La nueva era económica se fragua en plena crisis de las ‘puntocom’. Google descubrió cómo hacer predicciones sobre las personas y monetizarlas. La gratuidad en los servicios promueve un sistema que espolea la adicción.
Por Patricia C. Serrano
eleconomista.es
08/06/2019
En el mundo feliz que dejó plasmado el escritor británico Aldous Huxley en su novela homónima de 1932, las personas viven drogadas y felices, manipuladas por un plan superior en el que la ciencia más puntera sólo sirve a una estructura de dominación. Ahora no tomamos ‘soma’ -la droga que consumen los personajes de Huxley-, pero tenemos un abanico infinito de aplicaciones y servicios gratis diseñados específicamente para convertirnos en felices adictos y en los auténticos recursos que surten la acumulación de riqueza en el nuevo capitalismo que ordena el mundo. Bienvenidos al capitalismo de vigilancia, el lugar en el que nunca nos hemos sentido tan libres pese a ser observados sin descanso.
Tu smartTV te observa. Pero también tu teléfono, tu coche, tu robot de limpieza, tu asistente de Google y hasta esa pulserita que monitoriza el número de pasos que das. Una pista: todos los productos que llevan la palabra smart o incluyen la coletilla de ‘personalizado’ ejercen de fieles soldados al servicio del capitalismo de vigilancia. Así lo resume Shoshana Zuboff, profesora emérita de la Harvard Business School y creadora del concepto llamado a sepultar el capitalismo que hemos conocido hasta ahora.
Su origen se remonta a hace dos décadas con la burbuja de las ‘puntocom’, y aún no somos conscientes de que la era económica ha cambiado. Establezcamos primero el nuevo mapa para saber orientarnos en esta realidad económica.
Capitalismo industrial vs. capitalismo de vigilancia
En el capitalismo industrial, los propietarios de los medios de producción son los emprendedores que, a través de una inversión, compran las materias primas y la estructura necesaria para la producción de bienes y servicios, y contratan mano de obra con este fin. El objetivo último es colocar estos productos en el mercado, donde los clientes coinciden con los trabajadores. El medio sobre el que reposa todo el sistema del capitalismo de vigilancia, sin embargo, es la infraestructura digital. Las redes de internet, las tecnologías informáticas y las propias vidas humanas son los medios de producción imprescindibles para proveer datos personales, la auténtica materia prima del sistema.
La mano de obra ya no está configurada por empleados que reciben un salario a cambio de su trabajo, sino por usuarios de aplicaciones y servicios gratuitos, satisfechos de adquirirlos a cambio de ceder sin consentimiento a múltiples empresas un registro de sus experiencias vitales.
En el nuevo capitalismo, los datos personales se acumulan para producir el bien que se pondrá a la venta en el mercado: predicciones sobre nosotros mismos. Los propietarios de los medios de producción, ya lo habrán adivinado, no son otros que los que ejercen el monopolio del negocio digital: Google, Facebook, Apple y Amazon. A su modelo, sin embargo, se han sumado todo tipo de compañías del entorno tradicional. «El capitalismo industrial, con todas sus crueldades, era un capitalismo para las personas. En el de vigilancia, por el contrario, las personas apenas somos ya clientes y empleados, somos por encima de todo fuentes de información. No es un capitalismo para nosotros, sino por encima de nosotros», sentencia Shoshana Zuboff en una entrevista en la BBC.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han, profesor en la Universidad de las Artes de Berlín y autor de una decena de libros, profundiza en esta idea: «El ser humano es un terminal de corrientes de datos, el resultado de una operación algorítmica. Con este saber se puede influir, controlar y dominar totalmente a las personas».
Cómo descubrió Google la bola de cristal
Volvemos a la crisis de las ‘puntocom’. A finales del siglo pasado, Google, una compañía entonces alérgica a la publicidad, tuvo que replantearse su modelo de negocio y cómo lograr rentabilidad. Sheryl Sandberg, directiva al frente de la publicidad on line de la firma, llegó a la conclusión de que la combinación de la información derivada de su algoritmo y los datos computacionales recogidos de sus usuarios podían ofrecer un análisis muy interesante para que los anunciantes no erraran su objetivo. Con una predicción de quién necesitaba o deseaba qué, el anunciante sabía a quién dirigirse y qué venderle.
«Google había encontrado una fórmula para predecir comportamientos humanos», resume Zuboff, quien establece en este punto un «giro oscuro e inesperado» en el capitalismo de vigilancia, «pues reclama experiencias humanas privadas para convertirlas en datos de comportamiento e integrarlas en el mercado».
