Los avioncitos sin piloto vigilan campos, exploran yacimientos de petróleo, filman eventos deportivos. En Argentina ya se los usa en tareas de inteligencia y acompañan a la bonaerense en operativos complejos. Pero los drones posta están enfierrados y desdibujan la frontera entre lo militar y lo policial. En el siglo XXI te matan para respetar tus derechos humanos.
Por Heber Ostroviesky
A rgentina tiene un programa propio de desarrollo de drones. Se trata por ahora de modelos más precarios que los que utiliza Estados Unidos, los fabricados por Israel o los que usan las dos Coreas para espiarse mutuamente. Son, sin embargo, los predecesores de los drones que vigilan y matan en el marco de la “guerra contra el terrorismo”. En nuestro país se habla poco de ellos, apenas se elogian sus posibles usos civiles. Pero los drones están transformando la guerra contemporánea y plantean una serie de interrogantes políticos sobre las nuevas formas de ejercicio del poder. El drone armado opera un desplazamiento cualitativo: con esta arma se torna a priori imposible morir matando. La guerra, todo lo asimétrica que fuera, se vuelve ahora absolutamente unilateral. Lo que hasta hace poco todavía podía presentarse como un combate se convierte ahora en un matadero.
El Estado argentino se propuso fabricar drones que sean, en algún momento, cien por ciento industria nacional. El desarrollo de prototipos se realiza desde 2011 a través de un Consorcio Nacional de Fabricación de UAV , una combinación de empresas privadas, estatales y universidades, impulsado por el ministerio de Defensa, el ministerio de Seguridad y la empresa estatal INVAP, junto al Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. Pero los sistemas de electrónica y sensores son sumamente costosos, producirlos en el país implica plazos largos, saberes específicos e inversiones millonarias. El proyecto originalmente presentado por INVAP implicaba un programa de desarrollo de entre ocho y diez años. En la primera versión del presupuesto nacional 2014 figuraba una partida de 208 millones de pesos destinados al Proyecto Nacional UAV- SARA (Sistema Aéreo Robótico Argentino), pero la ley finalmente aprobada para este año no lo incluyó y lo habría dejado sin un mango. En otros países de la región, Estados Unidos e Israel venden versiones de sus drones con capacidad militar inferior y una vez comprados la dependencia de los fabricantes es total.
Por ahora, solo hay un puñado de prototipos operativos en el país. Se trata de modelos Clase I que desarrollan tareas civiles, militares y de seguridad. Pueden transportar hasta 10 kilogramos de carga útil, recorren unos 40 kilómetros y tienen una autonomía de 5 horas. Las aplicaciones militares de estos drones y de los futuros Clase II y III, nacionales o importados, incluyen: inteligencia, vigilancia y reconocimiento, enlace y nodo de comunicaciones, ataque electrónico, ataque y supresión de defensas enemigas, lanzamiento aéreo, evacuación de heridos del campo de batalla y reabastecimiento en vuelo. Un verdadero mundo del juguete militar que en las revistas especializadas y los foros de retirados entusiasma a los viejos y nuevos admiradores de Mosconi, Savio y Pujato así como a los más incrédulos, esos que hasta hace poco se quejaban del desfinanciamiento de las Fuerzas Armadas y las comparaban con un par de borceguíes viejos que hace agua por los cuatro costados.
El que mata no tiene que morir
El léxico oficial del Ejército norteamericano define al drone como un vehículo terrestre, naval o aeronáutico, controlado a distancia o de forma automática. En la jerga militar se los llama “vehículo aéreo no tripulado” (Unmanned Aerial Vehicle, UAV) o “vehículo aéreo de combate no tripulado” (Unmanned Combat Air Vehicle, UCAV), según si el artefacto está o no equipado con armas. Los drones suelen ser voladores, pero también pueden pertenecer a otras familias de armas: drones terrestres, drones marinos, drones submarinos, e incluso drones subterráneos. Cualquier artefacto piloteado puede ser transformado en drone, siempre que prescinda de la tripulación humana a bordo. Un drone puede ser controlado a distancia por operadores humanos (principio del control remoto) o de manera autónoma mediante dispositivos robóticos (principio del piloto automático).
