finales de los años sesenta. O, como menciona de pasada Richard O’Connor a propósito de la guerra de Viet-Nam: «Por encima de las consideraciones emotivas que envuelven, el problema vietnamita, se halla el factor de que las costas del Sudeste de Asia dominan uno de los más grandes golletes marítimos: el estrecho de Malaca, y por lo tanto controla el paso de las flotas de barcos-cisterna.» [2] Todo el periodo, no hay que olvidarlo está además dominado por el concepto y la estrategia de la Revolución Verde, vergonzosa forma de colonización donde países enteros de África, Asia o Centroamérica son introducidos a los métodos y prácticas de la agricultura industrial, haciendo las pequeñas economías campesinas cada vez más dependientes de la motorización y las industrias petroquímicas. En el occidente opulento, la guerra silenciosa del petróleo había conquistado la vida cotidiana de sus habitantes, sumergiéndolos en todo tipo de derivados del petróleo y esclavizándoles a sus automóviles.
Todo esto por lo que respecta a la prehistoria del petróleo, es decir, las fases previas a las crisis de los años setenta. Hay que decir que ya a partir de la primera guerra mundial, la cuestión del agotamiento inminente del petróleo inquietó periódicamente los intereses industriales norteamericanos. En los años setenta esta inquietud se superó progresivamente, ya que las dos crisis petroleras de 1973 y 1979 obligaron a las compañías a diversificar y ampliar sus prospecciones e hizo que los estados se plantearan políticas de ahorro. El crecimiento productivo de Méjico o la URSS, la explotación del petróleo del Mar de Norte, la búsqueda de otras fuentes de energía, la inversión en tecnología extractiva, fueron factores que descargaron parcialmente el peso de la dependencia con respecto al petróleo-OPEP.
En los años ochenta, dentro del marco de la Agencia Internacional de la Energía, los países occidentales se comprometieron a crear las llamadas «reservas estratégicas» de crudo, reservas que podían servir para mantenerse en los período de crisis de abastecimiento. En 1985 se había producido una caída de los precios del crudo, y fue a partir de entonces que los países de Europa reiniciaron un despegue económico y abandonaron paulatinamente sus políticas de contención energética.
A partir de aquella época la OPEP conseguiría una cierta estabilidad del precio del crudo, que duraría hasta finales de los años noventa. Esta estabilidad no fue rota por la guerra del Golfo [3], no obstante, los años noventa traerían un periodo de sanciones a la exportación para países como Irak, Libia o Sudán. Es un lugar común afirmar que la guerra lanzada contra Irak en 1990 fue motivada sobre todo con el fin de sacar la producción petrolera iraquí del mercado internacional, y asegurar de esa forma una especie de enorme «reserva estratégica» para el futuro. No se puede olvidar que con el inicio de esta ofensiva Estados Unidos e Inglaterra se aseguraban un nuevo control estratégico sobre la zona del Golfo.
Todos estos capítulos nos conducen a la situación actual, después de la invasión de Afganistán y la de Irak, en 2002 y 2003, respectivamente, la pasada guerra en el Líbano y la inquietud creciente por el control de zonas estratégicas como el mar del Caspio, el Africa subsahariana o Venezuela. Si a todo esto añadimos la aparición en escena de gigantes sedientos de combustible como China o India, tenemos todos los ingredientes necesario para abrir un período tenso y dramático, con precios muy elevados del crudo y el anuncio de su inminente escasez.
¿Una geología subversiva?
Hasta aquí no hemos hecho sino mostrar algunos trazos históricos y cronológicos que nos pueden ayudar a delimitar el terreno donde ha surgido el interrogante sobre el agotamiento del petróleo barato. La crisis de escasez que se anuncia hoy podría resultar creíble si se constata que los años sesenta del pasado siglo marcaron la época de mayores descubrimientos de yacimientos, época desde la cual asistimos a un lento pero firme declive en el ritmo de los descubrimientos.