Entre 2001 y 2004, los ingresos del motor de búsqueda crecieron casi un 3.600%. En marzo de 2008 Sandberg fue fichada por Mark Zuckerberg para Facebook, donde implantaría el mismo modelo de éxito.
A partir de aquí, esta estructura de negocio se extendió a todos los ámbitos económicos, donde los datos suponen ahora la verdadera fuente de riqueza. «Los servicios que ofrece el capitalismo de vigilancia consisten en predicciones basadas en datos sobre nuestros comportamientos, y estas predicciones se venden a otras empresas como anunciantes, aseguradoras, grandes almacenes o proveedores sanitarios», desgrana la economista norteamericana.
La mentira del consentimiento y la adicción
Para la creación de estos datos en cantidades masivas para extraer predicciones como de una bola de cristal, los humanos resultan agentes imprescindibles. La singularidad es que, en este nuevo capitalismo, nadie les cuenta que suponen la mano de obra gratis. Tampoco lo importantes que son sus comportamientos, sus hábitos, sus deseos, sus miedos, sus sueños, sus proyectos, sus dudas. Todos estos detalles, esta intimidad, es extraída desde la infraestructura digital para ser vendida. Y ni siquiera hay una remuneración por ello. ¿Cómo hemos llegado a consentir esto?
Para Paloma Llaneza, abogada, experta en ciberseguridad y autora de Datanomics, la respuesta se reduce, primero, a que el consentimiento en realidad no existe cuando escribimos nuestros datos personales rápidamente para bajarnos aún más rápido una aplicación gratis o recibir una newsletter semanal. «El consentimiento es una de las grandes mentiras de internet», afirma en una conversación con elEconomista. La experta asegura que el problema empieza cuando nuestros datos son usados para otras finalidades y cedidos a terceras empresas que buscan conocernos mejor y sacar un perfil de cómo somos. Esto es legal, pero el usuario normalmente accede a los términos sin haberlos leído en profundidad. E incluso cuando lo hace, resulta difícil no perderse en la terminología legislativa, técnica y los conceptos. «Sin saberlo, el usuario puede estar dando consentimiento a ser escaneado en redes sociales y, de ahí, se saca el perfil de la persona. Solo con las fotos de Instagram ya se pueden deducir cosas del comportamiento», explica.
Si cada vez más empresas nos están utilizando, la siguiente pregunta es ¿por qué lo aceptamos como algo irremediable? ¿Por qué no decir ‘basta’? Llaneza -quien, por cierto, no utiliza WhatsApp ni está en Facebook- nos invita a enfocar la atención en otro punto, a adentrarnos en aspectos de la psicología humana. Sólo entonces resulta obvio que tampoco un alcohólico dice ‘basta’ frente a otro botellín de cerveza. «Las aplicaciones están basadas en un inteligentísimo sistema de adicción y gamificación. Diseñan esto para hacernos adictos, todo es como un juego y tienes que participar para formar parte de la sociedad», resuelve.
Una vez que somos adictos, parece prácticamente imposible decir ‘no’ a ceder nuestra vida una vez más a cambio de la ‘app’ del momento. La abogada considera que las personas no son inconscientes, sino adictas, y que viven en un estado de infantilización ante la tecnología. «A mí me preguntan: ‘¿cómo puedes vivir sin WhatsApp?’, y yo les contesto: ‘¿y tú cómo puedes vivir tan enganchado?», relata.
La gamificación, la técnica por la que cualquier cosa adquiere formato de juego, es capital en el nuevo sistema
El fervor adolescente de querer formar parte de lo último, recibir atención y no perder comba de lo que hace el grupo afecta ahora a todos los grupos de edad. Como los personajes de Huxley, las personas son felices con aplicaciones que les ahorran tareas tan sencillas como apagar la luz. En otros casos, ni siquiera eso. ¿Recuerda esta app que cotejaba una foto de la cara con pinturas clásicas para ver a qué rostro inmortal se parecía más? La finalidad de este juego era crear modelos para el reconocimiento facial y servirlos en bandeja a la inteligencia artificial para que, en el futuro, quizá nos puedan denegar el acceso en un local determinado. De haberlo sabido, probablemente nadie hubiera caído en la trampa. De ahí que la gamificación, la técnica por la que cualquier cosa adquiere formato de juego, sea capital en el nuevo sistema.