Los drones armados voladores son el testimonio de una historia en la que el ojo devino arma; mediante el pasaje de los UAV usados para tareas de información, vigilancia y reconocimiento, a otros que cumplen “funciones cazadoras-asesinas”. En síntesis, se trata de artefactos de vigilancia aérea que se transforman fácilmente en máquinas de matar. Una definición de diccionario para estos drones podría ser “cámaras voladoras, de alta resolución, armadas con misiles”. Sin embargo, un oficial de la Air Force definió el principio estratégico fundamental de una manera más esclarecedora: “la verdadera ventaja de los sistemas de aeronaves sin piloto, es que permiten proyectar poder sin proyectar vulnerabilidad”. En la historia de los imperios militares, “proyectar poder” era sinónimo de “enviar tropas”. Ahora, es precisamente ese principio el que parece derrumbarse.
Una novedad que introduce el drone es el retiro del cuerpo vulnerable, ubicándolo fuera de alcance. Se trata de la culminación de un deseo antiguo que recorre la historia de las armas balísticas: ampliar el recorrido para alcanzar al enemigo con la menor exposición posible. Sin embargo, la mayor innovación del drone es que entre el gatillo, sobre el cual se tiene el dedo, y el cañón, de donde va a salir la bala, se interponen miles de kilómetros. A la distancia de alcance –entre el arma y su blanco–, se añade la del telecomando –entre el operador y su arma.
Para eludir las críticas, la estrategia contemporánea de lucha contra el terrorismo se basa en acciones contrainsurgentes que evitan pasar el límite a partir del cual la opinión pública perciba los conflictos como una guerra. La mayoría de las operaciones aéreas contrainsurgentes suceden en países oficialmente en paz. Esta nueva estrategia implica un ocultamiento intencional de la frontera que separa la guerra y la paz. La paz perpetua imperial contemporánea es una guerra perpetua disimulada.
Buena parte de las impugnaciones al uso de drones armados discurre en torno a la necesidad de regular su uso, o a la falta de transparencia en su fabricación y comercialización, pero no cuestionan la legitimidad de estas nuevas formas de violencia. Antes de clausurar el problema con una mirada moral, conviene preguntarse por el mecanismo. Tratar de entender qué efectos produce en los utilizadores, en el enemigo que es su blanco, y en sus relaciones mutuas. Analizar los proyectos de defensa que dirigen estas elecciones técnicas y que, al mismo tiempo, son determinados por ellas. Se sabe: la forma más eficaz de asegurar la perdurabilidad de una elección estratégica es optar por medios que la materialicen hasta transformarla en la única opción posible.
Estás nominado
La mayoría de los drones armados son piloteados en el marco de operaciones secretas que escapan a cualquier tipo de control del derecho internacional. Son el arma preferida de la guerra post-heroica. El intento de erradicación de toda reciprocidad en la exposición a la violencia reconfigura la conducta material de la violencia armada (técnicamente, tácticamente, físicamente). A diferencia de las viejas guerras coloniales, el objetivo ya no es derrotar políticamente al enemigo o conquistar un territorio, sino eliminar a distancia la amenaza terrorista.
El politólogo norteamericano Francis Fukuyama, cuyo fin de la historia se derrumbó el 11 de septiembre de 2001, es fanático de los drones. Si bien considera que su uso irrestricto podría transformar a los Estados Unidos en un nuevo far west, el nuevo hobby de Fukuyama es ensamblar drones caseros: unos cuadricópteros que envían imágenes en directo a la computadora de su casa cerca de Stanford y que le sirven para despuntar su pasión por la fotografía aérea. Los intelectuales que trabajan en el campo de la ética militar, en cambio, dicen que el drone es el arma humanitaria por excelencia. Y ese trabajo discursivo es esencial para garantizar la aceptabilidad social y política del portento.
Pocos días después de la caída de las Torres Gemelas, George W. Bush declaró que comenzaba una guerra “que exige de nuestra parte una cacería humana a nivel internacional”. Esa afirmación, que sonaba a respuesta de un cowboy de Texas después de los atentados, se convirtió en pocos años en doctrina de Estado: con expertos, planes estratégicos y armas nuevas. Un cambio que condujo a la aparición de una forma inédita de terrorismo estatal global que combina herramientas de la guerra y de operativos policiales. El filósofo francés Grégoire Chamayou la ha denominado “cacería humana militarizada”, un imperialismo de la desorganización que multiplica las condiciones de excepción.
