Hay negocios que están en la base del crecimiento económico de la última década, aunque poco tienen que ver con la mística industrializadora del modelo nacional y popular. Segmentos económicos que se manejan en la ilegalidad manifiesta, o resultan ilegítimos para buena parte de la población. La marea sojera y el festival narco son fenómenos muy distintos, pero poseen algunos elementos en común. Son nuestras gallinas de los huevos de oro. Y de las balas de plomo.
En torno a ellos, surgen organizaciones empresarias sin centro explícito y a veces hasta sin rostro público, pero bien vertebradas y eficaces. Millares de pequeños y medianos emprendedores diseminados por el territorio se articulan con grandes exportadores que perforan las fronteras. Engranajes de una dinámica muy lucrativa que, al mismo tiempo, empobrecen a la sociedad, sustrayéndoles sus recursos naturales y aniquilando lazos comunitarios.
El mercado es el tótem que licúa y blanquea capitales de orígenes muy diversos. Que galvaniza fondos espurios y los pone a rodar como parte del orgullo de vivir con lo nuestro. El Estado no consigue regularlos con eficacia. No entiende muy bien su modus operandi y se contenta con morder una pequeña porción de la torta. Los poderes públicos se debaten así entre el asombro y la complicidad.
Luego de dos décadas ininterrumpidas de acelerada acumulación, la notable modernidad de estos ensamblajes comerciales contrasta con el contenido conservador y despótico de sus modales políticos. Tanto el complejo agro-exportador como las redes narcos apuestan a colonizar grandes territorios considerados marginales por el capitalismo del siglo XX para sentar las bases de su expansión. Mientras el primero deglute sin cesar millones de hectáreas rurales, desplazando campesinos y comunidades indígenas, el narcotráfico penetra los asentamientos y las barriadas de las grandes ciudades ubicando allí sus puntos de venta y su explosivo stock. Y cuando encuentran la resistencia de organizaciones y movimientos de base disponen de apoyo logístico y fuerzas de choque provistas por policías cómplices. Cuentan además con un sicariato cada vez más extendido. El asesinato en menos de un año de dos miembros del Movimiento Campesino de Santiago del Estero y tres militantes del Frente Darío Santillán de Rosario es apenas el saldo más dramático de un nuevo tipo de conflicto social que resulta urgente visibilizar.
La disgregación
El kilo de cocaína de alta calidad cuesta en Bolivia 1000 dólares. En cualquier punto del norte argentino, de este lado de la frontera, el precio se multiplica por cinco. La misma cantidad, puesta en Buenos Aires, se vende a 7000 dólares. Pero la meca es Europa, donde el kilo de merca tiene un valor mínimo de 50 mil euros. Si a este esquema de tarifas le sumamos la escasa predisposición estatal para controlar lo que entra, circula y sale del país, en gran parte gracias a la corrupción de las fuerzas históricamente abocadas a tal fin (las mismas Gendarmería y Prefectura que recientemente incursionaron en el sindicalismo), se entenderá por qué Argentina se constituyó en uno de los lugares de paso preferidos para los fabricantes y los cárteles más encumbrados de la región.
Con la recuperación económica de la última década, bromea un especialista, “el tránsito se tornó cada vez más lento”. Pronto creció, como en otros rubros, un respetable mercado interno (el segundo de la región, según el Informe Mundial sobre la Drogas 2010 de la ONU). Durante los últimos años el secuestro de grandes cantidades de pasta base y el allanamiento de numerosas cocinas pusieron en escena el incremento de la producción local de cocaína. Y del subproducto más popular de esas pymes clandestinas: el paco.
Las distintas vertientes de la clase media se vinculan con el negocio de las drogas a partir del consumo y de los discursos mediáticos, que anuncian en tono catastrofista el destino de cartelización inevitable que nos espera (nos mejicanean). No se trata de oponer a ese diagnóstico la visión de un horizonte cristalino, pero tal pereza en el análisis nos impide comprender cómo se está enraizando el fenómeno entre nosotros.
Vale la pena distinguir niveles: no es lo mismo la dimensión narco, articulada verticalmente, con altos grados de sofisticación y orientada al mercado global que el universo transa, más bien caótico, compuesto por una miríada de micro empresarios que se expanden sin trascender el ámbito del menudeo. Entre una superficie y la otra existen vínculos, pero por el momento no parecen conformarse ligazones orgánicas de consideración. Quizás ese anudamiento potencial sea el punto crítico. Y son pocos los que saben hasta dónde ha llegado la cooptación de funcionarios, policías, jueces y fiscales. O peor: el único mapa exhaustivo sobre el funcionamiento del negocio de la droga en nuestro país está en manos de la DEA que lo confecciona como parte de su política a escala mundial.
Puertas adentro, la puja estratégica se libra en las periferias urbanas, donde las fuerzas de seguridad proveen logística y protección para que los vendedores se hagan fuertes en el territorio. Lo cual impide, paradójicamente, el crecimiento del poder de fuego de los transas. La Policía también aporta cierto conocimiento político, en el trenzado de alianzas con sectores institucionales, sugiriendo métodos de acción directa en los barrios y determinando quién asciende y quién desaparece en el organigrama criminal. Esta regulación un tanto sui generis inhibe el desarrollo de una estructura operativa autónoma, como sucede en otros países donde las bandas narcos le arrebataron un conjunto de facultades soberanas al Estado.
La disputa en nuestro país suele enfocarse desde dos ángulos: el de la corrupción y el de la lucha contra la criminalidad (que incluye una nefasta retórica antiterrorista). Lo que no se tiene en cuenta es hasta qué punto las redes narcos se articulan a partir de las necesidades y los deseos de una clase plebeya en ascenso, que tiene muchísimo por conquistar y casi nada para perder.
Tales conflictividades dan cuenta del fracaso relativo de las políticas actuales de inclusión social. Y sólo podrán ser enfrentadas con eficacia a partir de una recomposición de los movimientos sociales, en alianza con aquellos actores institucionales que estén decididos a ir más allá de la mera gobernabilidad de los territorios. Porque son las organizaciones de base las que se topan con el problema en su cotidiano y conocen mejor que nadie dónde y cómo hacen pie estas tramas de negocios. Y son ellas, además, las que buscan inventar nuevos modos productivos y de vida en común, capaces de desarmar el consumismo desbocado y la naturalización de la violencia.
Colectivo editorial Crisis
fuente www.revistacrisis.com.ar/economia-politica-de-las-zonas.html