«El silencio es paz. Tranquilidad. El silencio es bajar el volumen de la vida. El silencio es presionar el botón de apagado.» Khaled Hosseini
Por Juan Irigoyen
26 de abril de 2021
Durante toda mi vida me he esforzado por liberar tiempos y espacios en los que pudiera distanciarme de los ruidos desagradables. Siempre he estado muy necesitado de esas pausas. La protección de una audición amable ha sido una de mis prioridades. El oído desempeña un papel de juez de mi vida. Rechaza imperativamente las voces desagradables; las músicas estridentes lejanas a mi estado personal; los tonos agrios y las riñas; las fiestas cuando me encuentro separado por una frontera de las mismas; los ruidos derivados de los grandes colosos de la época, los automóviles, las televisiones lejanas y ubicuas, así como las máquinas de las obras que me tienen cercado desde mi infancia.
Por el contrario, siempre he buscado las posiciones en las que pueda disfrutar de la música, la conversación pausada, las risas compartidas, los estados de euforia, la naturaleza y en particular, el mar. En mis devaneos por conseguir lugares silenciosos en los que pueda disfrutar pausas, mi capacidad de cálculo se ha multiplicado para evitar que los no deseados interfieran a los deseados. Las búsquedas en los paseos marítimos, en las zonas de costa, en grandes parques y bosques, me configuran como un cazador de un bien tan valioso e imprescindible como es el silencio o los sonidos sosegados y placenteros. Mis paseos por el Retiro o la Casa de Campo se pueden definir según la dicotomía pájaros/motores. Busco a los primeros tratando de neutralizar los segundos.
El pasado viernes 23 de abril tuve una colisión monumental con la nueva sociedad de control, en su versión de sociedad epidemiológica avanzada y totalizante. Me encontraba a las siete de la tarde en el parque del Retiro de Madrid, en la zona de Las Campanillas. Estaba paseando con mi vieja perra en este lugar relativamente silencioso. Me encanta verla corretear por el césped entre los árboles, y, en estos paseos, mantenemos una intensa comunicación que excluye los sonidos. Nos buscamos cuando nos alejamos y jugamos a nuestra versión del proverbial escondite. El juego tiene lugar sin sonido alguno.
En esta situación de disfrute sensorial en mi paraíso interior un ruido inesperado me sacudió. Se trataba de un sistema de megafonía que han instalado en todo el parque y que permite a los vigilantes del mismo avisar al público sobre los riesgos y las decisiones de las autoridades. El volumen de los altavoces me pareció extremadamente agresivo en ese lugar y momento. Esta violación de mi estado personal de desconexión con el mundo de los ruidos, en el que las máquinas emiten una sinfonía de sonidos concertada, siendo la bocina y el claxon las estrellas de esos conciertos, me suscitó un intenso sentimiento de inquietud y perturbación. La aparente soledad en este paraje, resultaba engañosa, en tanto que el poder se había instalado sobre ella por vía aérea y acústica.
La megafonía es un instrumento esencial para el control de la población. Es una comunicación en la que el emisor deviene incontestable sobre un receptor sin posibilidad de réplica. En la comunicación por altavoces, el sentimiento de insignificancia adquiere una grandiosidad destructiva. Es el momento en el que cada receptor se percibe como un átomo desprovisto de la potestad de contestar. Es la apoteosis de la no conversación, una forma de lo social destinada a amasar y compactar a los receptores, persuadidos por su posición cautiva, en tanto que no pueden escapar al sonido avasallador del emisor. El volumen de la voz es muy violento, pero el tono conminativo es todavía más omnipotente. Suena como a metálico, sugiere una advertencia de que es obligatorio obedecer a sus mensajes.
El altavoz es una herramienta de los poderes disciplinarios. Es habitual en las organizaciones totales. En el hospital anuncian los ciclos diarios. El silencio de la noche, con la excepción de conversaciones lejanas y esporádicas, cede al amanecer, que es anunciado por la puesta en marcha de la limpieza, los desayunos, las medicaciones, las revisiones médicas, los traslados a las pruebas y las visitas de los familiares. La tarde también tiene su propio perfil de audio, que se desvanece tras la cena. También la cárcel, espacio en el que lo auditivo alcanza una intensidad desmesurada. La celda es un receptor de sonidos. Escribí en 2017 en este blog una entrada que se definía la cárcel como la sinfonía de los cerrojos.
Es imposible separar la comunicación por megafonía del poder, la jerarquía y el control. Goebbels fue el genial inventor de la combinación de los altavoces con las geometrías de las multitudes concentradas en los desfiles y las manifestaciones de masas. Su invento se perfecciona y se reproduce mucho más allá de su final. Me impresiona mucho la puesta en escena de las intervenciones de las autoridades de todo signo, que concitan la presencia de productores de imágenes, sonidos y efectos especiales que se expresan en macropantallas y altavoces que tienen como efecto de que cada espectador se sienta simultáneamente muy pequeño con respecto a los emisores y muy grande por formar parte de la emoción común derivada de la concentración y contigüidad de los cuerpos.
Los que me conozcan como profesor podrán recordar mi aversión total a la megafonía. Para una clase de sociología es una barrera formidable. Lo mismo en los congresos, en los macrocentros comerciales o en el estadio. Los altavoces imprimen un sello a las comunicaciones mediante su insalvable unidireccionalidad. Instituyen una distancia imposible entre las partes y compactan a los destinatarios solicitando su adhesión liberada de su respuesta. Constituyen la apoteosis de lo radicalmente anti democrático. El excedente de la combinación luces y sonido denota un problema crucial en la sociedad de masas. Siempre he admirado el teatro y sus distancias cortas, en el que las voces se producen en la inmediatez del público.
Ahora han llegado hasta el Retiro y han evacuado mi refugio acústico y sensorial. Hice una rápida comprobación para confirmar el alcance del sistema. Mi desolación se incrementó al confirmar que alcanza a todo el territorio del parque, no hay escapatoria ni rincón alguno en el que se pueda eludir. Aún más, hoy mismo he confirmado que se oye perfectamente desde las calles exteriores. En Sainz de Baranda esquina Maíquez, se escuchaba perfectamente. El poder municipal medicalizado se implanta irremediablemente sobre el territorio. Lo peor radica en que al principio se emiten mensajes acerca de los riesgos, pero es inevitable que aparezcan mensajes publicitarios. Me imagino una mañana hermosa y solitaria, con una luz intensa, en la que mi paseo se vea interrumpido por una recomendación de Securitas Direct, La Mutua o emisores semejantes.
La salud se está convirtiendo en una pesadilla y está configurando un poder somatocrático terrible, que se extiende a todo el territorio sin excepción. La llegada por el aire de sus sonidos me evoca a las siguientes fases. Imagino un dron sobre mí en un plácido paseo que me advierta de que las calorías aportadas por mi desayuno se han desvanecido por los pasos que he dado, y me recuerda que me quedan solo quinientos pasos. Lo que llaman Promoción de la salud está generando una distopía medicalizada turbadora. En tanto que se instalan las megafonías como extensión de la autoridad central, la Rosaleda muestra su primavera peor desde siempre. El poder municipal la ha descuidado, homologándola a los árboles, los jardines y todo lo que forma parte de lo natural. Es un mal presagio para el futuro. Es inevitable levantar el vuelo y buscar un espacio libre de altavoces, en donde poder pulsar provisionalmente el botón de apagado.
fuente: http://www.juanirigoyen.es/2021/04/los-altavoces-los-sonidos-de-la.html
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