El 11 de diciembre de 2001, semanas después del inicio de la guerra de Afganistán, Bush declaró: “La guerra en Afganistán nos enseñó más sobre el futuro de nuestras fuerzas que una década de coloquios y think tanks juntos (…) todavía no tenemos suficientes vehículos sin piloto”. Hoy, el drone es uno de los emblemas de la presidencia de Obama, el instrumento de su doctrina antiterrorista oficial: matar en vez de capturar, en lugar de acumular más prisioneros y tortura en Guantánamo, asesinar selectivamente con drones. Desde una base militar en Nevada un operador observa imágenes de algún punto de la tierra y espera la orden para apretar el gatillo tomando una bebida, a veces a pocos kilómetros de la casa donde vive con su familia.
De acuerdo a la investigación de Jean-Martial Lefranc en el documental Drones asesinos y guerra secreta (Francia, 2013), la designación de los blancos se realiza en base a dos principios. Como lo confirman también una serie de artículos en The New York Times desde 2012, la Casa Blanca organiza todas las semanas una reunión denominada “Martes del terror”, en la que el presidente recibe informes de inteligencia de la CIA y de la JSOC (agencia militar) y aprueba oralmente la lista de personas que serán asesinadas la semana siguiente. Los “nominados” de la lista de la JSOC serán asesinados por drones controlados por militares. Quienes manejan los drones destinados a los “nominados” de la CIA es un misterio, pero se presume que podrían ser dirigidos por empleados de empresas tercerizadas contratadas para este tipo de misiones.
Además de estas “cacerías de referentes” con nombre y apellido, se organizan asesinatos en base a indicios (signature strikes) que no apuntan a individuos conocidos sino a personas que presentan comportamientos sospechosos. Como recuerda Thomas Hippler en su libro El Gobierno del cielo, el 14 de enero de 2010, 17 hombres fueron asesinados por un drone en Pakistán porque los vieron hacer flexiones de brazos y trotar cerca de un campo talibán. Se trata probablemente del ritual burocrático más tétrico del siglo XXI: todas las semanas, decenas de miembros del aparato de seguridad nacional norteamericano se reúnen por videoconferencia confidencial para exponer las biografías de presuntos terroristas y sugerir al presidente quiénes deben ser los próximos asesinados (ver Jo Becker, Scott Shane, “Secret ‘Kill List’ Proves a Test of Obama’s Principles and Will”, The New York Times, 29/05/2012). El Gobierno de Obama se niega a especificar los criterios que rigen la elaboración de esos listados. Los oficiales norteamericanos utilizan lo que denominan “análisis de formas de vida” (pattern of life analysis).
El principio podría formularse de la siguiente manera: toda persona tiene un modo de vida, nuestras acciones cotidianas son repetitivas, nuestro comportamiento tiene regularidades, nos levantamos en general a la misma hora, vamos a trabajar, vemos generalmente a los mismos amigos, en los mismos lugares, etc. Si somos vigilados se puede tomar nota de esas regularidades y establecer un mapa crono-espacial de recorridos habituales. También, al acceder por ejemplo a nuestra factura de teléfono se pueden sobreimprimir en aquel mapa nuestras redes sociales y la importancia relativa de cada relación personal. Una vez establecida esta doble red, de lugares y vínculos, será fácil predecir nuestro comportamiento. Pero también será muy simple advertir las irregularidades sospechosas. Toda desviación de nuestras propias costumbres y hábitos puede hacer sonar la alarma. Se trata de una vigilancia permanente, mediante un sistema que podría pensarse como la superposición en un mismo mapa digital de Facebook, Google Maps y una agenda Outlook, un trabajo paciente que permite ubicar a individuos sospechosos, que archiva las diferentes dimensiones de un conjunto de vidas anónimas: un carpetazo que si alcanza cierto grosor puede implicar una condena a muerte.
Nac&drone
El 1 de noviembre de 2013, Magdalena Ruiz Guiñazú y Joaquín Morales Solá hicieron una presentación ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre el derecho a la libertad de expresión en Argentina. Las intervenciones de los periodistas fueron seguidas con especial atención por los medios de nuestro país. Resulta llamativa, sin embargo, la falta de atención prestada ese mismo día a la audiencia inmediatamente posterior en la CIDH. Durante más de cuarenta minutos el argentino Santiago Cantón, director del centro Robert F. Kennedy por los Derechos Humanos, encabezó una presentación sobre “La utilización de drones y su impacto en los derechos humanos en las Américas”. Cantón realizó su exposición acompañado por expertos norteamericanos en derechos humanos y civiles, leyó un texto de la académica Ruth Diamint y entregó, para que fuera evaluado por la Comisión, un informe redactado por Amnistía Internacional.
