Pertenecí a la minoría que preveía catástrofes en cadena provocadas por el desbocamiento incontrolado de la globalización técnico-económica, entre ellas las resultantes de la degradación de la biósfera y de las sociedades. Pero en modo alguno preví la catástrofe viral. Sin embargo, sí hubo un profeta de esta catástrofe. Es Bill Gates, quien en una conferencia en abril de 2002 anunciaba que el peligro inmediato para la humanidad no era nuclear sino sanitario. Había visto en la epidemia del ébola, que por suerte fue dominada muy pronto, el anuncio del peligro mundial de un posible virus con mayor poder de contagio. Expuso las medidas de prevención necesarias al respecto, entre ellas el adecuado equipamiento hospitalario. Pero, a pesar de esta advertencia pública, nada se hizo ni en Estados Unidos ni en ninguna otra parte. Y es que el confort intelectual y el hábito se horrorizan ante los mensajes que los perturban.
Por Edgar Morin*
21 de abril de 2020
En muchos países, entre ellos Francia, la estrategia económica de mantener en tensión los flujos financieros, remplazando la de del aprovisionamiento, dejó nuestro dispositivo sanitario desprovisto de máscaras, de instrumentos para los test y aparatos respiratorios. Todo ello, junto con una doctrina liberal que comercializa el hospital y reduce sus medios, ha contribuido al curso catastrófico de la epidemia.
El reto de la complejidad
Esta epidemia nos aporta un festival de incertidumbres. No estamos seguros sobre el origen del virus, ¿el mercado insalubre de Wuhan o un laboratorio vecino? No sabemos todavía de las mutaciones del virus ya ocurridas o que ocurrirían en el transcurso de su propagación. No sabemos cuándo retornará la epidemia y si el virus permanecerá endémico. No sabemos hasta cuándo y hasta qué punto el confinamiento nos hará padecer impedimentos, restricciones y racionamiento. No sabemos de las consecuencias políticas y económicas, nacionales y planetarias, ni de las restricciones que impone el confinamiento. No sabemos si, al respecto, debemos esperar lo peor, lo mejor, o alguna mezcla de los dos; estamos encaminados hacia nuevas incertidumbres.
Los conocimientos se multiplican de manera exponencial, a tal punto que desbordan nuestra capacidad de apropiarlos, y sobre todo lanzan el reto de la complejidad: cómo confrontar, seleccionar, organizar esos conocimientos de modo adecuado y relacionándolos e integrando en ellos la incertidumbre. Para mí, todo eso muestra, una vez más, el problema del modo de conocimiento que nos ha sido inculcado, ese que nos hace establecer disyunciones en lo que es, en realidad, inseparable y reducir a un sólo elemento lo que forma un todo que es, a la vez, uno y diverso. En efecto, la fulminante revelación de los trastrocamientos que estamos presenciando es que todo cuanto nos parecía separado está entrelazado; y es que una catástrofe sanitaria convierte en catástrofe en cadena la totalidad de lo que es humano.
Es trágico que el pensamiento disyuntivo y reductor resulte dominante en nuestra civilización y defina los comandos tanto en la política como en la economía. Esta formidable carencia ha conducido tanto a errores de diagnóstico y de prevención como también a decisiones aberrantes. Añado que la obsesión por la rentabilidad, de quienes nos dominan y dirigen, ha conducido a economías culpables, como, repitamos, en el caso de los hospitales y del abandono de la producción de máscaras en Francia. En mi opinión, el reduccionismo en el modo de pensamiento, junto con la incontestable dominación de la desenfrenada sed de ganancias, son responsables de innumerables desastres humanos, entre ellos, sin duda, los ocurridos desde febrero de 2020.
Grandeza y debilidad de la ciencia
Que la ciencia sea convocada por el poder para la lucha contra la epidemia, es algo más que legítimo. Ahora bien, los ciudadanos una vez que sintieron seguridad, sobre todo con ocasión del remedio del profesor Raoult (el virólogo convocado por Macron, que desató una polémica en Francia), descubrieron opiniones no sólo diferentes sino contrarias. Los mejor informados descubren que ciertos grandes científicos tienen relaciones de interés con la industria farmacéutica; esa industria que mantiene poderosos lobbys en ministerios y medios de comunicación capaces de inspirar campañas para ridiculizar ideas que no les resultan conformes con su parecer.
