«Cuando no hay amor, se exalta la virtud.» Tao Te King
Por José Luis Cano Gil
09-09-2017
En relación a mi último post, El timo de la solidaridad, me resulta imposible no continuar aquí con algunas reflexiones personales sobre ese mito fundamental de nuestra civilización que es el «amor al prójimo». O el bíblico «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (ya sea en sus formas religioso-morales o sociopolíticas). Personalmente, toda mi vida, toda mi obra, todo mi trabajo terapéutico se han basado en la incansable búsqueda del amor. Ahora bien, ¿qué es el amor? ¿Se trata de algo natural o artificial? ¿Es espontáneo o aprendido? ¿Realmente es posible amar? Yo creo que el amor sí existe, pero no es -como veremos- lo que solemos pensar, ni lo que nos gustaría que fuera.
El amor forma parte de la Naturaleza. Mi modelo absoluto de amor es la interacción de las flores y las abejas. Ambas, desde sus respectivas necesidades «egoístas», se necesitan y por tanto ambas deciden «colaborar» en beneficio mutuo. Crean una simbiosis perfecta y maravillosa que ya dura millones de años. Esta complementariedad de egoísmos es, pues, paradójicamente, el amor. Si tú y yo limitamos nuestros respectivos narcisismos; si sabemos compartir lo mejor de nosotros mismos para crecer juntos, entonces nos estaremos amando. Tan simple, natural y bello como esto. Sin metafísicas añadidas. Ahora bien, esta colaboración no es innata, sino que debemos aprenderla. Exactamente como innumerables animales, especialmente los mamíferos, necesitamos aprender muchas otras pautas de supervivencia. Y nuestro aprendizaje del amor sucede o debería suceder, como sabemos, en nuestra infancia. Cuando introyectamos y, más tarde, imitamos el (supuesto) amor que nuestros padres y otros cuidadores nos dieron.
Sin embargo, ¿qué sucede cuando millones de individuos nunca fueron amados en sus infancias, sino maltratados y humillados hasta lo indecible? Obviamente, no sabrán amar y sus conflictos mutuos serán terribles y permanentes. La cultura inventa entonces para ellos un sucedáneo, un amor artificial, un amor ortopédico que, además de aliviar sus carencias, les ayudará a controlar sus neurosis («pasiones») y gestionar mejor sus desavenencias. Esta prótesis, que todos conocemos muy bien, es la famosa moral del «ama a tu prójimo como a ti mismo», ya sea en sus formas religiosas (hacer el bien, ser caritativo, perdonar, sacrificarse, etc.) o políticas (igualdad, justicia, ayuda social, derechos humanos…). La ideología del amor protésico, el deber de amar, no forma parte pues de la Naturaleza, sino que es un artefacto de la civilización totalmente ajeno al amor psicofísico real. Por eso lo llamaremos aquí Pseudoamor. El cual, pese a sus ventajas, tiene también -como todo en la vida- un complejo lado oscuro, que examinaremos a continuación.
Análisis del pseudoamor
1. Negación de la realidad. El Pseudoamor o principio moral de «amar al prójimo como a uno mismo» nace, en primer lugar, de una visión idealizada del ser humano. De una negación de la realidad. Presupone ingenuamente, como todos los sistemas filosóficos que desdeñan la naturaleza psicobiológica de las personas, que la mayoría de gente se ama «demasiado» a sí misma, lo que es absolutamente falso. ¡Qué más quisieran! Como saben muy bien los lectores de este blog, los excesos del narcisismo (egocéntrico, codicioso, egoísta) de los individuos no expresan autoamor alguno, sino todo lo contrario: los más insoportables sentimientos inconscientes de insignificancia e inseguridad. ¡Por eso se atrincheran en sí mismas frente al mundo! Y esto nos lleva a una primera paradoja del Pseudoamor: las personas afortunadas que sí saben amar porque fueron amadas en su infancia no necesitan recurrir al deber de «amar al prójimo». Y las que se sienten tan vacías y desamadas que se refugian sin remedio en sus egoísmos, difícilmente podrán «amar» con ayuda de esa muleta moral que ignora cruel y absolutamente sus carencias fundamentales.
2. Violencia inconsciente. Cuando imponemos a alguien el deber de amar, simplemente lo estamos violando. No se pueden forzar ni crear artificialmente fenómenos intrínsecamente espontáneos (p. ej., amor, alegría, generosidad, deseo, humor, creatividad, inteligencia, sueño, orgasmo…). ¿Qué sucedería si las flores y las abejas se sintieran obligadas a «colaborar» por las buenas o por las malas? Con toda seguridad, sólo aprenderían a odiarse. Nada puede lograrse de corazón si uno se siente obligado a ello. Por eso, la segunda paradoja del Pseudoamor es que, en vez de favorecer el surgimiento del amor natural, crea en las personas determinadas condiciones psicológicas -miedos, culpas, ira, complejos, autoexigencias, sentimientos de inferioridad- que sólo aumentarán sus dificultades para amar.