En su artículo ya clásico, publicado en la revista Scientific American, en 1998, y titulado «Fin de la era del petróleo barato» -que aquí apareció por las mismas fechas en su trasunto castellano Investigación y ciencia- Colin J. Campbell y Jean H. Lahèrrere, ambos geólogos veteranos y retirados, trazaban una línea de delimitación entre las previsiones de escasez de las crisis de los años setenta y la crisis actual de la que ellos se hacen portavoces. Refiriéndose a las predicciones de entonces, escribían:
«Sus predicciones apocalípticas fueron reacciones emocionales y políticas, los expertos sabían, ya entonces, que tales pronósticos carecían de base. Unos años antes se habían descubierto enormes campos en la vertiente norte de Alaska y bajo las aguas del Mar del Norte, cerca de la costa europea. Hacia 1973 el mundo había consumido, de acuerdo con las mejores estimaciones, alrededor de un octavo de su riqueza en crudo accesible. Dentro de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) los cienco miembros de Oriente Medio convinieron en subir los precios, no porque hubiera peligro de escasez, sino porque habían decidido hacerse con el 36% del mercado. Más tarde, cuando la demanda cayó y el flujo de petróleo fresco procedente de Alaska y del Mar del Norte debilitó la presión ejercida por la OPEP, los precios se desplomaron.»
Campbell, con su libro The coming oil crisis (1997) y Lahèrrere, autor de distintos ensayos y estudios, defienden desde hace una década la proximidad del declive del petróleo, dentro del siglo XXI, anunciando que antes de 2010 se alcanzará probablemente el cénit de la producción, lo que marcará el fin del petróleo barato. Como se sabe, ambos se han inspirado en los trabajos de Marion King Hubbert, geólogo que trabajó para la Shell, y que en 1956 predijo que para el año 1970 aproximadamente, se produciría el cénit de la producción petrolera estadounidense, lo que efectivamente ocurrió. Otros geólogos, investigadores y periodistas se han sumado, con sus estudios y aportaciones, a esta corriente de opinión que poco a poco ha comenzado a entrar en el debate público, al menos en algunos ámbitos. Pero el debate continúa, de alguna manera, soterrado. En Estados Unidos, mientras tanto, se han publicado ya libros de divulgación como el de Richard Heinberg, The party’s over [4], mientras que en Francia se publicó La vie après la pétrole, de Jean-Luc Wingert, con prólogo de Lahèrrere, libro al que después han seguido otros varios en francés sobre la misma cuestión [5].
Desde luego, a esta corriente anunciadora del cenit petrolero no faltan sus oponentes negacionistas. Uno de ellos, ilustre, y al que podríamos considerar como el Herodoto de la historia del petróleo, es Daniel Yergin, que en 1991 publicó su monumental The Prize, libro histórico sobre la industria petrolera desde sus orígenes. Hoy Yergin, dirige una consultoría sobre temas energéticos y no otorga ninguna validez a los que anuncian la proximidad del agotamiento del petróleo [6].
Lo que resulta llamativo es que la opinión más autorizada en torno a las informaciones sobre el cenit petrolero provenga del mundo de la geología. ¿Qué habría sido del capitalismo industrial en el siglo XX sin esta ciencia aparentemente neutra y minuciosa? Los avances de la geología, la geofísica y la geoquímica, hicieron posible que la prospección de yacimientos petrolíferos pudiera alcanzar una precisión y eficacia cada vez mayores. La geología al servicio de la industria petrolera hizo que la ciencia de la tierra se convirtiera en la ciencia del saqueo de la tierra. Pero cuando los límites de las reservas de este planeta parecen exhaustas, cuando la aventura de juventud de la geología petrolera ha perdido muchos de sus encantos, algunos geólogos parecen dispuestos a hacer sonar la alarma del desequilibrio y el caos económico.
