Si no practicamos y vivimos el conocimiento que tenemos, entonces realmente no podemos decir que sabemos. Y esto es lo que nos sucede actualmente, en una era prácticamente de ignorancia y disociación entre el conocimiento y lo que hacemos con ese conocimiento.
Por Alejandro Martinez Gallardo
PijamaSurf
08/01/2016
La diferenciación entre el conocimiento y el ejercicio de ese conocimiento, que constituye la verdadera sabiduría, fue hecha desde un inicio por las diferentes tradiciones. Ya Platón había distinguido entre una vida filosófica integral, como la de Sócrates, y una filosofía discursiva como la de los sofistas, que eran capaces de grandes acrobacias lingüísticas para persuadir a casi cualquiera pero no que no eran capaces de poner en práctica sus argumentos ellos mismos. Aunque la filosofía moderna haya asumido ser un comentario de la filosofía platónica y considere que el espíritu helénico es su ilustre ascendente, podríamos afirmar que son los sofistas los que han triunfado. El conocimiento hoy en día, controlado por la academia (término que hoy parece mal tomado de la escuela de Platón) y las instituciones que la fondean, en gran medida se ha desviado de la concepción original de la filosofía.
Presenciamos desde hace siglos una disociación entre el conocimiento intelectual y la vida moral y ascética necesaria para encarnar los principios que se discuten y se defienden como verdades. Pero es una verdad muy endeble la que sólo se sostiene con palabras y no con actos, ni con la transformación de la conciencia y el tangible mejoramiento del individuo, tanto moral como intelectualmente.
Seguramente esta disociación entre el conocimiento meramente intelectual y la aplicación del conocimiento a todos los aspectos de la existencia, especialmente aquellos que tienen que ver con nuestra relación cualitativa con el entorno, ocurrió paulatinamente con la consolidación del materialismo científico y de la preeminencia de los valores económicos. En la actualidad hemos llegado al punto en el que lo importante es ser inteligente (en un sentido mundano) y no ser bueno; de hecho consideramos que la bondad es sinónimo de ingenuidad (lo es sólo en un mundo rapaz, donde lo importante es obtener mayores beneficios personales).
Si creemos que sólo existe esta vida, que avanzamos irremediablemente hacia la nada y que el mundo no tiene un propósito ni una base eterna –sin alma ni karma, es fácil pensar entonces que lo importante o deseable es simplemente apilar más poder y riquezas, pasarla bien un rato sin temer demasiado las consecuencias. En este sentido, la función del conocimiento se separa de la virtud moral y la transformación espiritual, para revelarse como una herramienta para satisfacer nuestros deseos y conseguir bienes materiales. El materialista podría contestar que existe la continuidad de la materia, de la especie humana, incrustada en la ciega evolución del universo, pero su egoísmo está tan instalado, que poca diferencia hace esto en sus actos y en la práctica le cuesta y no logra empatizar y “sacrificar” su vida para beneficio de las siguientes generaciones, con las cuales no tendrá vínculo tangible, puesto que él, en su totalidad, habrá dejado de existir. Necesitamos creer que estamos unidos profundamente con los demás para poder ejercitar el bien, la compasión, la virtud.
Lo que llamamos aquí disociación –pero que podríamos también considerar una incongruencia entre la sofisticación del pensamiento y la entereza del acto, hoy en día ha llegado a un punto crítico, debido a la sobreabundancia de información, misma que no tiene un equivalente de confirmación y consolidación a través de la práctica. De la misma manera en que en nuestra época hemos desarrollado el hábito de existir en espacios virtuales que se diferencian de lo que en relación llamamos el mundo real, también hemos desarrollado el hábito del conocimiento virtual a diferencia del conocimiento real. Nuestro conocimiento está basado en la información y cada vez tenemos más información, pero esa información sólo nos brinda un conocimiento virtual y generalmente superficial de las cosas, y no tiene una equivalencia práctica. Cada vez conocemos más cosas, pero no existe una relación proporcional con nuestra capacidad de hacer cosas, esto es desde objetos materiales, como también disciplinas inmateriales que produzcan resultados tangibles en el cuerpo o en la psique. Hemos comprado la idea de que la información es por sí misma un bien y que es equivalente a conocimiento e incluso a conciencia, pero esto es fácil de refutar mirando a nuestro alrededor y a nuestro interior. Para que la información se convierta en conocimiento es necesaria la experiencia, es decir la práctica, que hace que ésta se integre como un todo coherente.
