La mirada cartográfica de Walter Benjamin nos ha legado una de las más bellas descripciones de la Modernidad y de sus obsesiones urbanísticas. La lectura que hizo Benjamin de París y de sus nacientes emplazamientos de ocio y consumo nos remite a la gran remodelación espacial que supuso la llamada modernidad europea.
Por Julio Díaz y Carolina Meloni
Esta transformación se produjo, como señala irónicamente David Harvey, «a porrazos». Los grandes bulevares abiertos por Haussman suponían el obstinado empeño del barón por eliminar todo rastro del pasado medieval de la ciudad, a la par que la posibilidad ciudadana de levantar barricadas. El nuevo París tendría una nueva organización espacial y económica, basada en el naciente capitalismo de consumo y en la cultura de masas.
La nueva urbe desarrollaba, ante todo, una novedad espacial. La fascinación por las grandes avenidas y los amplios bulevares, por los espectáculos y los centros comerciales, por los espacios abiertos y despejados constituían la alegoría encarnada, o más bien, la pesadilla del proyecto de construcción de la identidad europea, conocido como Modernidad. Haussman llevó a cabo una verdadera Aufklärung urbanística, una suerte de Lichtung, borrando los estrechos callejones y antiguos edificios del viejo París.
Como consecuencia de este gran proyecto de remodelación arquitectónica, el pasaje o galería, germen de nuestros actuales centros comerciales, emerge con todo su esplendor, convirtiéndose en el depositario del gran espectáculo de la mercancía. En su interior, el paseante se encontraba con mercancías de todo tipo, exhibidas impúdicamente en los escaparates… Todo hacía presagiar un verdadero paraíso para las masas, ebrias de asfalto y adoquines, de luces y anuncios publicitarios. Los primeros grandes centros de ocio y consumo, como Le Bon Marché o La Samaritaine, comienzan a multiplicarse como chinches por las urbes europeas. Los dispositivos espaciales de fetichización y construcción de las subjetividades modernas habían nacido.
Dice Marc Augé, retomando la tradición de Mauss y de Certeau, que aquello que define un lugar antropológico es, en última instancia, una cuestión geométrica. Se trata, en definitiva, de emplazar, de situar y distribuir, de controlar y gestionar la movilidad; de favorecer o entorpecer la circulación de individuos, de cercar y marcar las fronteras, los límites entre barrios, ciudades y países; de regular de forma productiva las poblaciones que habitan el territorio urbano.
Los hombres interpretamos los lugares que nos definen y sitúan a través de líneas, encrucijadas y puntos de encuentro en los que nos reconocemos y localizamos, en los que situamos y delimitamos al otro. El lugar, nos dice Augé, se define fundamentalmente como «un lugar de identidad, relacional e histórico». Da sentido, produce mundo, es reconocible e inteligible, configura y da lugar a identidades históricas. Los lugares hacen inteligibles y habitables nuestras ciudades y emplazamientos urbanos. Los convierten en las llamadas ciudades-memoria en las que se designan los espacios sagrados y profanos, públicos y privados, los destinados al comercio, el ocio, el trabajo e incluso la muerte.
La historia de la modernidad tardía y de sus dispositivos espaciales nos relata la paulatina desintegración de estos lugares de identidad y reconocimiento. Desde las excavadoras haussmanianas hasta las nuevas políticas urbanas, las ciudades han ido desplazando sus lugares identitarios para dar paso a los llamados no-lugares, vacíos de contenido, productores de anonimato y soledad. El centro comercial es hoy día el paradigma por antonomasia de la llamada sobremodernidad o hipermodernidad, creadora de emplazamientos biopolíticos inhumanos, ahistóricos, provisionales y homogéneos.