La paradoja de esta geología de senectud es su incapacidad para reconocer la responsabilidad de toda ciencia en el desarrollo de las industrias y sus fines arbitrarios: toda ciencia puesta al servicio de la gran empresa capitalista se convierte en ciencia subversiva y amenaza con destruir su mismo objeto de estudio. En el libro mencionado de Colin Campbell, The coming oil crisis, aparece una entrevista a Walter Ziegler, eminente geofísico en la vanguardia de la prospección petrolera. La figura de Ziegler es crucial, ya que desde los inicios de su carrera en los años cincuenta, al servicio de la Shell, pudo recorrer buena parte del planeta y ser testigo de la evolución de la industria petrolera en las últimas décadas. Ziegler es además un representante típico del geólogo embarcado en la gran empresa capitalista de mitad de siglo, que asumía su trabajo como una vía hacia la libertad y la aventura. El mismo, reconoce al final de su entrevista con Campbell, su intuición temprana sobre el fin del petróleo:
“Nuestros estudios han confirmado más allá de toda duda que el globo tiene decididamente un potencial finito para la exploración petrolera. Las implicaciones son colosales. El mundo tiene finalmente que confrontar el hecho de la inminencia de cambios en su forma de vida. No tiene más opción que ajustarse a limitaciones en los recursos. «¡Ya no hay más caramelos, niños!» El juego casi ha terminado.”
Todo esto resulta altamente educativo. Es normal que los profesionales técnicos que estuvieron a la cabeza del movimiento de explotación de los recursos petroleros desde los tiempos de la guerra fría, como es el caso de Ziegler, conozcan a fondo la materia de la que hablan. Pero no hay que olvidar que ya desde los años sesenta y setenta se alzaron voces de alarma ante esta absurda y suicida escalada energética. La geología comprometida de Campbell, Lahèrrere y demás, llega un poco tarde: es como una sabiduría post festum.
Estos hombres, que tanto han contribuido a crear la situación desastrosa que se cierne sobre nosotros, parecen deplorar y temer justamente las consecuencias radicales de tal situación, y olvidan que no hay ciencia neutra, que no hay saber técnico que no tenga una parte de responsabilidad en los procesos de degradación de materias y energías que constituye hoy la base de la dominación social en todo el planeta. En su libro, y de forma tímida, Campbell parece reconocer las virtudes de una economía más localizada y sencilla en la utilización de los recursos, nos anuncia un futuro donde tal vez sea posible equilibrar la ecuación del consumo y adquirir un papel más consciente en nuestra relación con la naturaleza. ¡Gracias Señor Campbell, tomaremos nota! En contraste, el geólogo Kenneth S. Deffeyes, divulgador del cénit y discípulo de Hubbert, se muestra implacable con las veleidades ecológicas de sus contemporáneos. En las primeras páginas de su libro Hubbert’s Peak. The Impending world oil shortage (2001) afirmaba sin pestañear:
«Una actitud posible, que personalmente no tengo en cuenta, nos dice que estamos arruinando la Tierra, saqueando los recursos, ensuciando el aire, y que sólo deberíamos comer alimentos orgánicos y montar en bicicleta. Sentimientos de culpabilidad no pueden evitar el caos que nos amenaza. Monto en bicicleta y camino mucho, pero confieso que parte de mi motivación es la situación miserable del aparcamiento en Princenton. La agricultura orgánica solo puede alimentar una pequeña parte de la población mundial; el aporte mundial de estiércol de vaca es limitado. No es probable que una civilización mejor surja espontánemente de un montón de conciencias culpables. (…)»
Esta declaración habla por sí sola. Sólo nos cabe esperar otra monografía complementaria, esta vez dedicada al cénit de estiercol de vaca, ya que el Sr. Deffeyes parece tener información muy actualizada al respecto.