Vale la pena recordar al profesor Montagnier. Contra pontífices y mandarines de la ciencia, fue él junto a otros científicos quien descubrió el virus del sida. Tenemos la ocasión de comprender que la ciencia, a diferencia de la religión, no es un repertorio de verdades absolutas y que sus teorías son biodegradables bajo el efecto de nuevos descubrimientos. Las teorías ya admitidas tienden a transformarse en dogmáticas en las cúspides de la academia; y son aquellos que se desvían –de Pasteur a Einstein, pasando por Darwin y Crick y Watson, los descubridores de la doble hélice del ADN– los que hicieron progresar las ciencias. Pues ocurre que las controversias, lejos de ser anomalías, son algo necesario para dicho progreso. Una vez más, en lo desconocido, todo progresa tanto por ensayo y error como por las innovaciones desviadas que en un principio son incomprendidas y rechazadas. Tal es la aventura terapéutica contra los virus. Los remedios pueden aparecer allí donde nadie espera que estén.
Dicho eso, ha debido ocurrir un verdadero debate sobre el antagonismo entre prudencia y urgencia, más que la incitación a la morgue de aquellos que toman partido por uno de ambos extremos: con la excesiva prudencia se corre el riesgo de acrecentar el número de víctimas por la falta de test confiables; con la extrema urgencia, por su parte, se corre el riesgo de subestimar los efectos secundarios de un tratamiento que ha dado buenos resultados inmediatos. Cualquiera sea la decisión se trata de una apuesta en la que cada posibilidad envuelve el peligro de pérdida de vidas humanas. De allí, de nuevo, las incertidumbres.
Recordemos que la ciencia está abrumada por la hiperespecialización, la que provoca el encierro y la separación en compartimentos de los saberes especializados en lugar de buscar la comunicación entre ellos. Y son especialmente los investigadores independientes quienes han establecido, desde el propio comienzo de la epidemia, una cooperación que ahora se expande entre infectólogos y médicos de distintos lugares del planeta. La ciencia vive de la comunicación, cualquier censura la bloquea. Debemos saber ver las grandezas de la ciencia contemporánea, al mismo tiempo que sus debilidades.
Incertidumbres y dinámica de la crisis
En mi ensayo Sobre la crisis (Sur la crise, 2020) intenté mostrar que una crisis, más allá de la desestabilización y de la incertidumbre que involucra, se manifiesta por la falla de las regulaciones de un sistema que, en aras de mantener su estabilidad, inhibe o expulsa las desviaciones (feedback negativo). Cuando ya no se las rechaza, esas desviaciones (ahora, feedback positivo) se convierten en tendencias activas que, al desarrollarse, amenazan cada vez más con desarreglar y bloquear el sistema en crisis. En los sistemas vivientes y, sobre todo, en los sociales, el desarrollo “exitoso” de las desviaciones que se han hecho tendencia conducirá a transformaciones, regresivas o progresivas, y hasta a una revolución.
La crisis en una sociedad suscita dos procesos contradictorios. El primero estimula la imaginación y la creatividad en la investigación de soluciones nuevas. El segundo es, o bien la búsqueda del retorno a una estabilidad del pasado, o bien la adhesión a una salvación providencial, así como la denuncia o la inmolación de un culpable. Este culpable puede haber cometido los errores que han provocado la crisis, o puede ser un culpable imaginario, chivo expiatorio que debe ser eliminado. Efectivamente, se ponen de manifiesto una ebullición de ideas en la búsqueda de una Vía nueva o de una sociedad mejor. Vemos en este momento las ideas desviadas y marginales expandirse ampliamente: retorno a la soberanía, Estado providencial, defensa de los servicios públicos ante su privatización, relocalizaciones, desglobalización, antineoliberalismo, necesidad de una nueva política.
Ya hay personalidades e ideologías que son designadas como culpables. Y vemos también, ante la propia carencia de los poderes públicos, un despliegue de imaginaciones solidarias: producción alternativa a la falta de máscaras a través de empresas reconvertidas o por confección artesanal, reagrupamiento de productores locales, repartos a domicilio gratuitos, ayuda mutua entre vecinos, comidas gratuitas a los desamparados y sin techo, cuidado de los niños; por lo demás, el confinamiento estimula las capacidades autoorganizativas para remediar, por medio de la lectura, la música y las películas, la pérdida de libertad de desplazamiento. Así, el ejercicio de la autonomía y la capacidad de inventar están siendo estimulados por la crisis.
