El narcisismo, que podemos llamar de muchas formas (egocentrismo, vanidad, soberbia, egolatría…) según el contexto en que lo analicemos, supone, por definición, el fracaso de nuestros vínculos con la realidad. Con la Vida. Con todos los seres humanos y la Naturaleza.
Por José Luis Cano Gil*
05-05-2015
Escribí recientemente en Facebook:
«El narcisismo es, básicamente, una forma de demencia. Es un delirio y una defensa al margen de toda realidad. Es una desconexión del mundo. Cuanto más narcisistas somos, más «locos» estamos. El narcisista total es una persona rota, humanamente muerta. Por eso «mata» sin darse cuenta -como un/a zombie- en muchos sentidos, incluso a veces literal. El narcisismo es el fruto absoluto del desamor en la infancia. Por eso es máximamente contagioso y, muy a menudo, irreversible. La conflictividad individual y social de los narcisos/as es irremediable. Pues su síntoma principal es la violencia. Y la fantasía de que, sin transformarse jamás, algún día lograrán ‘cambiar el mundo'».
Redacté de forma expresamente dura estas palabras como llamada de atención contra el frecuente desdén con que, a mi juicio, suele tratarse este problema. Un problema crucial, ya que el narcisismo constituye, sin duda alguna, la lacra fundamental del ser humano. Nada menos que el motor de la mayoría de nuestras desdichas, desde la soledad y la neurosis hasta la injusticia y la guerra. El narcisismo es, en otras palabras, la clave psicológica del «Mal».
El narcisismo, que podemos llamar de muchas formas (egocentrismo, vanidad, soberbia, egolatría…) según el contexto en que lo analicemos, supone, por definición, el fracaso de nuestros vínculos con la realidad. Con la Vida. Con todos los seres humanos y la Naturaleza. Más aún, constituye una percepción delirante de la realidad, pues el narciso/a, que se imagina al margen y/o por encima de los demás, niega la evidencia de que sólo puede sobrevivir gracias a los demás. Formando parte de los demás. Incluso a costa de los demás. Como cualquier ser vivo, no es nadie sin su entorno. Pero no puede percibirlo. Ni sentirlo. Ni aceptarlo. Por eso carece de empatía y amor y, atrapado en su brillante alucinación, subsiste «parasitando» unilateralmente el mundo. El narcisismo es, técnica y psicodinámicamente, una estructura «psicótica».
Las manifestaciones narcisistas son infinitas. Van, p. ej., desde el exhibicionismo y la pedantería de los artistas e intelectuales hasta la soberbia de los políticos, los dictadores y los sumos sacerdotes. Desde las envidias y mezquindades de la gente común hasta la codicia, los abusos y la violencia de los poderosos. Desde quienes maltratan niños hasta los que deforestan bosques. Desde nuestras egocéntricas supersticiones e ideologías hasta nuestras vanidades tecnocientíficas. Desde nuestra pasión por las doctrinas o el sexo hasta nuestra fiebre por el poder y el dinero. Desde nuestras neurosis personales y sociales hasta nuestros crímenes de todo tipo. Desde nuestras ridículas ideas antropocéntricas hasta nuestros etnocéntricos tejemanejes políticos. Etcétera. Por no hablar de nuestra propia civilizacion occidental, basada y sostenida precisamente, como sabemos, en el más descabellado culto al dios Narciso, que hoy llamamos «Individualismo».
Quizá dos de los rasgos más inquietantes del narcisismo sean su perpetua autonegación y sus inagotables metamorfosis. Por ejemplo, cuanto más narciso soy, menos tenderé a admitirlo, pues este rasgo mancharía mi dorada autoimagen. Pero incluso si lo acepto en público, ¿no estaré quizá jactándome secretamente de ello? Si consigo frenarlo mostrándome, p.ej., más empático y afectuoso, ¿no estaré sintiéndome superior a los demás? Si confieso mis esfuerzos por ser más amoroso, ¿no estaré quizá exhibiendo mi «heroísmo»? Etcétera. De este modo, cualquier cosa que hagamos en pro o en contra del narcisismo… ¡puede seguir siendo narcisista! Como en esas películas donde el monstruo reaparece una y otra vez, el narcisismo es asombrosamente recalcitrante. (1)
Y lo mismo ocurre en psicología. Cuando alguien se lamenta continua e hipocondríacamente de sus achaques, ¿no estará egocéntricamente manipulando la atención y los cuidados de los demás? Si alguien sufre un molesto «trastorno» psicológico en un entorno del que -muy significativamente- nunca se aleja, ¿no estará ególatramente triunfando sobre él, tomándose algún tipo de revancha? Si uno persiste en ciertos síntomas sin hacer nada real por comprender su significado ni solucionar sus motivos, ¿no estará beneficiándose narcisistamente de ciertas ventajas (psicológicas, familiares, económicas, etc.), la primera de ellas evitar responsabilizarse de sí mismo? Y así sucesivamente.