Del petróleo hacia la nada
El declive de la producción petrolera nos obliga a un inmenso esfuerzo mental para representarnos una sociedad privada del petróleo sin que a la vez esta imagen llegue a borrar de nuestra memoria el modo de vida que conocieron nuestros bisabuelos. La motorización supuso la ruptura violenta con el mundo anterior, que estaba hecho de limitaciones que hoy resultan incomprensibles a la mente moderna. El problema pues no es sólo que los últimos días del petróleo dibujen delante de nosotros un futuro incierto; lo más grave sería que hicieran ilegible nuestro pasado. Hoy no se puede pensar el horizonte futuro sin tener en cuenta los límites modestos de donde venimos. Las instituciones y costumbres que se han perpetuado bajo la motorización impiden hoy reconocer nuestras necesidades en otra forma que no sea la de la motorización. Cabe pensar que la industria petrolera, que nació como una forma de guerra contra la libertad y la autonomía posibles, morirá ahogando igualmente la reflexión sobre un porvenir deseable. Sería urgente oponer nuestra crítica a los propagandistas del fin del petróleo, pues la mayoría de ellos sólo traducen a un lenguaje edulcorado y aceptable para las mayorías electoras el trasfondo real del problema.
Dado que, como decíamos al principio de este texto, las posibilidades de los combustibles y derivados del petróleo han abierto la vía para la expansión económica y cultural del mundo, tenemos que tratar de ver de que manera esta expansión ha instituido una nueva forma de dominación, y no solamente la forma perversa de un exceso de poder económico e industrial. Es cierto que desde la perspectiva actual, esto sólo puede ser un ejercicio intelectual aislado y más bien artificioso, ya que no se corresponde con ninguna inquietud profunda compartida colectivamente. Por otro lado, es indudable que el laberinto técnico heredado después de más de dos siglos de revoluciones industriales no puede ser desarticulado en dos días, y hoy se trataría más bien de sondear si existen indicios de que algo puede cambiar en un futuro a medio o largo plazo. ¿De qué forma es reapropiable la sociedad heredera del siglo XX, profundamente transformada por los combustibles fósiles? ¿Qué queda en nuestra humana naturaleza y en la naturaleza que nos rodea que no esté un poco afectado o totalmente destruido y que pueda llevarnos hacia la autonomía material y política?
La cuestión sobre el control de la energía nos recuerda la cuestión del control del poder sin más. No es claro que la desaparición de un recurso físico como es el petróleo pueda aflojar aunque sea poco ese control sobre la vida social que las élites ejercen sobre las mayorías. En cualquier caso ese control, si se da la escasez de un recurso tan importante como es el petróleo, cambiaría forzosamente de forma. El dilema es evidente: si las élites quieren seguir aferradas al superpoder técnico, financiero y político que han conocido durante el último siglo, en caso de enfrentarse a la escasez de un apoyo técnico como es el petróleo, la situación entonces se agravaría enormemente, dibujándose un cuadro de una tensión bélica, armamentística y policial inéditas.
Hay una correlación indudable entre la afluencia de petróleo y la forma de poder tal y como la conocemos actualmente. La substitución del petróleo en un período relativamente corto de tiempo en algunas áreas como la del transporte es prácticamente imposible. En otras áreas, se trataría de hacer resurgir plenamente formas de energía como la nuclear o el carbón, con todo lo que ello implica. Se quiera ver o no, una escasez próxima de petróleo significa el surgimiento de una situación imprevisible y catastrófica. Por tanto, es una situación desesperada en un doble sentido: la escasez de petróleo pone en cuestión la continuidad del control sobre el poder que las élites han ejercido hasta ahora, pero no ofrece ninguna garantía de que esto pueda abrir una vía para la reapropiación de dicho control a manos de las poblaciones.
