Ensayista, sociólogo, crítico original de la época, cree que la tecnología se despliega hoy más allá de la moral, y que las personas «observan y soportan los juegos de la política», que es sólo «lucha ascendente a sitiales de poder».
Por Diego Genoud
La Nación
26 de junio de 2016
El escepticismo militante, la crítica de las conductas cotidianas, la no adhesión a las deidades de la época y un trabajo original y persistente distinguen a Christian Ferrer de cualquier otro pensador argentino. Ensayista, sociólogo, profesor, parte del grupo editor de la revista Artefacto y autor de una biografía fundamental sobre Ezequiel Martínez Estrada, se sustrae de la batalla de la coyuntura y ejerce una autonomía a prueba de balas. «Las personas que se asumen como intelectuales necesitan formar agrupamientos y tener confianza en un gobierno o en la caída de un gobierno. Para mí, la distancia con el poder es más aconsejable», dice.
A Ferrer no le gusta hablar ni dar entrevistas, pero cuando lo hace es capaz de generar un silencio que orilla la hipnosis. Lo sabe la legión de alumnos que atravesó la experiencia de escuchar sus clases en la cátedra Informática y Sociedad en la UBA. Además de la reedición de Barón Biza. El inmoralista, sus últimos libros son El entramado. El apuntalamiento técnico del mundo y dos trabajos editados por la Biblioteca Nacional durante la gestión de su amigo Horacio González: Los destructores de máquinas y otros ensayos sobre técnica y nación, y Folletos anarquistas en Buenos Aires. Publicaciones de los grupos La Questione Sociale y La expropiación, un verdadero hallazgo sobre las publicaciones ácratas de fines del siglo XIX.
Pensador de espíritu ludita que incursiona como nadie en la filosofía de la técnica, asegura que las tecnologías no tienen otra función más que amortiguar el impacto del dolor sobre la vida. «El hombre moderno es mucho más débil que el hombre de las cavernas, que perfectamente podía sobrevivir a las adversidades. El hombre moderno necesita sistemas de inmunización continuos, de tipo farmacológico, pasatiempos o posibilidades de estar emitiendo o ?megusteando’ casi en forma ansiosa para dar cuenta de que existe y no es simplemente un asiento contable de una empresa o un código burocrático en alguna dependencia estatal», asegura.
-Hoy nadie quiere ser acusado de nostálgico, de reaccionario o de estar a favor del atraso tecnológico.
-La cuestión es cuál debe ser la órbita alrededor de la cual giran nuestras vidas. Un mundo en el cual las personas están destinadas a producir, consumir, marchitarse y morir no es deseable. Es el mundo de la rueda del hámster. El objeto que se consume hoy ya está declarado obsoleto por la misma industria que lo fabricó. Todos los gobiernos proponen más trabajo, pero para la mayor parte de la población el trabajo es una condena. Los aristócratas y los pueblos antiguos pensaban que era tarea de esclavos, a nadie se le ocurría que fuera algo bueno en sí mismo. La época moderna decreta que es digno y dignifica, pero eso no es verdad. La máquina general industrial moderna es una máquina de destrucción de cuerpos y de anhelos. Cuando la persona descubre que está en una trampa, ya es tarde y la espera la jubilación.
-Una de las ideas fuerza de la última época -vigente ahora como deseo- es designar el consumo como motor de la economía.
-La gente aplaca la desesperación y la angustia cotidiana con objetos de consumo. No imagina otra forma de soportar el presente. Cuando la profunda desdicha, la tragedia o el estallido de las burbujas de época ocurren, todos esos objetos se revelan inservibles. La vida es ante todo una sucesión de problemas vitales que no son resolubles por la cinta sin fin del consumo. Una sociedad que necesita consumir menos también necesita trabajar menos. Sería deseable un mundo en el que las personas se esfuercen y desgasten menos en tareas rutinarias por las cuales se les paga poco y están condenadas a estar a la moda.
Ferrer define la Argentina como un «monstruo sin cohesión» y afirma que se trata de una sociedad «sentimentalmente anticapitalista», pero con prácticas completamente adaptadas a los ideales del capitalismo. «Es una especie de paradoja que se resuelve en resentimiento hacia el que tiene y un pedido al Estado para que se haga cargo y minimice los daños colaterales.»