La presentación de Cantón puso el acento en la necesidad de regular el uso de drones. Expuso varios problemas: la peligrosidad de la utilización de drones en países con escaso control civil de las fuerzas armadas y donde los ministerios de defensa son agencias precarias, el lugar central de la inteligencia militar para seleccionar los objetivos de los drones (lo cual empodera a las fuerzas armadas), el peligro de que sectores ajenos al Estado utilicen este tipo de armas, la falta de regulaciones nacionales e internacionales para el comercio de drones. Cantón afirmó que, además de Estados Unidos, otros catorce miembros de la OEA tienen drones, ya sea porque los producen con un programa propio o bien porque se los compran a otros países. El Ejército argentino, dijo, ha desarrollado su propia tecnología para vigilancia, reconocimiento aéreo y recolección de inteligencia. Brasil es el país latinoamericano con mayor número de drones, tanto de producción nacional como externa: los usa para monitorear fronteras y para vigilancia en las ciudades. Bolivia compró drones. Colombia hizo operaciones conjuntas con Estados Unidos y los ha usado en operaciones contra las FARC. Chile también compró drones a Israel y en México se han realizado maniobras conjuntas con Estados Unidos en el marco de “la lucha contra el narcotráfico”.
La presentación se cerró con otros datos relevantes: hay empresas públicas y privadas que ya producen drones en América Latina y su desarrollo “no fue acompañado de una regulación que permita controlar y disminuir el uso de los drones en el marco de los derechos humanos”. Según Cantón, a la falta de control se suma la falta de transparencia, y esa falta de transparencia contribuiría al uso ilegítimo e ilegal de los drones. Por último, solicitó que se realice un informe sobre drones armados y no armados en la región y se prepare un borrador de legislación regulatoria de su uso. Los representantes de la CIDH hicieron pocas preguntas tras la presentación, dos de las cuales no pudieron ser respondidas claramente por la supuesta falta de datos.
La primera fue por qué no se prohíbe el uso de drones armados, en lugar de pretender regular su uso. La segunda, engañosamente simple, fue: ¿qué es exactamente y como funciona un drone? Resulta llamativo que los diferentes modos de funcionamiento de los drones, sus virtudes para la “lucha contra la inseguridad” y las razones por las cuales sería o no sería conveniente prohibirlos, por lo menos en sus usos militares y policiales, no hayan sido presentados con mayor rigurosidad por el propio Cantón quien, a fines de septiembre de 2013, había sido presentado en Tigre como el asesor estrella de Sergio Massa en materia de derechos humanos. Las discusiones en torno a la incorporación de nuevas tecnologías para luchar contra el delito y proteger las fronteras, son algunas de las obsesiones del ex intendente de Tigre, el primer municipio argentino que utilizó drones para “combatir la inseguridad”.
En efecto, la Miami argentina decidió importar unos pequeños cuadricópteros dronisados para monitorear el municipio y grabar acciones delictivas. Pesan poco más de 3 kilos, vuelan a 2 kilómetros de altura como máximo y tienen una autonomía de no más de media hora. Son los hermanos menores de los que usan las Fuerzas Armadas. Los drones militares que utilizan Estados Unidos, Gran Bretaña o Israel tienen nombres poco inocentes como Predator o Reaper (la guadaña del ángel exterminador). Los de Tigre, en cambio, tienen un felino estampado en la trompa que el municipio adoptó como logo y que suele decorar las banderas del Matador de Victoria.
A fines de marzo de 2014, Massa realizó una gira por Estados Unidos con varios encuentros de primer orden, incluidos funcionarios del Departamento de Estado: se reunió con la secretaria de Estado Adjunta para Asuntos del Hemisferio Occidental, Roberta Jacobson, y conversó sobre el avance del narcotráfico en Argentina. La edición del diario La Nación del 24 de marzo de 2014 comentó la noticia con un textual de uno de los principales armadores de la agenda de Massa en Estados Unidos, Santiago Cantón, quien confirmaba que “el narcotráfico es uno de los temas en los que hemos detectado inquietud”. También anticipaba una cena a puertas cerradas auspiciada por la Cámara de Comercio de Estados Unidos, que contaría con la asistencia de empresarios y figuras de la diplomacia norteamericana, entre ellas la ex secretaria de Estado Madeleine Albright.