Un mundo incierto y trágico
Espero que la epidemia excepcional y mortífera que estamos viviendo nos traiga la conciencia no sólo de que somos llevados al interior de la increíble aventura de la Humanidad, sino además de que vivimos en un mundo que es incierto y a la vez trágico. La convicción de que la libre competencia y el crecimiento económico son panaceas sociales escamotea la tragedia de la historia humana agravada por esa misma convicción. La locura eufórica del “transhumanismo” lleva al paroxismo tanto el mito de la necesidad histórica del progreso, como el mito del dominio por parte del hombre no sólo de la naturaleza sino también de su destino, mito que predice el acceso del hombre a la inmortalidad y el control de todo por parte de la inteligencia artificial. Ahora bien, somos jugadores/jugados, poseedores/poseídos, poderosos/débiles. Si podemos retardar la muerte por el envejecimiento, no podremos jamás eliminar los accidentes mortales en los que nuestros cuerpos serán aplastados, nunca podremos deshacernos de las bacterias y los virus que sin cesar se auto-modifican para resistir a los remedios, antibióticos, antivirus y vacunas.
De la pandemia a la megacrisis generalizada
La epidemia mundial del virus ha disparado una crisis sanitaria, y la ha agravado en nuestro caso francés, que ha provocado un confinamiento que resulta tan asfixiante para la economía como transformador del modo de vida extrovertida, hacia el exterior, en una introversión hacia el hogar, colocando en violenta crisis a la globalización. Esta última había creado una interdependencia, ciertamente, pero que no estaba acompañada de solidaridad. Peor aún, había suscitado, como reacción, confinamientos étnicos, nacionales y religiosos que se han agravado en los primeros decenios de este siglo.
Pero, además de la falta de instituciones internacionales, incluso europeas, capaces de reaccionar con una solidaridad activa, los Estados nacionales se han replegado sobre sí mismos. La República Checa incluso ha robado en el traspaso de máscaras destinadas a Italia, y los Estados Unidos han podido desviar a su favor un stock de máscaras chinas destinado inicialmente a Francia. La crisis sanitaria ha disparado así un engranaje de crisis que se han concatenado. Tal ‘policrisis’ o ‘megacrisis’ se extiende desde lo existencial hasta lo político, pasando por la economía; va de lo individual a lo planetario, pasando por las familias, las regiones y los Estados. En resumen, un minúsculo virus en una ciudad ignorada de China ha disparado el trastrocamiento de un mundo.
En cuanto crisis planetaria, se pone de relieve la comunidad de destino de todos los humanos y el lazo inseparable con el destino bio-ecológico del planeta Tierra; también se hace más intensa la crisis de una humanidad que no llega a constituirse como humanidad. En cuanto crisis económica, se sacuden todos los dogmas que gobiernan la economía con la amenaza de agravarse en caos y penurias en nuestro porvenir. En cuanto crisis nacional, se revelan las carencias de una política que favorece al capital en detrimento del trabajo y sacrifica la prevención y la precaución para acrecentar la rentabilidad y la competitividad. En cuanto crisis social, salen a la cruda luz las desigualdades entre los que viven en pequeños alojamientos poblados de niños y padres y aquellos que pudieron escapar a su residencia secundaria en el verde campo.
En cuanto crisis de la vida civil, hemos sido empujados a percibir las carencias de solidaridad y la intoxicación consumista que ha desarrollado nuestra civilización, escuchando el clamor de reflexión sobre una política de civilización (Sami Naïr, 1997). En cuanto crisis intelectual, debería revelarse el enorme agujero negro que tenemos en nuestra inteligencia, ese que nos hace invisibles las evidentes complejidades de lo real. En cuanto crisis existencial, esta crisis nos empuja a interrogarnos sobre nuestro modo de vida, sobre nuestras verdaderas necesidades, nuestras verdaderas aspiraciones enmascaradas por las alienaciones de la vida cotidiana; nos empuja a establecer la diferencia entre la diversión pascaliana que nos distrae de nuestras verdades y la felicidad que encontramos en la lectura, la escucha o la visión de las obras maestras que nos hacen mirar de frente nuestro destino humano.