«Se nos está engañando por partida doble» -expone en uno de sus artículos Evgeny Morozov, escritor e investigador experto en la implicación social de la tecnología, «en primer lugar, cuando hacemos entrega de nuestros datos a cambio de unos servicios relativamente triviales, y, en segundo, cuando esos datos son después utilizados para personalizar y estructurar nuestro mundo de una manera que no es ni transparente ni deseable»
El cebo no es un regalo
Además de la gamificación, la otra clave que explica que se ponga en funcionamiento el ciclo de la adicción reside en la gratuidad de estos servicios. Las apps gratuitas son el cebo, no un regalo que le hace una empresa magnánima. A través de ellas, comienza la extracción de datos, la acumulación de comportamientos que serán horneados para poner en bandeja un festín de predicciones listas para ser transformadas en dinero. «Detrás de todo esto está el problema de la gratuidad», incide Paloma Llaneza, para quien el cebo de los servicios gratis emergió como fórmula alternativa de la monetización.
La gratuidad no sólo hace más sencillo que las compañías sigan recolectando datos personales, sino que quede abierto el grifo de la precarización laboral. O más bien, de una «autoprecarización» que acabará afectando al mismo ciudadano que ha descargado un servicio gratis. Así lo explica la experta en ciberseguridad: «Si no estás acostumbrado a pagar por contenidos, por servicios, por información especializada, al final alguien en el otro lado de la cadena de valor se resentirá. Alguien perderá su trabajo y, antes o después, a ti te va a tocar».
Las personas, felices con la innovación tecnológica -como en cualquier religión, la crítica no es tolerada-, han abierto las puertas de su casa a que la vigilancia continúe en su refugio más íntimo. El llamado Internet de las Cosas, que ya cuenta con sus primeros escándalos tras convertir a ingenuos juguetes en espías de niños, ha llegado para maravillarnos con sus efectos hipnóticos. «Le digo a Alexa que me apague las luces y las apaga. ¡Es magia!», ejemplifica con sorna Llaneza, aludiendo al ‘asistente’ de Google.
Los robots de limpieza conocen el perímetro de tu casa, tu coche sabe si metes bien o mal las marchas, tu libro electrónico registra qué prefieres leer, y Alexa… Alexa lo sabe todo
Los aparatos conectados a internet nos ofrecen un panorama oscuro donde la vigilancia queda sellada. En concreto, la autora de Datanomics alerta sobre la evolución de la televisión inteligente -smart TV-. Los últimos modelos están concebidos para que la conexión a la red sea 24 horas los siete días de la semana. «Es como tener un micrófono en tu casa», se queja Llaneza, quien advierte de otra perversión más: las apps que permiten encender la televisión desde el propio móvil. Así, los hábitos que se tienen ante la televisión, el tiempo que pasas viéndola, «si paras en una escena determinada de sexo, de amor o violencia», quedan guardados y se mezclan con los datos extraídos del móvil.
Los robots de limpieza conocen el perímetro de tu casa, tu coche sabe si metes bien o mal las marchas, tu libro electrónico registra qué prefieres leer, y Alexa… Alexa lo sabe todo. «El hombre y sus datos se ponen al servicio de internet. Pienso que estoy leyendo un ebook, pero en realidad es el ebook el que me lee a mí», critica el filósofo surcoreano Byung-Chul Han.
Vigilados pero ‘libres’ y felices
«No vivimos en un mundo conectado, vivimos en un mundo vigilado», sentencia la experta en seguridad. El doctor en Filosofía instalado en Alemania se suma a esta idea y compara la nueva observación de los ciudadanos con el sistema del panóptico de la arquitectura carcelaria. «En la cárcel, hay una torre de vigilancia. Los presos no pueden ver nada pero todos son vistos. En la actualidad se establece una vigilancia donde los individuos son vistos pero no tienen sensación de vigilancia, sino de libertad», explica en su obra La expulsión de lo distinto (Herder), que analiza el impacto de la hipercomunicación y la hiperconexión en la sociedad. Para Han, la sensación de libertad que brota en los individuos es engañosa: «Las personas se sienten libres y se desnudan voluntariamenate. La libertad no es restringida, sino explotada». El profesor asiático expone que «la gran diferencia entre internet y la sociedad disciplinaria es que en esta última, la represión se experimenta. Hoy, en cambio, sin que seamos conscientes somos dirigidos y controlados».
¿Han pasado por delante de un gimnasio e inmediatamente han recibido una notificación con una irresistible oferta para apuntarse? ¿Han chateado con un amigo por WhatsApp sobre un viaje a Estocolmo y han empezado a recibir anuncios de alojamiento en Suecia? ¿Han comentado en voz alta que les apetece comer una pizza y su pantalla les bombardea con ofertas de alguna conocida pizzería? Si alguna vez les ha pasado algo de esto, no se maravillen y párense a pensar. No es magia, es el capitalismo de vigilancia alimentándose de sus vidas.
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