El mundo deviene no-lugar. Y, con ello, la condición humana ya no vendrá definida por su pertenencia al mundo, sino por su reificación, cosificación y vaciamiento de significado. De este modo, la plaza, el parque, la calle, el centro cultural, en definitiva, cualquier espacio público es reemplazado por esta suerte de no-lugar que es el centro comercial, modelo y paradigma para toda des-reunión humana. Se equivocaba Nietzsche al decir «el desierto crece», pues lo que se multiplican son cada vez más esos no-lugares o, mejor dicho, esos lugares zombificados. Incluso, nuestras propias ciudades van adquiriendo poco a poco las inquietantes fisionomías del zombi (pensemos, por ejemplo, en la transitada calle Fuencarral de Madrid, transformada tras su última remodelación en un gran pasaje comercial al aire libre).
Esta nueva forma de no-vivir pretende ser un modelo universalizador de las relaciones humanas: de la charcutería a la galería de arte, del café al auditorio, del cine al supermercado, toda nuestra existencia puede desarrollarse en el interior de estos siniestros recintos climatizados y amenizados con arrulladoras músicas ambientales. La ciudad no muere, pero se zombifica. Como una Jerusalén amurallada y fortificada hasta los dientes, advierte Baudrillard, la sociedad de consumo se atrinchera en sus no-lugares anónimos en los que se anestesian los sentidos y se eternizan las primaveras a base de aires acondicionados.
La mercantilización de la existencia cobra su sentido más pleno en estos nuevos templos del consumo. En ellos surge un nuevo tipo de hombre: el zombi consumista, pasivo, manso. Al revés que con el flâneur baudeleriano, el paseante del centro comercial en la era postindustrial no es más que parte de una masa anónima en la que no encontraremos ningún rasgo de identidad ni de subjetividad singular. Surgida después de la gran crisis del 29, la masa consumista no es sino el producto de un proyecto político de control social.
Puesto en marcha en la era de la industrialización, tal proyecto, como denunciaron los autores de la Escuela de Frankfurt o de la Internacional Situacionista, se identifica con los totalitarismos del XX. Basta con echarle un vistazo al manual de Edward Bernays, titulado Propaganda, para comprender la función que el consumismo ha ido adquiriendo en nuestras sociedades: «producir consumidores, ése es el nuevo problema», escribía Bernays, sentando con ello las bases de un tipo de sociedad que ha hecho del consumo su imperativo moral y cívico. No es casual que la segunda parte de la romeriana La noche de los muertos vivientes, Dawn of the Dead, se rodara solo unos años después de la primera gran crisis del petróleo a finales de los años 70. A través de la imagen de la horda zombi asaltando el centro comercial, Romero llevaba a cabo una profunda crítica de la sociedad americana marcada por la idea patriótica del consumo.
El no-lugar del centro comercial, universalizado como dispositivo espacial, extiende sus tentáculos de contractualidad solitaria a todas las relaciones sociales. De este modo, poco a poco, las luchas sociales y los derechos ciudadanos han sido sustituidos y aplacados por la falsa idea de bienestar y felicidad que nos ofrece la adquisición de bienes innecesarios. La masa consumista, frente al ciudadano, el obrero o el intelectual, es una figura abstracta, despolitizada, vacía. La masa no posee ni clase ni comunidad, se mueve solo por deseos, por reivindicaciones privadas, por estímulos básicos. La masa es puro ansia: ansia de consumir, de devorar como una droga las nuevas novedades que salen al mercado. La masa no tiene historia.
Si, desde los griegos, le debemos al desarrollo de la pólis el nacimiento del derecho, con este vaciamiento actual de la ciudad, contemplaremos su predecible muerte agónica. Los no-lugares solo pueden ser recorridos por los no-vivos, a los que les corresponde, no la ausencia de derechos, sino algo mucho peor, los no-derechos: el derecho sigue ahí, pero como una puerta kafkiana. Se intuye, se huele, se recuerda, pero solo es accesible a unos pocos. Es el derecho-privilegio de los vivos.
El zombi es aquello que puede ser manipulado, engañado, estafado, ultrajado, maltratado, acciones a las que pronto no cabrá recurso ni queja alguna. El hambre del zombi es ante todo hambre de derechos. El zombi pasivo y manso de los no-lugares se acabará convirtiendo en el zombi violento, pues el no-derecho de los no-lugares terminará por desencadenar la violencia desgarradora que acostumbramos a ver en las pelis de zombis. El ágora ciudadana se convertirá en la arena sangrienta del circo romano pasando por el intermedio del centro comercial.
