Tal vez algunos de ustedes no hayan comprendido por completo todo lo que he estado diciendo acerca de la libertad; pero, como lo he señalado, es muy importante que uno se exponga a ideas nuevas, a algo para lo cual puede no estar acostumbrado. Es bueno ver lo que es bello, pero ustedes tienen que observar también las cosas feas de la vida, tienen que estar despiertos a todo. De la misma manera, tienen que abrirse a cosas que quizás no comprenden por completo, porque cuanto más piensen y reflexionen sobre estos temas que pueden ser algo difíciles para ustedes, tanto mayor será la capacidad que tengan para vivir plenamente.
Mes: abril 2012
Elogio de la ociosidad
Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado. Todo el mundo conoce la historia del viajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (era antes de la época de Mussolini) y ofreció una lira al más perezoso de todos.
Once de ellos se levantaron de un salto para reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero hacía lo correcto. Pero en los países que no disfrutan del sol mediterráneo, la ociosidad es más difícil y para promoverla se requeriría una gran propaganda. Espero que, después de leer las páginas que siguen, los dirigentes de la Asociación Cristiana de jóvenes emprendan una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es así, no habré vivido en vano. Antes de presentar mis propios argumentos en favor de la pereza, tengo que refutar uno que no puedo aceptar. Cada vez que alguien que ya dispone de lo suficiente para vivir se propone ocuparse en alguna clase de trabajo diario, como la enseñanza o la mecanografía, se le dice, a él o a ella, que tal conducta lleva a quitar el pan de la boca a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si este argumento fuese válido, bastaría con que todos nos mantuviésemos inactivos para tener la boca llena de pan. Lo que olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre suele gastar lo que gana, y al gastar genera empleo. Al gastar sus ingresos, un hombre pone tanto pan en las bocas de los demás como les quita al ganar. El verdadero malvado, desde este punto de vista, es el hombre que ahorra. Si se limita a meter sus ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino francés, es obvio que no genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos obvia, y se plantean diferentes casos.
Una de las cosas que con más frecuencia se hacen con los ahorros es prestarlos a algún gobierno. En vista del hecho de que el grueso del gasto público de la mayor parte de los gobiernos civilizados consiste en el pago de deudas de guerras pasadas o en la preparación de guerras futuras, el hombre que presta su dinero a un gobierno se halla en la misma situación que el malvado de Shakespeare que alquila asesinos. El resultado estricto de los hábitos de ahorro del hombre es el incremento de las fuerzas armadas del estado al que presta sus economías. Resulta evidente que sería mejor que gastara el dinero, aun cuando lo gastara en bebida o en juego.
Pero -se me dirá- el caso es absolutamente distinto cuando los ahorros se invierten en empresas industriales. Cuando tales empresas tienen éxito y producen algo útil, se puede admitir. En nuestros días, sin embargo, nadie negará que la mayoría de las empresas fracasan. Esto significa que una gran cantidad de traba o humano, que hubiera podido dedicarse a producir algo susceptible de ser disfrutado, se consumió en la fabricación de máquinas que, una vez construidas, permanecen paradas y no benefician a nadie. Por ende, el hombre que invierte sus ahorros en un negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como a sí mismo. Si gasta su dinero -digamos- en dar fiestas a sus amigos, éstos se divertirán -cabe esperarlo-, al tiempo en que se beneficien todos aquellos con quienes gastó su dinero, como el carnicero, el panadero y el contrabandista de alcohol. Pero si lo gasta -digamos- en tender rieles para tranvías en un lugar donde los tranvías resultan innecesarios, habrá desviado un considerable volumen de trabajo por caminos en los que no dará placer a nadie. Sin embargo, cuando se empobrezca por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima de una desgracia inmerecida, en tanto que al alegre derrochador, que gastó su dinero filantrópicamente, se le despreciará como persona alocada y frívola.
Nada de esto pasa de lo preliminar. Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél.