Los drones son uno de los formidables negocios futuros para la industria militar-securitaria norteamericana y sus empresarios y lobbistas aliados en el resto del mundo. Para el período 2013-2020, la consultora Teal Group estimó en 89 mil millones de dólares el mercado mundial de drones civiles y militares. El mercado militar debería pasar de 6 mil millones de dólares en 2013 a más de 11 mil millones en 2022, (ver Glennon J. Harrison, “Unmanned Aircraft Systems (UAS): manufacturing Trends”, CRS Report for Congress). Esta última estimación excluye los usos comerciales: filmaciones televisivas, exploraciones gasíferas o petroleras y, sobre todo, los drones utilizados en la denominada agricultura de precisión y en la seguridad pública, que se estima cubrirán el 90 por ciento de los usos civiles durante la próxima década. Todo negocio cuidado necesita un marco jurídico-político que lo sostenga y respalde.
Giro alocado de la historia
Estados Unidos tiene unas 60 bases de drones armados alrededor del mundo que son administradas por el Ejército norteamericano, la CIA y, en ciertos casos, por aliados militares locales. Se trata de uno de los pilares de un nuevo arte de la guerra que permite atacar cualquier punto del planeta mediante aparatos controlados a distancia, sin necesidad de rendir cuentas ni de organizar presencia militar efectiva en el extranjero.
De acuerdo a una investigación reciente de Nick Turse, Estados Unidos prevé la instalación de nuevas bases para drones en África, Asia, Medio Oriente y América Latina. Ya no son prioritarias las invasiones de gran escala, se refuerzan en cambio los programas de drones y las fuerzas especiales de operación para combatir enemigos dispersos en todo el planeta.
Las recientes intervenciones del Gobierno de Obama en Asia, África, Medio Oriente y América Latina dejan al descubierto un programa organizado en base a seis puntos claves: operaciones especiales, drones, espionaje, relaciones con agencias civiles, ciberguerra y ejércitos tercerizados. Para reforzar esta estrategia, se destinan más recursos financieros a la militarización del espionaje y a los servicios de inteligencia, a la utilización cada vez más frecuente de drones, y se promueve una colaboración más estrecha entre el Pentágono y las diferentes agencias gubernamentales.
Las Fuerzas Armadas norteamericanas tenían, a inicios de 2013, más de 6 mil drones de diferentes modelos y más de 160 drones Predator en poder de la Air Force. En Pakistán, los drones de la CIA lanzan en promedio un ataque cada cuatro días. Las cifras son difíciles de establecer pero, para ese país, las estimaciones varían entre 2640 y 3474 asesinatos entre 2004 y 2012. Estados Unidos forma hoy más operadores de drones que pilotos de aviones de combate y bombarderos juntos. Mientras el presupuesto de defensa bajó en 2013, los recursos otorgados a los sistemas de armas no tripuladas aumentaron el 30 por ciento (ver Grégoire Chamayou, Teoría del drone). Este crecimiento refleja un proyecto estratégico: la dronisación a mediano plazo de una parte creciente de las Fuerzas Armadas norteamericanas.
Pero esto no es todo. La primera tarea de un drone militar no es inmovilizar al enemigo, sino identificarlo y localizarlo. La generalización de semejante arma implica también una mutación de la relación del Estado con sus propios sujetos. El cazador avanza y la presa huye o se esconde. La racionalidad política que guía estos proyectos está orientada por el concepto de defensa social y su herramienta privilegiada son las medidas de seguridad que se concentran en preservar a la sociedad de los peligros potenciales que la amenazan y de la presencia de personajes peligrosos. Esta lógica securitaria, fundada en el control o eliminación preventiva de individuos peligrosos, está transformando la guerra en una sucesión de ejecuciones extrajudiciales. Los defensores de los drones para realizar tareas policiales y militares prometen estrategias de represión con menos pérdidas humanas y sin derrotas. Pero omiten aclarar los efectos de terror y encierro psíquico de la vigilancia permanente, que se trata además de guerras sin victorias y que construyen las condiciones de una violencia infinita: la guerra perpetua.
Tal como lo señala Chamayou la pregunta clave podría formularse de la siguiente manera: ¿Qué implicaría, para una población, transformarse en sujeto de un Estado-drone? No hay que olvidar que el uso de un arma nueva nos transforma, antes que nada, en sus blancos potenciales. Que gobernar con una burocracia armada y reforzar las dimensiones paraestatales del Estado puede costar muy caro. Y, para volver al título de esta nota, que ciertas armas sirven para conquistar el trono pero no suelen ser las más eficaces para conservarlo.
fuente: Revista Crisis nº19 / http://www.revistacrisis.com.ar/game-of-drones-hacia-la-guerra.html
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