La interrupción de un embarazo siempre es una situación difícil de atravesar independientemente de las causas que hayan conducido a ella. La condición trágica y absolutamente privada recrean una atmósfera dentro de la que se deberá decidir. Esa condición, a la vez trágica y privada, hace urgente y necesaria una argumentación en favor de la despenalización del aborto. Porque así como la despenalización no obliga a abortar a nadie la penalización obliga a tener un hijo sin desearlo.
Es necesario destacar que la denominación “interrupción del embarazo” remite necesariamente a un punto, el de “interrupción”. La mayoría de las discusiones acerca de la penalización del aborto pretenden reducir la totalidad de un fenómeno complejo y extendido en el tiempo a ese único punto. De este modo desconocen un largo periplo signado por sentimientos que van desde la sorpresa hasta la desesperación, pasando por la angustia, el remordimiento y ¿por qué no? la ira. El punto de la decisión no es más que un resultado. Decidir abortar porque te violaron, porque tu vida está en peligro, porque el feto es inviable o porque te cuidaste y fallaste, en definitiva, porque no deseás un hijo, no implica que el aborto sea algo previsto de antemano, ni siquiera como un “posible” método anticonceptivo. Si no fuiste consultada y no deseás quedar embarazada y, a pesar de todo lo estás, menos desearás concluir la gestación. Pero claro acá estamos en un ámbito absolutamente privado. La muestra de la defensa que las mujeres de todas las clases sociales hacen de esa privacidad, aún poniendo en riesgo la vida, es que el aborto se practica. Ignorando la prohibición legal y las prédicas religiosas se estima que se provocan más de 400.000 abortos anuales en la Argentina.
La penalización del aborto impone un grado de responsabilidad extremo a la mujer en la fórmula que diría que “toda mujer embarazada está obligada a concluir su gestación”. El punto de interrupción será el depositario de toda la carga moral que conlleva la punición. Pero semejante responsabilidad no se condice con la libertad de esa mujer de continuar con su embarazo. Claro que la prohibición, no es simplemente un impedimento para el ejercicio de un derecho. Es fundamentalmente un mecanismo disciplinario que produce efectos directos sobre la representación que las mujeres nos hacemos de nuestra libertad y de la práctica de nuestra autonomía en todos los órdenes de la vida. En el caso del aborto esa libertad impregnada de terror y culpa sólo promete el tránsito por un infierno que dejará marcas indelebles. Si a esto le sumamos la urgencia que impone el reloj biológico de la gestación, la complejidad y extensión de un proceso irreductible a un punto, queda develada.
Evaluar todo el proceso nos permite, a la vez, denunciar la falacia que intenta demostrar racionalmente que hay un punto “natural” de inicio de la vida. Para la biología es casi imposible cargar toda la argumentación moral en un momento localizado definido como “origen” en el cual se pueda determinar un traspaso sea de un “homínido” a un “hombre”, sea de una mezcla de fluidos a una persona. Del mismo modo la aséptica discusión acerca de un “comienzo” puntual de la vida, de la persona, del individuo o del ciudadano cae en un reduccionismo perverso que le roba el carácter fundamentalmente político a la discusión: el de la definición política acerca de la vida que merece vivirse y la que carece de valor y es sacrificable. En general los argumentos a favor de la penalización y muchos que defienden la despenalización y que considero fallidos e incorrectos, centran sus discusiones en algún punto considerado “natural” del proceso. Desarman la totalidad en una sucesión de puntos “naturales” y desconectados para exhibir mojones sobre los que se pueda aplicar la ley. Así se mencionan los puntos de la relación sexual, de la fecundación, del comienzo de la vida, del origen de la persona, del inicio de la actividad cerebral o de la interrupción del embarazo entre otros. Esta especie de analítica de un proceso, nunca tomado en su totalidad, origina gran parte de las tramposas argumentaciones esgrimidas para defender la penalización. Desconoce la arbitrariedad histórico-política con la que se define, se da forma y sentido a la vida y a la muerte.