Ante todo, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposición de la materia en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con otra materia dada; la segunda: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es desagradable y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada. La segunda clase es susceptible de extenderse indefinidamente: no solamente están los que dan órdenes, sino también los que dan consejos acerca de qué órdenes deben darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres dan simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto se llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas acerca de los cuales ha de darse consejo, sino el conocimiento del arte de hablar y escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propaganda.
En Europa, aunque no en Norteamérica, hay una tercera clase de hombres, más respetada que cualquiera de las clases de trabajadores. Hay hombres que, merced a la propiedad de la tierra, están en condiciones de hacer que otros paguen por el privilegio de que les consienta existir y trabajar. Estos terratenientes son gentes ociosas, y por ello cabría esperar que yo los elogiara. Desgraciadamente, su ociosidad solamente resulta posible gracias a la laboriosidad de otros; en efecto, su deseo de cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo el evangelio del trabajo. Lo último que podrían desear es que otros siguieran su ejemplo.
Desde el comienzo de la civilización hasta la revolución industrial, un hombre podía, por lo general, producir, trabajando duramente, poco más de lo imprescindible para su propia subsistencia y la de su familia, aun cuando su mujer trabajara al menos tan duramente como él, y sus hijos agregaran su trabajo tan pronto como tenían la edad necesaria para ello. El pequeño excedente sobre lo estrictamente necesario no se dejaba en manos de los que lo producían, sino que se lo apropiaban los guerreros y los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había excedente; los guerreros y los sacerdotes, sin embargo, seguían reservándose tanto como en otros tiempos, con el resultado de que muchos de los trabajadores morían de hambre.
Este sistema perduró en Rusia hasta 1917 [*] y todavía perdura en Oriente; en Inglaterra, a pesar de la revolución industrial, se mantuvo en plenitud durante las guerras napoleónicas y hasta hace cien años, cuando la nueva clase de los industriales ganó poder. En Norteamérica, el sistema terminó con la revolución, excepto en el Sur, donde sobrevivió hasta la guerra civil. Un sistema que duró tanto y que terminó tan recientemente ha dejado, como es natural, una huella profunda en los pensamientos y las opiniones de los hombres. Buena parte de lo que damos por sentado acerca de la conveniencia del trabajo procede de este sistema, y, al ser preindustrial, no está adaptado al mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible que el ocio, dentro de ciertos límites, no sea la prerrogativa de clases privilegiadas poco numerosas, sino un derecho equitativamente repartido en toda la comunidad. La moral del trabajo es la moral de los ‘esclavos, y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud.
Es evidente que, en las comunidades primitivas, los campesinos, de haber podido decidir, no hubieran entregado el escaso excedente con que subsistían los guerreros y los sacerdotes, sino que hubiesen producido menos o consumido más. Al principio, era la fuerza lo que los obligaba a producir y entregar el excedente. Gradualmente, sin embargo, resultó posible inducir a muchos de ellos a aceptar una ética según la cual era su deber trabajar intensamente, aunque parte de su trabajo fuera a sostener a otros, que permanecían ociosos. Por este medio, la compulsión requerida se fue reduciendo y los gastos de gobierno disminuyeron. En nuestros días, el noventa y nueve por ciento de los asalariados británicos, se sentirían realmente impresionados si se les dijera que el rey no debe tener ingresos mayores que los de un trabajador.
El deber, en términos históricos, ha sido un medio, ideado por los poseedores del poder, para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos mas que para su propio interés. Por supuesto, los poseedores del poder también han hecho lo propio aún ante si mismos, y sé las arreglan para creer que sus intereses son idénticos a los más grandes intereses de la humanidad. A veces esto es cierto; los atenienses propietarios de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su tiempo libre en hacer una contribución permanente a la civilización, que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la civilización.