3. Hipocresía. Lo anterior conduce directamente a la hipocresía. Si millones de personas se saben incapaces de amar como es «debido» y temen el rechazo social por ello, entonces fingirán el amor a toda costa. En todos los ámbitos: familia, sociedad, religión, política… Esta falsificación es común a cualquier obligación demasiado grande, injusta, irracional o imposible de cumplir. Por eso, «hecha la ley, hecha la trampa». De modo que la tercera paradoja del Pseudoamor es que, con su afán de fomentar el amor, más bien potencia su simulación o hipocresía. En la práctica, Pseudoamor e hipocresía acabarán resultando casi sinónimos.
4. Control social. Si la ética del Pseudoamor es, como vimos antes, innecesaria para los que saben amar e inútil para los que no pueden hacerlo, ¿cuál es entonces su verdadera utilidad? La respuesta salta a la vista: el Pseudoamor es, ante todo, un instrumento de control. Un «lubricante» social para ayudar a reprimir y gestionar, en nombre del amor, los inevitables conflictos humanos. Esto se consigue tanto por activa como por pasiva:
· por activa: Por ejemplo, promoviendo acciones «altruistas» en pro de los demás (dar, ayudar, cuidar, sobreproteger, esforzarse, sacrificarse, etc.), todo ello, por supuesto, «incondicionalmente». Una paradoja de estas acciones «incondicionales» es que, en general, tienden a ser tanto más grandes y/o numerosas cuanto mayores son los sentimientos inconscientes de soberbia, desprecio, dominio y/o culpa por parte de los pseudoamadores. Por esto mismo, tienden a causar daños conscientes o inconscientes en los pseudoamados, en forma de sentimientos de inferioridad, impotencia, humillación, sumisión, parálisis, dependencia, envidia y hostilidad. (1) Así, el Pseudoamor, muy lejos de ser gratuito, halla su recompensa en sí mismo, pues simplemente suele canalizar las secretas necesidades neuróticas de miles de individuos.
· por pasiva. Mediante los celebérrimos valores de «perdonar a tus enemigos», «poner la otra mejilla», etc., es decir, a través de la inhibición de casi toda agresividad autodefensiva. (2) Esto puede convenir, desde luego, en ocasiones. Pero generalizarlo como ética universal demuestra un nulo conocimiento de la psicología humana, pues la represión de la indispensable agresividad defensiva (y/o sentimientos asociados) sólo conducirá al agravamiento de muchos problemas y, en definitiva, al empeoramiento de la neurosis individual y social con todas sus consecuencias. Así, en otra nueva paradoja, los afanes pacificadores del Pseudoamor tienden más bien a maquillar, cronificar y/o aumentar la violencia.
5. Autoritarismo. Las autoridades que predican el Pseudoamor dictan en todo momento, autoritaria pero contradictoriamente, a quién, cuándo, cómo y durante cuánto tiempo hay que «amar» (o, en su caso, «odiar» y castigar). Por ejemplo, deberíamos amar a todo el mundo, pero… ¿también a los herejes, enemigos, comunistas, nazis, terroristas, racistas, delincuentes, corruptos, madres y padres tóxicos, machistas, violadores, pederastas…? En estos casos, el Pseudoamor se permite toda clase de excepciones de conveniencia. Y, por supuesto, cualquier libertad interior para odiar a mis propios enemigos privados queda excluida.
6. Cronificación. Como el Pseudoamor tiende a maquillarlo todo con su lenguaje y acciones hipócritas, el resultado es que las causas reales -desamor, injusticia, violencia- de muchos problemas del mundo tienden a quedar ignoradas o irresueltas. Por lo mismo, sus culpables suelen ser desconocidos o quedar impunes. Por lo tanto, sus víctimas tienden a encerrarse en un victimismo totalmente irresponsable e inútil. Y, en conclusión, los indecentes de la tierra pueden seguir medrando a sus anchas y realizar (en nombre del amor, la salvación, la igualdad, la libertad, la justicia, la democracia, etc.) sus evangelizaciones, conquistas, colonizaciones, explotaciones, guerras y demás.
7. La Paradoja Final. La ética del «amor al prójimo», tanto es sus formas religiosas como políticas, se ha presentado siempre especialmente orientada a los más «débiles». A los supuestamente más necesitados, desprotegidos y vulnerables del mundo. Esto significa que el Pseudoamor y sus gestores no sólo necesitan, como en todo negocio, muchas «víctimas» a las que proteger y salvar, sino también -y esto es lo peor y más inconfesable- preservar las debilidades de éstas e incluso crear víctimas nuevas. Esto es típico de cualquier dinámica redentora: cuanto peor se sienta un sujeto, más se lucirá y dominará su salvador. Y también es propio de cualquier lógica económica. Un buen médico, p. ej., curará enfermos; pero una corporación de cientos de médicos y laboratorios necesitará inventar toda clase de problemas, pruebas y falsas enfermedades para subsistir. De este modo, la paradoja final del Pseudoamor es que, desarrollado en principio para liberar al mundo de las opresiones, acaba resultando una máquina fomentadora, consciente o inconscientemente, de infantilismos, ignorancia, miedos, sentimientos de culpa, obediencia, irresponsabilidad y neurosis en millones de seres humanos.