Los voceros del cénit del petróleo, como el ya mencionado Colin Campbell, pretenden llamar a la conciencia pública de las naciones y persuadirlas de entrar en una vía tranquila hacia otras formas energéticas. En el breve texto llamado Protocolo de Rímini, que Campbell redactó personalmente, se propone una reducción general del consumo de hidrocarburos ajustando oferta y demanda del crudo en relación a la caída de la productividad anual. La finalidad sería poder «planificar de manera ordenada la transición al entorno mundial de suministros energéticos reducidos, preparándose con antelación para evitar el gasto energético, estimular las energías sustitutorias y alargar la vida del petróleo que quede, (…)»
La filosofía de este texto apela al espíritu cooperativo y equitativo de las naciones, lo que supone ignorar que la explotación y el empleo del petróleo han constituido las claves para que unas naciones oprimieran a otras, y para que, en general, dentro de cada nación la opresión se articulara en la forma que conocemos. Por tanto, las esperanzas incorporadas en la famosa «transición energética» están rellenas de lealtad para el mundo tal y como lo conocemos. Nada nuevo bajo el sol. Para estos privilegiados intérpretes del cénit petrolero, se trataría de que los excesos del poder no pongan en peligro el propio proyecto del poder: la extensión de la economía industrial y sus redes de jerarquización y control a todo el planeta.
El mundo ecologista, en general, contempla la posibilidad de la escasez de petróleo como una oportunidad histórica hacia la soñada sociedad de energías renovables. Por su parte, Jeremy Rifkin, ha sabido intuir la estrecha relación entre el declive de la producción petrolera y la puesta en cuestión de la capacidad del sistema para concentrar y acumular el poder, lo que significaría que el planeta está preparado para la descentralización energética y la recuperación del mando local, todo ello gracias al benéfico hidrógeno [7].
La transición energética ideada por muchos ecólogos, sociólogos y observadores ambientales podría ser interpretada, de hecho, como un golpe de timón en un mundo asolado por la opulencia y los excedentes de intermediarios e instituciones superfluas: esta sociedad del exceso está preñada de sus posibilidades de descentralización, se nos viene a decir. El conocimiento técnico ya ha sido alcanzado y las claves para una nueva sociedad ya están ahí, el problema es que los intereses del viejo régimen moribundo no dejan que esta sociedad aparezca… El problema de la descentralización y de la transición energética así tratado, nos trae a la memoria lo que la autora Hazel Henderson escribía a finales de los años setenta sobre el concepto milagroso de «devolución espontánea»:
«(…) cuando las economías industriales alcanzan un cierto límite de producción centralizada, intensiva en capital, han de cambiar el rumbo, poniendo proa hacia actividades económicas y configuraciones políticas más descentralizadas, utilizando una toma de decisiones y unas redes de información más lateralmente ligadas, si quieren superar los cuellos de botella que para la información presentan unas instituciones excesivamente jerárquicas y burocratizadas. Me he referido a este cambio de dirección como escenario de un proceso de «devolución espontánea», en el que los ciudadanos comienzan simplemente a reclamar el poder que una vez delegaron en políticos, funcionarios y burócratas, así como el poder de tomar decisiones tecnológicas de largo alcance que delegaron en prominentes hombres de negocios.» [8]
Si se nos permite la metáfora, la aplicación del petróleo en la sociedad moderna ha constituido la gran entrega, la gran delegación de las poblaciones de su capacidad de decisión en manos de determinadas oligarquías y estructuras técnicas, redes de transporte, comunicación e intercambio. Si es cierto que se acerca un día en que el sistema se verá gravemente afectado por la carestía del petróleo ¿se producirá un equivalente de esta gentil «devolución espontánea» del control del poder y del control sobre los recursos? ¿se convertiría la transición energética en un proceso suave de dispersión de los centros de toma decisiones? ¿Habrá un traspaso de las competencias hacia el plano local si el funcionamiento de la economía se ve forzosamente inmovilizado? ¿Regresaremos hacia una cierta autarquía? Lo más amable que se puede señalar a los que albergan esta esperanza es que dediquen un momento al estudio de la historia: verán allí que las instituciones del poder nunca han servido como puente hacia formas superiormente morales o más equitativas de organizar la sociedad, y que normalmente agonizaron destruyendo y agotando todo lo que mantenía activa la sociedad que dominaban. La edad del agotamiento del petróleo podría ser tan despótica y vacía de horizontes, o más, de lo que pudo serlo la edad de su abundancia.