La nueva ágora es ahora el espacio del mercado, el de las transacciones económicas con su cohorte de mercancías. Hoy día, el ágora-mercado es la medida de todas las cosas, y sus templos se distribuyen tanto en las ciudades como en la periferia, con decoraciones horteras de cartón piedra, con fuentes artificiales y música de avión. Si el contexto ideológico del estado-nación no fue otro que el surgimiento de la hegemonía burguesa, hoy nuestras ficciones hegemónicas proliferan en un espacio de capitalismo globalizado en el que los viejos conceptos, tales como pueblo, soberanía, nación e incluso democracia se tornan cada vez más lejanos y ficticios. Las entelequias modernas que perfilaron el llamado capitalismo industrial han terminado por transformarse en metáforas vacías de significado.
Y los nuevos ídolos que se levantan ante nosotros han adquirido un protagonismo tal que comienzan a amenazar cualquier otro espacio distinto para lo político. Todo cabe en el maravilloso mundo del mercado global, del capitalismo de ficción, en el que hasta los nacionalismos han entrado en una fase líquida. La nueva Nación-zombi es hoy la nationbrandism o el patriotismo de la marca, como nos advierte Antonio Baños de forma lúcida y corrosiva en su libro Posteconomía.
El nuevo capitalismo-zombi todo lo fagocita, como si de un agujero negro se tratara; todo lo engulle y vuelve a vomitar teñido ya con sus propios jugos gástricos. Dispuesto a satisfacer las demandas de todos sus acólitos, ofrece deseos, patrias y naciones, modos de vivir y de sentir para todos los gustos y todos los bolsillos. Cada cual encuentra su sitio en el basto mercado global y en sus llamativos centros comerciales. Cualquiera puede poseer, a un precio módico, una identidad de marca, un fetiche de usar y tirar. Empresas como Apple, Nike, Adidas o Microsoft han conseguido crear a su alrededor una verdadera mitología corporativa que les da una personalidad, una identidad propia. Al comprar cualquiera de sus productos, el cliente no suple una necesidad concreta, sino que accede a un supuesto mundo de valores. Accede, en definitiva, a un mundo de significados. Hoy nuestra hegemonía simbólica queda reducida a eso: a un logo, un eslogan, una marca adquirida en cualquier centro comercial.
La conciencia ecológica se compra con un coche, la creatividad reside en tu nuevo smartphone, la democracia se reduce a la libertad de elegir un producto frente a otro. Hasta los países y sus antiguos nacionalismos son hoy una marca más que vender al mejor postor. El marketing y el consumo son nuestras actuales patrias prometidas. Si el orden feudal del súbdito, como afirma Negri, dio paso al orden disciplinario del ciudadano con el desarrollo del estado-nación, el capitalismo desterritorializado ha dado lugar al orden del zombi consumidor, atomizado, despojado de derechos, estupidizado por las luces y destellos de las marcas y sus anuncios sempiternos.
Esta siniestra relación entre las instituciones de la sociedad del hiperconsumo y la ausencia radical de derechos tiene un referente real. Cuenta Naomi Klein en uno de sus libros el aterrador hallazgo de un equipo cinematográfico que se preparaba para rodar una película en las elegantes Galerías Pacífico de Buenos Aires. Al parecer, encontraron en sus sótanos los restos de un centro de tortura perteneciente a la dictadura argentina. En las entrañas del centro comercial, bajo las exclusivas tiendas de Chanel, Dior o Ralph Lauren, se escondían en silencio galerías y habitaciones de reclusión, tortura y asesinato. Incluso hoy podemos leer en alguno de sus muros mensajes desesperados de aquellos que allí dejaron su vida.
‘Centro Comercial’, pp. 49-55 del libro ‘Abecedario zombi. La noche del capitalismo viviente’, de Julio Díaz y Carolina Meloni, editorial El Salmón Contracorriente, Madrid, 2016.