Pero, sobre todo, deberíamos abrir nuestros espíritus –tan confinados desde hace mucho en la inmediatez, lo secundario y lo frívolo– a lo esencial: el amor y la amistad para nuestro florecimiento individual; la comunidad y la solidaridad de nuestro “yo” en un “nosotros”; el destino de la Humanidad de la que cada uno de nosotros somos una partícula. En pocas palabras, el confinamiento físico debería favorecer el des-confinamiento de los espíritus.
La experiencia del confinamiento
La experiencia del confinamiento en el domicilio impuesto de forma durable a una nación es una experiencia inaudita. El confinamiento en el ghetto de Varsovia permitía a sus habitantes circular en su interior. Pero mientras el confinamiento en el ghetto preparaba la muerte, el nuestro es una defensa de la vida. Yo lo he soportado en condiciones privilegiadas, pues lo vivo en un apartamento en la planta baja y con un jardín donde, al sol, he podido disfrutar la llegada de la primavera, muy protegido por mi esposa Sabah, con unos buenos vecinos que nos hacen las compras, comunicándome con mis cercanos, mis amigos y mi gente amada, requerido por la prensa, radio o televisión, a la que he podido responder por Skype. Pero sé muy bien que, desde el inicio, los muy numerosos que cuentan con un exiguo alojamiento soportan muy mal su situación y, muy particularmente, sé cómo los solitarios sin residencia son víctimas del confinamiento.
Sé también que un confinamiento durable será vivido cada vez más como un impedimento. Los videos no pueden remplazar de modo durable la ida al cine, las tablets no pueden remplazar de modo durable las visitas a las librerías. Skype y Zoom no dan el contacto corporal ni el choque de copas de un brindis. La comida doméstica, por muy excelente, no quita el deseo de ir a un restaurante. Los films documentales no suprimirán las ganas de ir al sitio a ver los paisajes, ciudades y museos; no me quitarán el deseo de reencontrarme en Italia y en España. La reducción a lo indispensable también da sed de lo superfluo. Espero que la experiencia del confinamiento modere el desplazamiento compulsivo, esa evasión a Bangkok para comprar souvenirs y alardear a los amigos; espero también que contribuya a disminuir el consumismo, es decir, la intoxicación consumidora, y a disminuir la obediencia a la incitación de la publicidad en provecho de alimentos sanos y sabrosos y de los productos durables y no desechables.
Hacia un humanismo regenerado
Me pregunto, qué será lo que, nosotros ciudadanos, conservaremos de la experiencia del confinamiento y qué conservarán los poderes públicos. ¿Sólo una parte? ¿O será todo olvidado, cloroformado o convertido en floclore? Lo que me parece altamente probable es la propagación de lo digital –que ha sido amplificada por el confinamiento (teletrabajo, teleconferencias, Skype, uso intensivo de internet)– con sus aspectos positivos y negativos que no viene al caso exponer aquí. Vamos a lo esencial: ¿Será la salida del confinamiento el comienzo de la salida de la megacrisis o será su agravamiento? ¿Boom o depresión? ¿Una enorme crisis económica? ¿Una crisis alimentaria mundial? ¿Prosecución de la globalización o repliegue autárquico?
¿Cuál el porvenir de la globalización? ¿Retomará los controles el tambaleante neoliberalismo? ¿Se opondrán entre ellas las naciones gigantes más que en el pasado? ¿Crecerán los conflictos armados que más o menos se han atenuado por la crisis? ¿Habrá un impulso salvador de cooperación internacional? ¿Habrá algún progreso político, económico, social, como lo hubo poco después de la segunda guerra mundial? ¿Acaso se prolongará e intensificará el despertar de la solidaridad producido durante el confinamiento, no sólo válida para médicos y enfermeros, sino también para los últimos de la fila (recolectores de basura, cajeros de supermercados, repartidores a domicilio, etc.) sin los que no habríamos podido sobrevivir mientras que sí pudimos sobreponernos sin Medef y CAC 40 [los grupos de grandes empresarios]? ¿Veremos amplificarse las innumerables y dispersas prácticas solidarias anteriores a la epidemia? ¿Retomaremos después del confinamiento el ciclo cronometrado, acelerado, egoísta y consumista? O bien, ¿habrá un nuevo empuje de vida en convivencia y amor hacia una civilización en la que se despliegue la poesía de la vida, en la que el “yo” se expanda en un “nosotros”?