La técnica moderna ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de trabajo requerida para asegurar lo imprescindible para la vida de todos. Esto se hizo evidente durante la guerra. En aquel tiempo, todos los hombres de las fuerzas armadas, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en la fabricación de municiones, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en espiar, en hacer propaganda bélica o en las oficinas del gobierno relacionadas con la guerra, fueron apartados de las ocupaciones productivas. A pesar de ello, el nivel general de bienestar físico entre los asalariados no especializados de las naciones aliadas fue más alto que antes y que después. La significación de este hecho fue encubierta por las finanzas: los préstamos hacían aparecer las cosas como si el futuro estuviera alimentando al presente. Pero esto, desde luego, hubiese sido imposible; un hombre no puede comerse una rebanada de pan que todavía no existe.
La guerra demostró de modo concluyente que la organización científica de la producción permite mantener las poblaciones modernas en un considerable bienestar con sólo una pequeña parte de la capacidad de trabajo del mundo entero. Si la organización científica, que se había concebido para liberar hombres que lucharan y fabricaran municiones, se hubiera mantenido al finalizar la guerra, y se hubiesen reducido a cuatro las horas de trabajo, todo hubiera ido bien. En lugar de ello, fue restaurado el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba se vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto se le dejó morir de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y un hombre no debe recibir salarios proporcionados a lo que ha producido, sino proporcionados a su virtud, demostrada por su laboriosidad.
Ésta es la moral del estado esclavista, aplicada en circunstancias completamente distintas de aquellas en las que surgió. No es de extrañar que el resultado haya sido desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos que, en un momento determinado, cierto número de personas trabaja en la manufactura de alfileres. Trabajando -digamos- ocho horas por día, hacen tantos alfileres como el mundo necesita. Alguien inventa un ingenio con el cual el mismo número de personas puede hacer dos veces el número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita duplicar ese número de alfileres: los alfileres son ya tan baratos, que difícilmente pudiera venderse alguno más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los implicados en la fabricación de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes.
Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres aún trabajan ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patronos quiebran, y la mitad de los hombres anteriormente empleados en la fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de los hombres están absolutamente ociosos, mientras la otra mitad sigue trabajando demasiado. De este modo, queda asegurado que el inevitable tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?
La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos. En Inglaterra, a principios del siglo XIX, la jornada normal de trabajo de un hombre era de quince horas; los niños hacían la misma jornada algunas veces, y, por lo general, trabajarán doce horas al día. Cuando los entrometidos apuntaron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, les dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Cuando yo era niño, poco después de que los trabajadores urbanos hubieran adquirido el voto, fueron establecidas por ley ciertas fiestas públicas, con gran indignación de las clases altas. Recuerdo haber oído a una anciana duquesa decir: «¿Para qué quieren las fiestas los pobres? Deberían trabajar». Hoy, las gentes son menos francas, pero el sentimiento persiste, y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.
Consideremos por un momento francamente, sin superstición, la ética del trabajo. Todo ser humano, necesariamente, consume en el curso de su vida cierto volumen del producto del trabajo humano. Aceptando, cosa que podemos hacer, que el trabajo es, en conjunto, desagradable, resulta injusto que un hombre consuma más de lo que produce. Por supuesto, puede prestar algún servicio en lugar de producir artículos de consumo, como en el caso de un médico, por ejemplo; pero algo ha de aportar a cambio de su manutención y alojamiento. En esta medida, el deber de trabajar ha de ser admitido; pero solamente en esta medida.
No insistiré en el hecho de que, en todas las sociedades modernas, aparte de la URSS, mucha gente elude aun esta mínima cantidad de trabajo; por ejemplo, todos aquellos que heredan dinero y todos aquellos que se casan por dinero. No creo que el hecho de que se consienta a éstos permanecer ociosos sea casi tan perjudicial como el hecho de que se espere de los asalariados que trabajen en exceso o que mueran de hambre.