Algunos analistas de medios han detectado que nuestra era de la información es también la era de la desinformación o de la sobreinformación (el escritor Charles Simic la llama simplemente la era de la ignorancia), en la que el libre acceso se torna una inundación de información que no pasa por los antiguos filtros que, si bien a veces restringían la información con fines de control, también, sobre todo, nos instruían y daban sentido a la información, separando de alguna manera el grano de la paja. La abundancia de la información significa también que cada vez existe más información de poco valor y que el gran torrente de lo nuevo sepulta lo viejo que había perdurado por alguna razón (quizás porque tenía un valor basado en principios menos efímeros). A esto se suma que la gran libertad del hombre moderno –quien tiene el derecho de hacer y consumir lo que le dé su regalada gana– también lo ha enfrentado con el vacío de no tener autoridades confiables que lo orienten dentro de este laberinto. Existe una gran diferencia entre tener acceso a información –por ejemplo un tratado de alquimia del siglo XVII– y tener un conocimiento valioso por haber consumido ese contenido. En muchos casos, como en el ejemplo citado, de hecho el contenido no tiene sentido si no es puesto en práctica, para lo que a veces es necesario incluso un maestro que siga dentro de la tradición de ese conocimiento. Asimismo, la información que impera en los medios electrónicos refleja el paradigma materialista utilitario en el que se favorecen los contenidos que puedan tener un beneficio inmediato y que no requieran de un esfuerzo significativo de la audiencia.
Si bien la filosofía occidental advirtió sobre este problema, en la filosofía oriental existe toda una tradición que categóricamente enfatiza que no existe conocimiento verdadero sin práctica y de hecho la práctica es en jerarquía superior a todo conocimiento intelectual. En el budismo, por ejemplo, es totalmente plausible alcanzar la iluminación sin leer ningún libro mientras que se lleve a cabo una práctica virtuosa, en cambio es completamente inaudito alcanzar un estado elevado de conciencia solamente leyendo libros sin que esto vaya acompañado de un accionar. De hecho existen numerosos maestros que recomiendan abandonar totalmente el aspecto intelectual y concentrarse únicamente en la práctica, en el trabajo diario de la mente y el cuerpo (evidentemente en este punto no debemos ser demasiado extremistas, ya que la mayoría de los maestros budistas o de otra tradición estará a favor de un equilibrio, puesto que cada uno puede ayudar a profundizar en el otro).
El maestro budista de la escuela nyingma, Thinley Norbu, hace una buena labor recalcando esto. En su texto White Sail, escribe que para no hacer de nuestra vida un completo desperdicio “toda la actividad humana debe estar conectada al Dharma”. Dharma es un término interesante, ya que refleja de manera muy especial lo que venimos diciendo aquí. Por una parte, Dharma se puede traducir como “ley”, “verdad” o “realidad”, pero también significa el camino o la práctica misma, es decir, expresa la identidad entre la verdad y la acción que refleja esa verdad. Coloca en el centro de la filosofía la congruencia entre el pensamiento y la acción, y conecta la estructura metafísica con los actos materiales que son el acabado de esa estructura. Norbu nos exhorta a evitar la tendencia a conocer mucho “pero sólo usar lo que aprendemos para nuestro propio beneficio temporal en esta vida”, puesto que este conocimiento se convierte en “un obstáculo para romper la primacía del ego, ya que no tiene la intención positiva de alcanzar la iluminación para el beneficio propio y el de los demás… Si estamos más interesados en adquirir conocimieno que en conectar el conocimiento con la práctica, no tendremos beneficios incluso si estamos familiarizados con ideas espirituales”. A esto último, Chögyam Trungpa lo llama “materialismo espiritual”, una idea de acumulación de bienes espirituales que no encuentra su liberación en la práctica y en la que ocurre lo mismo que con el hombre que va guardando su dinero y sus tesoros sin nunca usarlos.
Además, este mal hábito de acumulación tiene el efecto negativo de que bloquea el ingreso de nuevo conocimiento, debido a que al no practicarlo tampoco lo ponemos a prueba y mantenemos ocupado nuestro sistema de creencias y nuestro espacio de memoria por esta información que tenemos como cierta, pero que a lo mucho es una conjetura. Dice Norbu:
«La esencia del aprendizaje es colocarnos en un estado de alerta ante nuestros hábitos para poder cambiarlos. Así podemos entender lo que sea que aprendemos y podemos liberarnos de la contradicción. Estudiar sin el aprendizaje más profundo de la practica puede causar un malentendimiento al desarrollar el hábito de la intelectualización.»
El problema del conocimiento meramente intelectual es que se pierde del aspecto fundamental de la experiencia, de aquello que no puede comunicarse solamente con palabras. Leer sobre una experiencia mística o un estado de conciencia elevado nunca podrá hacernos experimentar un estado místico o elevar nuestra conciencia, especialmente si nunca lo hemos experimentado antes. En cambio, la práctica, eventualmente, después de mucho trabajo, puede conducirnos a esa experiencia. En una de las famosas conversaciones entre Buda y su discípulo Ananda, conocido por su gran memoria, Buda distingue la meditación de la memorización de las enseñanzas y dice que meditar es como comer un almuerzo, mientras que memorizar las enseñanzas es como hablar del almuerzo; meditar es como tomarse una medicina mientras que memorizar las enseñanzas es equivalente a las instrucciones del médico: es la medicina la que cura. Norbu cita un sutra que dice: “Quien conoce el Dharma pero no lo practica es como un capitán de barco que lleva a otros a través del océano pero que él mismo naufraga en el océano”. Künkhyen Longchen Rabjam nos dice algo que podríamos adaptar perfectamente al Internet y a la cuasi infinita cantidad de data en la que estamos inmersos:
«Ya que el conocimiento es como las incontables estrellas en el cielo, El estudio de ideas nunca puede agotarse. Así, en esta vida, es mejor descubrir la naturaleza profunda, el significado esencial del Dharmakaya.»
