El epíteto “hombre posthistórico” fue empleado por primera vez por Roderick Seidenberg en un lúcido libro publicado bajo ese título. Su tesis, esquematizada al máximo, es que la vida instintiva del hombre, dominante a través de todo el largo pasado animal del mismo, ha ido perdiendo fuerza en el curso de la historia, a medida que su inteligencia consciente ha ido conquistando dominio sobre una actividad tras otra.
Por Lewis Mumford
Al lograr ese dominio, el hombre ha traspasado el mando del organismo mismo al proceso que la inteligencia analiza y sirve, esto es, al proceso causal, dentro del cual se concede el mismo status a los actores humanos que a los agentes no humanos. Por apartarse de lo instintivo, de lo que tiene un fin determinado, y de lo orgánico, por vincularse a lo causal y lo mecánico, la inteligencia ha conseguido dominar una actividad tras otra: y ahora, desde el terreno de las actividades “físicas”, hace presión sobre las actividades biológicas y sociales y la parte de la naturaleza que no se someta complacientemente a la inteligencia con el tiempo será destruida o extirpada.
Durante la era actual, según esos supuestos, la naturaleza del hombre ha comenzado a sufrir un último cambio decisivo. Con la creación del método científico y los procedimientos cada vez más despersonalizados de la técnica moderna, la fría inteligencia, que ha logrado regir como nunca las energías de la naturaleza, ya domina ampliamente todas las actividades humanas. Para sobrevivir en este mundo, el hombre mismo debe adaptarse por completo a la máquina. Los tipos inadaptables, como el artista y el poeta, el santo y el campesino, serán rehechos o eliminados por la selección social. Toda facultad creadora relacionada con la religión y la cultura del Viejo Mundo ha de desaparecer. Hacerse más humano, profundizar más en la naturaleza del hombre, perseguir lo divino, ya no son objetivos adecuados para el hombre mecánico.
Sigamos esta hipótesis hasta el fin. Con la inteligencia en primer lugar, gracias a los métodos de la ciencia, el hombre aplicaría a todos los organismos vivos, sobre todo a sí mismo, las mismas reglas que ha aplicado al mundo físico. En la búsqueda de la economía y el poder, crearía una sociedad sin otros atributos que los que podrían asociarse a la máquina. En realidad, la máquina es, precisamente, la parte del organismo que puede ser proyectada y regulada por la inteligencia sola. Al establecer su organización fija y su comportamiento predecible, la inteligencia producirá una sociedad similar a la de ciertos insectos que no han cambiado en sesenta millones de años: porque cuando la inteligencia llega a una forma definitiva, no permite ninguna divergencia a su solución acabada.
A esta altura ya no es posible distinguir entre el automatismo del instinto y el de la inteligencia: ninguno es permeable al cambio, y al final también la inteligencia se tornaría inconsciente por falta de contradicción y alternativas. Si la inteligencia dictamina que sólo hay una respuesta acertada para determinada situación, sólo una contestación correcta para una pregunta, cualquier divergencia, claro está, cualquier duda o incertidumbre, debe considerarse como falla del individuo o contumacia del agente. Hay que seguir la “línea del partido”; y una vez que la inteligencia científica logra supremacía, ni siquiera cambiará la línea del partido. Al fin la vida, con sus posibilidades casi infinitas, se congelará en un molde único fundido por la sola inteligencia.
(…) La existencia del hombre posthistórico, según sus propias aserciones, se centrará en el mundo exterior y en su incesante manipuleo: tanto las tendencias originarias del hombre como su ser histórico serán eliminadas por último por “impensables”.
Lewis Mumford: Textos escogidos. Buenos Aires: Ediciones Godot, 2009. Fragmento de Las transformaciones del hombre.