¿Cómo combatir, entonces, esta resbaladiza limitación humana? Veamos antes algunos de los intentos que se han realizado para ello.
1. Religión. En mi opinión, la intuición religiosa universal de que el mayor error del hombre es el Ego -la vanidad, la soberbia, el narcisismo- y su única salvación es el Amor, es correcta. El problema es que, al convertir dicha intuición en un valor moral, un dogma, perdió inmediatamente su utilidad. La religión equivoca las causas del narcisismo (que no son el pecado, ni la ignorancia, etc., sino la violencia precoz y la consiguiente neurosis); y equivoca, por tanto, las herramientas para acceder al amor (que no son la culpa, ni la virtud, ni las creencias/conductas adecuadas, etc., sino la sanación de la neurosis). Y, además, envenenada a su vez por el ubicuo narcisismo, la religión se ha utilizado a menudo para fines contrarios a los supuestos (p.ej., destruir en nombre del amor, etc.). El resultado es que la religión se ha vuelto muy impopular y, sin que el amor haya llegado aún a la tierra, incluso su ideal está desapareciendo.
2. Política. Como alternativa a la religión, la política sustituye las nociones de culpa personal y deber de amar por las nuevas ideas de injusticia social y solidaridad de grupo (de «clase»). Aquí la política también se equivoca, pues la injusticia social no es la causa del mal (sino sólo otro de sus efectos), ni la solución es trasladar/diluir la responsabilidad individual en la identidad/acción colectivas. El resultado son sociedades extremadamente competitivas y ricas, pero tan infelices y violentas (o más) que siempre para otros pueblos y la Naturaleza. Pues sus individuos, aunque muy sobreprotegidos, siguen sintiéndose desamparados y vacíos, es decir, sin amor alguno.
3. Ciencia. ¿Y qué hay de esa otra promesa llamada «Ciencia»? Ésta, más alejada aún del sentido común que las anteriores, atribuye el Mal -al menos en sus formas físicas y psicológicas- nada menos que a la biología (genética, neuroquímica…) e, ignorando cualquier otro factor, propone remedios igualmente biologistas y además extremadamente rentables (medicamentos, biotecnología, etc.). Sobra decir que el amor o el genuino bienestar psicológico no juega ningún papel en esta aséptica e impersonal visión de las cosas.
Aunque la religión, la política y la ciencia tienen, cada una de ellas, sus puntos de verdad en este asunto, ¿cómo podríamos, entonces, comprender de una vez por todas el narcisismo? ¿Cómo podríamos sanarlo y prevenirlo? ¿Qué podríamos hacer para afrontarlo realistamente como lo que es, una psicodinámica, y madurar ésta hacia esa otra psicodinámica que llamamos amor, pero sin caer en nuevas trampas narcisistas (es decir, sin nuevas dogmatizaciones, exigencias, hipocresías, etc.)?
A mi entender, la única y excluyente puerta hacia el amor es la conciencia. La conciencia ¿de qué? De todo aquello que nos obstaculiza el camino. Y los obstáculos fundamentales del amor tienen que ver, como sabemos, con el desamor infantil. Con los daños psicoafectivos acumulados. Con el pasado reprimido («olvidado»). Con la anulación del individuo en aras del grupo. Con los innumerables miedos derivados. Con la consiguiente evitación de toda responsabilidad personal. Y, en suma, con la neurosis personal y, por tanto, colectiva. Por consiguiente, creo que sólo las personas -¡ojalá fuesen miles, millones!- interesadas en iluminar y suprimir dichos obstáculos mediante eficaces herramientas de crecimiento personal podrían adquirir gradual, inevitable y espontáneamente (2) nuevas actitudes mucho más amorosas hacia el mundo. Y transmitirlas a sus hijos.
notas:
1) Este problema es un clásico de los estudios espirituales. Por ejemplo, ¿puede alcanzarse la humildad desde los esfuerzos del ego? ¿Puede el ego amar o hacer cualquier otra cosa sin que, en el fondo, sean nuevas formas de autocomplacencia? ¿Puede realmente la vanidad emanciparse de sí misma? Etc.
2) Es decir, sin nuevas reapariciones del ego tramposo. Pues el amor es como el orgasmo: sólo cuando dejamos de obsesionarnos con él, sucede.
* Psicoterapeuta y Escritor, Barcelona
fuente: http://www.psicodinamicajlc.com/_blog/pivot/entry.php?id=363