Si el asalariado Ordinario trabajase cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no habría paro -dando por supuesta cierta muy moderada cantidad de organización sensata-. Esta idea escandaliza a los ricos porque están convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre. En Norteamérica, los hombres suelen trabajar largas horas, aun cuando ya estén bien situados; estos hombres, naturalmente, se indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados, excepto bajo la forma del inflexible castigo del paro; en realidad, les disgusta el ocio aun para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras desean que sus hijos trabajen tanto que no les quede tiempo para civilizarse, no les importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún trabajo en absoluto. La esnob atracción por la inutilidad, que en una sociedad aristocrática abarca a los dos sexos, queda, en una plutocracia, limitada a las mujeres; ello, sin embargo, no la pone en situación más acorde con el sentido común.
El sabio empleo del tiempo libre -hemos de admitirlo- es un producto de la civilización y de la educación. Un hombre que ha trabajado largas horas durante toda su vida se aburrirá si queda súbitamente ocioso. Pero, sin una cantidad considerable de tiempo libre, un hombre se verá privado de muchas de las mejores cosas. Y ya no hay razón alguna para que el grueso de la gente haya de sufrir tal privación; solamente un necio ascetismo, generalmente vicario, nos lleva a seguir insistiendo en trabajar en cantidades excesivas, ahora que ya no es necesario.
En el nuevo credo dominante en el gobierno de Rusia, así como hay mucho muy diferente de la tradicional enseñanza de Occidente, hay algunas cosas que no han cambiado en absoluto. La actitud de las clases gobernantes, y especialmente de aquellas que dirigen la propaganda educativa respecto del tema de la dignidad del trabajo, es casi exactamente la misma que las clases gobernantes de todo el mundo han predicado siempre a los llamados pobres honrados. Laboriosidad, sobriedad, buena voluntad. para trabajar largas horas a cambio de lejanas ventajas, inclusive sumisión a la autoridad, todo reaparece; por añadidura, la autoridad todavía representa la voluntad del Soberano del Universo. Quien, sin embargo, recibe ahora un nuevo nombre: materialismo dialéctico.
La victoria del proletariado en Rusia tiene algunos puntos en común con la victoria de las feministas en algunos otros países. Durante siglos, los hombres han admitido la superior santidad de las mujeres, y han consolado a las mujeres de su inferioridad afirmando que la santidad es más deseable que el poder. Al final, las feministas decidieron tener las dos cosas, ya que las precursoras de entre ellas creían todo lo que los hombres les habían dicho acerca de lo apetecible de la virtud, pero no lo que les habían dicho acerca de la inutilidad del poder político. Una cosa similar ha ocurrido en Rusia por lo que se refiere al trabajo manual.
Durante siglos, los ricos y sus mercenarios han escrito en elogio del trabajo honrado, han alabado la vida sencilla, han profesado una religión que enseña que es mucho más probable que vayan al cielo los pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer creer a los trabajadores manuales que hay cierta especial nobleza en modificar la situación de la materia en el espacio, tal y como los hombres trataron de hacer creer a las mujeres que obtendrían cierta especial nobleza de su esclavitud sexual. En Rusia, todas estas enseñanzas acerca de la excelencia del trabajo manual han sido tomadas en serio, con el resultado de que el trabajador manual se ve más honrado que nadie. Se hacen lo que, en esencia, son llamamientos a la resurrección de la fe, pero no con los antiguos propósitos: se hacen para asegurar los trabajadores de choque necesarios para tareas especiales. El trabajo manual es el ideal que se propone a los jóvenes, y es la base de toda enseñanza ética.
En la actualidad, posiblemente, todo ello sea para bien. Un país grande, lleno de recursos naturales, espera el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo un uso muy escaso del crédito. En tales circunstancias, el trabajo duro es necesario, y cabe suponer que reportará una gran recompensa. Pero ¿qué sucederá cuando se alcance el punto en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar largas horas?