En la Francia de la ocupación nazi, de Pétain y de Vichy, el aborto fue criminalizado y castigado con la pena de muerte para las aborteras. Fue el caso de Marie-Louise Giraud la última mujer guillotinada antes de la abolición de la pena capital en 1981. El episodio fue ejemplificatorio porque se anunció masivamente en los diarios el guillotinamiento en la prisión de Roquette. La legalización del aborto en Francia llegaría recién en 1974. La Francia de Pétain había reemplazado «libertad, igualdad, fraternidad” por «trabajo, patria, familia» en su cruzada en defensa de la moral. Marie-Louise fue acusada de faiseuse d’anges (fabricante de ángeles) el antiguo nombre con el que la diplomática lengua francesa llamaba a las aborteras. Esta madre de familia de cuarenta años y lavandera se ganaba también algunos pocos pesos “ayudando” a sus vecinas de Cherbourg a abortar. Ella entiende que “ayuda” entre los desastres de la guerra y de la ocupación y eso le basta para evitar cualquier cuestionamiento moral.
La condenan por veintiséis trabajos criminales, verdaderos crímenes contra la familia francesa, contra la vida y contra la fuerza del Estado al decir de Pétain. Europa ya consideraba que el aborto lesiona el derecho de la sociedad ante el proceso de formación de la vida, su sanidad moral, y el desarrollo lozano del pueblo. Por eso penalizaba a la abortera y no a las mujeres. El director de cine Claude Chabrol en 1988 recreó este episodio en su película Une affaire de femmes (Un asunto de mujeres). Allí Marie-Louise pregunta a una amiga «¿Creés que los bebés tienen un alma en el vientre de sus madres?» a lo que obtiene como respuesta: «Haría falta que sus madres tuvieran una». El diálogo nos arroja al centro neurálgico de la discusión. ¿Qué es lo que tiene un embrión o un feto para que el Estado penalice su destrucción? ¿Qué es lo que no tiene la mujer que interrumpe su embarazo? ¿Qué representa por un lado el feto y por el otro la mujer para el Estado? ¿Por qué el Estado debe eliminar a Marie-Louise y, en todo caso, qué elimina con ella?
El ejemplo es extremo pero sirve para pensar nuestra actual prohibición del aborto. Ésta responde a la interpretación iluminista del embarazo que, a partir del siglo XVIII, comienza a modificar su percepción. De ser un dato privado reconocido sólo por la mujer en cuanto a sus síntomas físicos, la decisión privada y hasta secreta de continuarlo o no, la ciencia y la tecnología originan un “feto público”. La visibilidad del embarazo desde “afuera” es científica y el feto o el embrión, cobran existencia por dicha exterioridad. El embarazo ya no se define por su relación con la mujer. La futura madre se vuelve pública ante sí misma, y su problema privado pasa a ser un problema social, sobre el que se puede públicamente hablar, legislar y penalizar. La autoridad en la materia pasa a ser la ciencia que determina que hay sujetos distintos con intereses políticos en pugna. Este cambio en la percepción del embarazo produce a su vez un cambio en la percepción del aborto (1) que ahora significará dirimir un conflicto de intereses políticos entre partes.
El feto, futuro ciudadano, adquiere la entidad de algo valioso a ser tutelado y comienza a contraponerse en tanto vida valiosa con el valor de la vida de la madre. Una especie de antropocentrismo forzado define políticamente como humano al feto sólo en función de su potencial ciudadanía. El Estado instaura con el feto, a través de los saberes que provee la tecnociencia, una relación directa de propiedad que supera y prescinde de la mediación materna. Así puede instalar la idea de autonomía en el interior del cuerpo femenino y alienar con ella la vida de la mujer. Ésta se convierte en algo puramente funcional a la producción de un nuevo individuo, esto es, en una especie de propiedad del Estado. Por lo tanto lo que resulta perjudicado con un aborto es el llamado derecho de la sociedad ante el proceso de formación de vida ciudadana. El aborto ofende a la “sanidad moral”, al “lozano desarrollo del pueblo”. Se lo condena por motivos estrictamente políticos y no religiosos.
La mujer embarazada es una totalidad, un ser político que puede, en un proceso no definible en puntos discontinuos, dar a luz una vida. El Estado con su prohibición parte esa totalidad, separa a la mujer en tanto aquello que debe ser valorado y aquello que debe ser sacrificado. Así antepone el valor de la vida “zoológica”, desnuda, “animalizada” de la mujer (zoé) que se manifiesta en el feto y que se considera insacrificable, frente al disvalor de la vida política (bíos) en la que se incluye su decisión que se vuelve despreciable y sacrificable. El Estado sólo espera que la mujer responda a la necesaria y zoológica procreación de ciudadanos y a esa función la apresa y la condena. En la procreación de ciudadanía reposa toda la consistencia del poder. De allí la decisión de proteger el embarazo a término y de fijar un punto arbitrario dentro de la complejidad del proceso biológico que, sin embargo, fue variando históricamente al ritmo de la tecnología. Aún en los países en los que el aborto está despenalizado el límite de gestación permitido fue variando.