-Muchos piensan que el poder tecnocrático desembarcó en el gobierno: llegaron los técnicos y se retira la política.
-No lo veo así. Todo Estado y todo partido político necesita de técnicos. Eso se nota en la continuidad del Ministerio de Ciencia y Tecnología, nada cambió ahí ni cambiará. En segundo lugar, el orden general, más allá de las retóricas de cada gobierno, es un orden tecnocrático en sí mismo. Los técnicos no llegaron: ya estaban acá. Uno de los centros de gravedad del gobierno anterior fue Tecnópolis, un nombre titánico quizás en contraposición a la Argentina agrícola de la cual verdaderamente se estaba viviendo. Los cimientos siguen siendo los mismos. Se necesitan técnicos para mejorar la calidad del ganado y la semilla y para medir la tasa de sufrimiento necesario a partir del cual se concede un beneficio, un subsidio o una recompensa simbólica. Son técnicos, no importa que lo hagan en nombre del pueblo o de una mejor gestión del aparato estatal. Diferenciar entre el bien y el mal en estos casos es para bienintencionados o para gente que quiere calmar su propia adherencia a la época moderna.
-Internet se asocia a globalización, interactividad, velocidad. Usted dice, en cambio, que es sobre todo una voluntad de poder.
-Hay que historizar. Hasta 1840, por ejemplo, las comunicaciones eran más rápidas en África que en Europa. La hoy vista como primitiva comunicación por sonidos de tambor -a partir de códigos preestablecidos- era mucho más rápida que en Europa, donde era a velocidad de caballo hasta que se inventó el telégrafo. Lo importante no es el instrumento en sí mismo -Internet o los teléfonos celulares-, porque todo eso puede ser reemplazado. El tema es percibir cómo esa voluntad de poder arrastra todo detrás de sí, pues coloca a la persona en estado de deuda permanente: no puede sino intentar estar al día con las novedades y las informaciones, con lo que está pasando segundo a segundo. Pero a fin de cuentas, lo único que sobrevive son las emociones, no las noticias del día. La gente vive vidas aisladas, displacenteras y monótonas. Por eso necesita Internet, que tanto sirve para vehiculizar psicopatologías propias de ese malestar como para habilitar una pasarela donde hacer flamear el narcisismo.
-Entonces, ¿cuál es la transformación que opera Internet?
-Se presupone que hay más verdad en Internet que la que había en la televisión en su momento, como se presupuso antes que había más verdad en la televisión que en la prensa y los libros de la época de la alfabetización masiva. Hay una fe previa. No se puede ir a la Iglesia si uno no piensa que allí va a ocurrir algún tipo de fenómeno subjetivo específico. No se trata del instrumento sino del tipo de decisiones políticas, económicas y existenciales que se tomaron muchísimo tiempo antes para que -después- una persona pudiera sentarse a ver televisión y considerar que allí había una verdad que le complacía. Tiene que ser necesariamente una ficción bien realizada, pues las audiencias premian las ficciones verosímiles y castigan las ficciones que las contradicen o ponen en cuestión el mundo tal cual es.
-¿Cómo interpreta la era de las grandes filtraciones de información, como Panamá Papers?
-Lo de Panamá es muy extraño porque todo el mundo parece recién caído del catre, los acusados se declaran inocentes y la gente que los acusa disimula que desde siempre ha habido dinero legal e ilegal, particularmente el que apuntala la política, que proviene de fuentes bastante oscuras. No se trata de si en ciertos paraísos fiscales se esconde dinero declarado o no declarado: es así como funciona ese sistema. Alguien puede tener interés en movilizar esa información contra otros: hay una guerra por el dinero, por capturar masas inmensas de dinero y llevarlas a sus centros financieros. Son juegos que están más allá del poder de las ciudadanías para controlarlos.
-La información es el arma fundamental de esa guerra.
-Sí, pero hay que ver a qué llamamos información, es lo que da forma a masas y audiencias. Quizá los saberes importantes pasan inadvertidos, o no van a ser aquellos en los que la gente del porvenir esté interesada. No sabemos si lo que acopiamos ahora va a interesar al futuro, de la misma manera que los del pasado no se interesaron en resguardar conocimientos o producciones culturales que hoy estimamos. El 90 por ciento del cine mudo está perdido y el 50 por ciento del cine sonoro previo a la Segunda Guerra Mundial, también. Parece que viviéramos todavía en una utopía positivista, donde el dato es lo fundamental. Pero nadie sabe si lo que consideramos importante lo es verdaderamente o es apenas hojarasca y tiempo perdido.