El cristianismo, ya sea en formato religioso o civil, ha aportado grandes beneficios al mundo occidental. Ha eliminado o suavizado algunas formas de barbarie. Ha promovido valores muy positivos (dignidad, igualdad, compasión, libertad, perdón, justicia…). Ha intentado facilitar la convivencia privada y pública mediante un autocontrol psicológico de las personas basado en ideales, sentimientos de culpa, miedo al castigo y promesas de paraísos económicos o sobrenaturales. Ha combatido los excesos del narcisismo humano (el Ego, los «pecados capitales», la explotación del hombre por el hombre) enfatizando el valor del amor, la humildad, la resignación, la conciliación y, en lo político, las libertades, el bienestar material, los derechos humanos, la paz, la solidaridad… También ha mostrado, sin embargo, una soberbia desmedida y un tiránico narcisismo frente a la Naturaleza y las sociedades no cristianas, de modo que, creyéndose superior a todo lo distinto de sí mismo, ha vertido por ello ríos de sangre. Pero, sobre todo, el cristianismo -místico o social-, carente de toda sensibilidad psicológica y concibiendo delirantemente al ser humano como «hecho a imagen y semejanza de Dios», «inventor de utopías», etc., ha ignorado siempre las necesidades psicofísicas más elementales y determinantes de su condición mamífera, arrojando así al infierno de la neurosis y la violencia a incontables generaciones. (Hay que recordar que esto último lo hacen todas las culturas).
¿Significa todo esto que deberíamos prescindir de nuestros milenarios valores judeocristianos? En absoluto. Significa sencillamente que tal vez podríamos revisarlos a fondo y dotarlos de más psicología y lucidez. Los códigos éticos son necesarios al ser humano, pero la moral del Pseudoamor no es amor, ni nace del amor (3), ni produce amor alguno. Una ética que, por el contrario, sí surgiera del verdadero amor natural jamás podría formularse, en mi opinión, en términos positivos («haz esto o aquello»), sino sólo negativos («no violentes nada») (4). En otras palabras, una moral realmente sana y sabia jamás predicaría «ama a tu prójimo como a ti mismo», sino más bien vive y deja vivir.
Las flores y las abejas jamás oyeron hablar de cristianismos o budismos o marxismos, pero se aman. Las familias felices quizá nunca leyeron la Biblia ni ningún tratado socialista o feminista, pero se aman. Los buenos amigos no conocen ningún manual de amistad, pero se aman. Las personas bondadosas de corazón ignoran puritanismos o ideologías, pero aman a la gente y a la Naturaleza porque no pueden evitarlo… Etcétera. Y es que amar es sencillamente -recordémoslo- compartir con otros lo mejor de nosotros mismos para crecer juntos. Ello no puede lograrse mediante ninguna doctrina, ni con la mejor intención, ni obrando «como si» amásemos (5), ni, en suma, mediante ningún esfuerzo de la voluntad. Sólo desde el amor psicofísico adquirido en la infancia (o a veces tras largos esfuerzos psicoterapéuticos) podemos conseguirlo. Pues el amor es algo tan profundamente orgánico, espontáneo y sutil como los hilos invisibles que unen a las flores y las abejas.
notas:
1) Esto se ve muy claro, p. ej., en las neurosis de las personas sobreprotegidas. Nadie se siente de verdad amado, seguro de sí mismo y feliz siendo continua y/o excesivamente ayudado/asfixiado por alguien. Por eso, para preservar la dignidad y la salud emocional de quien da y de quien recibe, todo regalo debería ser siempre mutuo, correspondido de algún modo. Amar no es «dar» unívocamente (salvo obvias excepciones: el cuidado de niños, enfermos, desvalidos, accidentados, etc.), sino compartir. (Véase también La sobreproteccción o El síndrome del salvador ).
2) Aquí se incluyen, naturalmente, las exigencias del patogénico Cuarto Mandamiento.
3) Psicodinámicamente, podemos entender el cristianismo como una gigantesca defensa o formación reactiva contra la terrible necesidad de violencia del ser humano, fruto precisamente de sus gravísimas carencias de amor real.
4) La felicidad en los diversos asuntos de la vida (educación, sociedad, economía, arte, psicoterapia…) no depende tanto (aunque también) de «construir» o «añadir» cosas que supuestamente faltan, cuanto de prescindir de lo que sobra y obstaculiza tal felicidad.
5) Esto es, por cierto, particularmente patogénico. Muchas personas se saben muy «bien cuidadas» por su familia, su pareja, etc., «como si» fuesen amadas de verdad, pero inconscientemente no reciben de aquéllos ninguna empatía, interés o cariño realmente espontáneos. Se sienten por ello solos e infelices «sin saber por qué», sin derecho a quejarse ni acusar a nadie de sus carencias, etc., con los síntomas neuróticos consiguientes. Esto es así porque el amor nutricio no es una mera conducta, sino la asociación de dicha conducta con el afecto genuino que la motiva. De ahí, p. ej., la gran diferencia entre el mejor cuidador profesional y una buena madre o padre.
fuente: http://www.psicodinamicajlc.com/_blog/pivot/entry.php?id=448
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