En Francia, con la despenalización en 1974, el permiso llegaba a diez semanas pero una reforma posterior lo amplió a las doce que rigen actualmente. Las fronteras entre la vida y la muerte son, ahora, móviles. Así como la muerte no tiene límites precisos con la vida –por ejemplo la muerte biológica o la cerebral- el nacimiento es indeterminado respecto de la muerte. El ejemplo más controvertido es el de la anencefalia que produce fetos sin cráneo ni encéfalo, diagnosticada por imágenes ecográficas semejantes a un “sapo” o “lechuza” y que no tiene cura ni tratamiento. La medicina denomina mujer “ataúd” a quienes padecen estos embarazos inviables de los que sólo la mitad concluyen y de los nacidos se debe esperar a lo sumo una agonía de algunas horas. El feto anencefálico es equiparable al muerto encefálico del que se pueden extraer órganos para trasplantes.
Así como las definiciones políticas acerca del origen de la vida variaron y varían a lo largo de la historia, también cambiaron los que toman las decisiones, los “decisores”. Hoy la ciencia actúa políticamente para dar significado o forma a la vida de los hombres. El poder soberano entra en una simbiosis íntima e intercambia papeles con el médico o con el científico tal como lo hacía antes con el sacerdote o incluso con el jurista. Y son ellos, el médico y el científico, quienes se mueven en una tierra de nadie que antes era sólo del soberano. Por eso las declaraciones modernas de derechos se presentan como aparentes intromisiones de los principios biológico-científicos en el orden político. El reclamo por los derechos se ve obligado a entrar en una discusión de orden biológica o científica así como antes se veía obligado a hacerlo en términos religiosos. Durante el nazismo, momento en que el intercambio entre el soberano y el médico es extremo, los médicos afirmaban que “la política es dar forma a la vida de los hombres y por ende a la vida de la nación”.
Las primeras legislaciones orgánicas para punir el aborto son del siglo XIX y están orientadas a tutelar futuros ciudadanos. A la vez comienzan, en esta época, los estudios demográficos que dieron lugar a la preocupación estatal por el futuro ciudadano y la interpretación política de la maternidad como rasgo esencial de la mujer. Los períodos y lugares en los que se produce el decrecimiento de la natalidad endurecen las penas y estimulan las familias numerosas. Esto sucede en casi toda Europa con la Primera Guerra Mundial.
La «estatización» del embrión y del feto, posibilitada por el desarrollo científico-tecnológico, es el modo más perverso de quitarle a la mujer la posibilidad de tener una vida autónoma y auténticamente política. El feto no es más que la manifestación de la vida zoológica o desnuda de la madre. Considerar persona a un embrión de un embarazo no deseado es tomar la decisión política de animalizar a la mujer que quedará ahora encadenada al Estado a través de esta abstracción zoológica sobre su cuerpo. Y resulta hipócrita o paradójica esta punición mientras los Estados no se declaran con el mismo énfasis, por ejemplo, contra las guerras, el hambre o las enfermedades evitables. El aborto atenta políticamente contra uno de los elementos que otorga mayor legitimidad al Estado. Por eso la lucha por su despenalización puede transformarse en una práctica capaz de ampliar la autonomía política de hombres y mujeres.
Gabriela D’Odorico
* Este trabajo sintetiza la exposición de la autora en la Mesa redonda “Aborto, falacias y penalización. Perspectivas para un debate racional sobre el derecho a la interrupción del embarazo” organizada por el Proyecto Nautilus en el Centro Cultural “Ricardo Rojas” el 22 de septiembre de 2006.
nota:
(1) Los niños nacidos de las primeras cesáreas, ejecutadas sólo para salvar a la madre, eran considerados no-nacidos y por ende destruidos por no haber sido alumbrados por su vía natural
fuente: Revista Esperando a Godot nº12 www.revistagodot.com.ar/num12/12_dodorico.html
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