Conclusión
El agotamiento del petróleo podría quedar muy lejano aún, lo suficiente para que no afectase al tiempo de nuestras vidas. Pero también podría ser un acontecimiento inminente. ¿Qué podríamos esperar en ese caso?
Por todo lo dicho anteriormente, debemos deducir que el petróleo es uno de los pilares del poder centralizado y tiránico que hoy mueve el mundo. En el caso de que el agotamiento del petróleo entrase en una escalada de desajuste de oferta y demanda muy abrupta, el sistema de dominación se tambalearía en sus cimientos, y su capacidad de control correría un grave peligro.
Ciertamente, en un escenario ideal, la escasez de combustibles llevaría forzosamente a una relocalización económica, lo que implicaría una descentralización sobre el control de los recursos y, más allá, la posibilidad de refundar las bases de la autonomía a una escala incompatible con el sistema de opresión tal y como lo conocemos hoy. Como vemos, en este escenario ideal, el agotamiento del petróleo lleva a una contradicción abierta con el sistema.
Pero no podemos engañarnos al respecto, el ejemplo de la historia muestra que los viejos sistemas de poder nunca cedieron suavemente ante el peso de sus contradicciones, normalmente se deslizaron pesadamente hacia una disgregación caótica y destructiva, arrastrando consigo todo lo demás. En el caso de nuestra civilización existen además dos circunstancias agravantes: la extensión de su dominio cubre la totalidad del planeta, pero además sus manipulaciones han perturbado globalmente la biosfera. La primera circunstancia nos obliga a proyectarnos en un desastre que puede afectar a la especie humana como tal, la segunda circunstancia pone en cuestión cualquier tentativa de reapropiación material colectiva.
A priori, no podemos esperar nada del fin del petróleo que pueda secundar nuestras perspectivas, lo que no niega que debamos estar vigilantes para aprovechar cualquier brecha que se abra en un hipotético período de post-abundancia.
Los Amigos de Ludd
notas:
[1] Como se sabe, la crisis petrolera que estalla en octubre del 73 con el comienzo del conflicto entre Israel y algunas potencias árabes, llevará a un rápido encarecimiento del crudo e incluso al embargo para países como Estados Unidos, que apoyan a Israel. Sin embargo, el conflicto bélico fue solo la tapadera de una compleja trama de intereses donde las compañías petroleras y la administración norteamericana estaban especialmente interesados en una revalorización del petróleo de Oriente Medio para recuperar la tasa de sus beneficios y reforzar la política estratégica norteamericana en la zona.
[2] En Los barones del petróleo p. 276 (Barcelona 1974)
[3] A raíz de la guerra, el precio del petróleo experimenta una violenta subida, pero breve; los precios del petróleo oscilan entorno a los veinte dólares desde febrero a diciembre de 1991. Y seguirá un descenso gradual del precio hasta 1998, año en que se produce una enorme caída (por debajo incluso de los diez dólares).
[4] Ver la crítica que hicimos de este libro en el boletín nº8 de Los Amigos de Ludd febrero 2005.
[5] De las cosas que se han publicado por aquí, en papel impreso, destacaríamos el dossier que sacó en abril la revista Mientras Tanto. Aunque, ciertamente, no coincidimos con el tono general y las opiniones de la editorial y los artículos, muy del estilo izquierda verde, creemos que constituye un conjunto interesante de materiales para entrar en la cuestión.
[6] Resulta curioso, cuando menos, que en una obra tan documentada como la de Yergin, no aparezca ni una sola referencia a los hallazgos de Hubbert.
[7] Para ver una crítica a las ideas de Rifkin, ver «En el estado social del hidrógeno» Los Amigos de Ludd nº5.
[8] Tomado del libro Para Schumacher Editorial Blume 1980.
Revista Ekintza Zuzena www.nodo50.org/ekintza/article.php3?id_article=439
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