No podemos saber si, luego del confinamiento, las conductas e ideas innovadoras tomarán vuelo para, quizás, llegar a revolucionar la política y la economía, o si más bien el orden perturbado se restablecerá. Podemos temer bastante la regresión generalizada que ya ha ocurrido en el transcurso de los primeros veinte años de este siglo (crisis de la democracia, corrupción y demagogia triunfantes, regímenes neo-autoritarios, impulsos nacionalistas, xenófobos y racistas). Todas estas regresiones (o, en el mejor de los casos, estancamientos) son probables mientras no aparezca la nueva vía política ecológica-social guiada por un humanismo regenerado. Esta vía multiplicaría las verdaderas reformas; reformas que no son cambios de orden presupuestario, sino que son reformas de civilización, de sociedad, ligadas a cambios de vida. Esa vía asociaría, como lo indiqué en mi libro La vía (La Voie, 2012), los términos contradictorios: “globalización” (para todo lo concerniente a la cooperación) y “desglobalización” (para establecer una autonomía de producción de alimentos sanos y salvar los territorios de su conversión en desiertos); “crecimiento” (de la economía de las necesidades esenciales, de lo durable, de la agricultura biodiversa) y “decrecimiento” (de la economía de lo frívolo, de lo ilusorio, de lo desechable); “desarrollo” (de todo cuanto produce bienestar, salud, libertad) y “cierre” (en las solidaridades comunitarias)
Después de la epidemia vendrá la aventura incierta en que se desarrollarán las fuerzas de lo peor y las de lo mejor; estas últimas, aún son débiles y están dispersas. Sepamos, en fin, que lo peor no es seguro, que lo improbable puede acontecer, y que en el titánico e inextinguible combate entre los inseparables enemigos que son Eros y Tánatos siempre es sano y tónico tomar partido por Eros.
La gripe española dejó a mi madre, Luna, una lesión en el corazón y el consejo de los médicos de no tener hijos. Lo había intentado dos veces. El segundo fracasó, “el niño” nació casi muerto, asfixiado, estrangulado por el cordón umbilical. Quizá yo adquirí en el útero las fuerzas para resistir que me han acompañado toda la vida; pero si he podido sobrevivir es gracias a la ayuda de los demás: el médico que me cuidó durante la primera media hora antes de poder dar mi primer grito, luego la suerte que me acompañó durante la Resistencia, el hospital (hepatitis, tuberculosis), el amor que ha alimentado mi vida y mi obra, Sabah, mi compañera y esposa. Lo cierto es que el “aliento vital” no me ha abandonado; incluso ha aumentado durante la crisis mundial. Toda crisis me estimula, y ésta, enorme, me estimula enormemente.
* (París, 1921) Filósofo, sociólogo. Director de investigación emérito del CNRS (Centre national de la recherche scientifique). Habiéndose vinculado cuando estudiante al Frente Popular, se unió a la Resistencia como integrante del Partido Comunista Francés en 1941. En 1956 fundó la revista Argumentos. En la década del ’70, críticamente atento a las teorías bio-genéticas, informáticas y cibernéticas desarrolla una epistemología de la complejidad. En 1983 fue condecorado con la Legión de Honor y en 1994 obtuvo el Premio Internacional de Cataluña. Entre su prolífera obra se encuentran: El espíritu del tiempo (1962), Introducción a una política del hombre (1965), El paradigma perdido: la naturaleza del hombre (1971), Para salir del siglo XX (1981), Introducción al pensamiento complejo (1990), La inteligencia de la complejidad (1999), Breve historia de la barbarie en Occidente (2007), La Vía. Para el futuro de la humanidad (2015).
Traducción: Jorge Dávila
Publicado el día 21 de abril de 2020 en la serie Tracts de crise de ediciones Gallimard con el número 54 (https://tracts.gallimard.fr/fr/products/tracts-decrise-n-54-un-festival-d-incertitudes)
Agradecimiento: a Nelson Vallejo-Gómez por compartir generosamente estos materiales.
fuente: http://rededitorial.com.ar/revistaignorantes/festival-de-incertidumbres
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