Para Ferrer, el problema está en las audiencias, no en el poder y los intereses de los dueños de los medios, que -aclara- sin duda los tienen. «Mi familia consideraba que la TV iba a mejorar a la raza humana porque iba a ser educativa, y hoy hay gente que cree que emitir opiniones en Internet puede constituir una forma superadora de hacer política. Un error o una forma más de justificar la época. Prefiero los vendedores de biblias y los testigos de Jehová con su cantinela a los vendedores de novedades tecnológicas.»
-Sin embargo, dice que por primera vez la evolución de la tecnología es mucho más rápida que las novedades que generan la política, la moral y el arte.
-Como voluntad de poder, la técnica hoy va por delante de cualquier posibilidad que tenga la política y la moral de controlar ese despliegue. Es un fenómeno típico del siglo XX. Se puede ver en el caso de los transplantes de órgano, una verdadera proeza técnica. La persona que está esperando un órgano que puede salvar su vida y sus familiares no están excluidos de desear la muerte de alguien. No tenemos un pensamiento que esté a la altura del despliegue de la técnica actual, que pueda modularla, controlarla y ni siquiera pensarla.
-Y en el caso de la política, usted afirma que no hay ideas nuevas.
-La política es lucha ascendente hacia sitiales de poder. Después, hay gente que dice «El otro es malo y yo soy bueno», que es una mala manera de pensar la propia situación. Nadie dice «El otro es malo y yo no soy mejor» sino que se propone como salvador, redentor o como representante de algún tipo de víctima ofendida. Así piensan los políticos. Las poblaciones, a fin de cuentas, observan y soportan los juegos de poder. Tratan de participar de ellos y sacar beneficios. La esencia del vivir no se juega en esos circuitos: es de la índole de los afectos, eso es lo que importa. Lo único que se puede hacer en política es establecer vínculos confiables y pequeñas alianzas de afines a modo de autoprotección. Los que están más arriba, los millonarios, son los que dominan el mundo; uno no puede esperar clemencia de ellos, sólo una dádiva. La dádiva no es un ideal político interesante y eso es lo que ha ocurrido hasta ahora, salvo pocas circunstancias en la historia moderna.
-¿A qué se refiere cuándo dice que Argentina es un monstruo sin cohesión?
-Martínez Estrada insistió en esa idea. Él repelía el falseamiento de la historia nacional, lo que va a repetirse ahora en el Bicentenario de la Independencia. Nuevamente se va a buscar una cohesión falsa, cuando en verdad en la época del Congreso de Tucumán se estaban degollando unos a otros. Eso era la Argentina, un fratricidio, caudillos que luchaban unos con otros, que tal parece es uno de los signos de nuestro destino. La adhesión a caudillos es una tradición en la Argentina: cuando no los hay, la gente los busca para que distribuyan prebendas que sostengan el armazón y prometan lo irrealizable. Cuando ya no se puede y estalla la burbuja emotiva, se sacan conclusiones. Pero la primera causa de la decepción en política es haber creído en algún político. Se necesita un examen de conciencia y una purificación muy grande de la conducta y las creencias de la población para evitar que se repita una crisis como la de 2001.
-Martínez Estrada hablaba también acerca del pueblo que aparece de golpe y da miedo.
Sí, Hay una fuerza inorgánica en Argentina, a la que él llama «lo facúndico», que siempre está presta a desbocarse. Esa forma de llevar la cosa pública que requiere de fuerte autoridad y garantiza una estabilidad por un tiempo está siempre asediada por un caos primordial. Cada tanto tiempo en Argentina hay un desmadre que desorganiza un poco las estructuras hasta que vuelven a restaurarse las prerrogativas del orden. Él estaba muy atento a esa fuerza inorgánica: creo que le temía y al mismo tiempo la pensaba ineludible.
Biografía
Christian Ferrer es sociólogo, especializado en filosofía de la técnica, y profesor en la UBA. Integró los grupos editores de distintas revistas culturales; hoy lo hace en Artefacto. Uno de sus últimos libros es Barón Biza. El inmoralista. Las redes de poder, las ideas anarquistas y el control social son algunos de sus temas de análisis.
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