Tal vez podemos pensar que estamos lejos de tradiciones como el budismo con su clara disciplina hacia el Dharma, o tal vez no estemos inclinados al misticismo. Sin embargo, todas las tradiciones religiosas y filosóficas tienen un importante componente de práctica. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que no hay filosofía sin ética ni estética, es decir sin experiencias que consoliden el saber filosófico. Por ello, en el platonismo encontramos una identidad entre las ideas de verdad, bondad y belleza, las cuales son una especie de Dharma a la occidental. Hacer el bien conduce a lo divino pero también contemplar la belleza nos lleva a lo bueno y nos permite encontrar lo universal en lo individual, acercándonos a un valor más profundo que lo meramente material. En este sentido también el arte puede ser una práctica filosófica –y no sólo la creación artística sino también la contemplación artística, no en tanto que intelectualiza, sino que experimenta directamente una esencia o un arquetipo.
No sólo en las filosofías orientales tenemos toda una gama de prácticas ascéticas, también en las diferentes filosofías grecolatinas. Pensemos en Pitágoras y todos los requerimientos que imponía para ser admitido en su escuela (entre ellos, pasar hasta 5 años en silencio). Los cínicos, los estoicos, los epicúreos, etc., todos tenían una serie de prácticas identificables, ya sea que fueran dietas, oraciones, libaciones, sacrificios, o una serie de actos morales predefinidos. Como nos dice Pierre Hadot, la filosofía antigua es de hecho un “ejercicio espiritual”.
Los tres grandes monoteísmos no podrían entenderse (y sobre todo vivirse) sin la práctica orientada a incrementar la disposición espiritual del practicante y acercarlo a unirse con su dios. Estas practicas –meditación, oración, ayuno, caridad, etc.– van mucho más lejos de las costumbres modernas como ir a misa un día a la semana o cosas similares; están integradas a un continuum en la vida diaria y son inseparables de sus actos más comunes.
Hoy en día, los filósofos que son tomados como serios, encumbrados en las torres de marfil de las universidades, no se rebajarían a recomendar una serie de disciplinas ascéticas o condicionar el acceso al conocimiento a una serie de prácticas de refinamiento de la percepción –esto es considerado propio de gurús de autosuperación y personajes intelectualmente inferiores.
El paradigma reinante de la filosofía como una disciplina mayormente intelectual prioriza la acumulación de conocimiento –el que más ha leído, el mejor informado, el que más argumentos puede barajar es considerado el más inteligente e incluso el más sabio. Esta concepción hace de la inteligencia algo similar a un bien material que debemos atesorar cuantitativamente y la cual podremos usar como si fuera una divisa. En la visión oriental, pero que también encontramos en la tradición mística de Occidente, lo único que se busca acumular es virtud, todo lo demás es un peso adicional para liberarse de la rueda de ilusiones y la feria de vanidades que es este mundo.
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La razón por la que la filosofía tradicional y la religión practican no sólo la purificación de las propias cualidades sino también la bondad y la virtud no es sólo por un idealismo intelectual, se basa en la convicción –que a su vez se basa en la experiencia mística– de que la vida personal que experimentos individualmente es sólo una fase transitoria –y por lo tanto ilusoria– hacia la realidad de la vida impersonal del ser universal, en el cual el individuo se abandona para unirse con la totalidad omnipresente. Esto es el Uno (o la mónada) de Pitágoras, Platón y Plotino; el Tao de Lao-Tse; el Dharmakaya de los budistas; el Ein Sof de los cabalistas; el Cristo de los cristianos. Una de las formas principales en las que un individuo deja el estado que lo separa de la unidad absoluta es perdiendo importancia personal, olvidándose y abandonándose en el otro, dirigiendo sus actos ya no a la afirmación de su ego sino al beneficio de los demás que son la manifestación en el mundo actual de la totalidad a la cual desea unirse. Es por esto que en su más alta comprensión el amor y la compasión son afectos universales, dirigidos a todos los seres y no a un individuo –el cual puede servir únicamente como el umbral hacia lo universal.
Dice el filósofo Manly P. Hall, el gran recuperador de las tradiciones místicas, “si quieres conocer la doctrina, vive la vida” o, en otras palabras, la verdadera sabiduría no puede aprenderse, debe experimentarse, y no sólo experimentarse una vez en un salto de la conciencia sino que debe experimentarse de manera constante aunque discreta, de tal forma que se funda con la existencia misma, que no haya intervalo entre lo que conocemos y lo que hacemos. Esta es la función y el secreto mismo de la sabiduría: convertirse en aquello que uno conoce.
fuente http://pijamasurf.com/2016/01/el-problema-de-acumular-conocimiento-y-no-practicarlo
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