En Occidente tenemos varias maneras de tratar este problema. No aspiramos a Injusticia económica; de modo que una gran proporción del producto total va a parar a manos de una pequeña minoría de la población, muchos de cuyos componentes no trabajan en absoluto. Por ausencia de todo control centralizado de la producción, fabricamos multitud de cosas que no hacen falta. Mantenemos ocioso un alto porcentaje de la población trabajadora, ya que podemos pasarnos sin su trabajo haciendo trabajar en exceso a los demás. Cuando todos estos métodos demuestran ser inadecuados, tenemos una guerra: mandamos a un cierto número de personas a fabricar explosivos de alta potencia y a otro número determinado a hacerlos estallar, como si fuéramos niños que acabáramos de descubrir los fuegos artificiales. Con una combinación de todos estos dispositivos nos las arreglamos, aunque con dificultad, para mantener viva la noción de que el hombre medio debe realizar una gran cantidad de duro trabajo manual.
En Rusia, debido a una mayor justicia económica y al control centralizado de la producción, el problema tiene que resolverse de forma distinta. La solución racional sería, tan pronto como se pudiera asegurar las necesidades primarias y las comodidades elementales para todos, reducir las horas de trabajo gradualmente, dejando que una votación popular decidiera, en cada nivel, la preferencia por más ocio o por más bienes. Pero, habiendo enseñado la suprema virtud del trabajo intenso, es dificil ver cómo pueden aspirar las autoridades a un paraíso en el que haya mucho tiempo libre y poco trabajo. Parece más probable que encuentren continuamente nuevos proyectos en nombre de los cuales la ociosidad presente haya de sacrificarse a la productividad futura. Recientemente he leído acerca de un ingenioso plan propuesto por ingenieros rusos para hacer que el mar Blanco y las costas septentrionales de Siberia se calienten, construyendo un dique a lo largo del mar de Kara. Un proyecto admirable, pero capaz de posponer el bienestar proletario por toda una generación, tiempo durante el cual la nobleza del trabajo sería proclamada en los campos helados y entre las tormentas de nieve del océano Ártico. Esto, si sucede, será el resultado de considerar la virtud del trabajo intenso como un fin en sí misma, más que como un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual tal trabajo ya no fuera necesario.
El hecho es que mover materia de un lado a otro, aunque en cierta medida es necesario para nuestra existencia, no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la vida humana. Si lo fuera, tendríamos que considerar a cualquier bracero superior a Shakespeare. Hemos sido llevados a conclusiones erradas en esta cuestión por dos causas. Una es la necesidad de tener contentos a los pobres, que ha impulsado a los ricos durante miles de años, a reivindicar la dignidad del trabajo, aunque teniendo buen cuidado de mantenerse indignos a este respecto. La otra es el nuevo placer del mecanismo, que nos hace deleitarnos en los cambios asombrosamente inteligentes que podemos producir en la superficie de la tierra. Ninguno de esos motivos tiene gran atractivo para el que de verdad trabaja. Si le preguntáis cuál es la que considera la mejor parte de su vida, no es probable que os responda: «Me agrada el trabajo físico porque me hace sentir que estoy dando cumplimiento a la más noble de las tareas del hombre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre puede transformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo exige períodos de descanso, que tengo que pasar lo mejor posible, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la mañana y puedo volver a la labor de la que procede mi contento». Nunca he oído decir estas cosas a los trabajadores.
Consideran el trabajo como debe ser considerado como un medio necesario para ganarse el sustento, y, sea cual fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en sus horas de ocio.
Podrá decirse que, en tanto que un poco de ocio es agradable, los hombres no sabrían cómo llenar sus días si solamente trabajaran cuatro horas de las veinticuatro. En la medida en que ello es cierto en el mundo moderno, es una condena de nuestra civilización; no hubiese sido cierto en ningún período anterior. Antes había una capacidad para la alegría y los juegos que, hasta cierto punto, ha sido inhibida por el culto a la eficiencia. El hombre moderno piensa que todo debería hacerse por alguna razón determinada, y nunca por sí mismo. Las personas serias, por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al cine, y nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero todo el trabajo necesario para construir un cine es respetable, porque es trabajo y porque produce beneficios económicos. La noción de que las actividacles deseables son aquellas que producen beneficio económico lo ha puesto todo patas arriba. El carnicero que os provee de carne y el panadero que os provee de pan son merecedores de elogio, ganando dinero; pero cuando vosotros digeris el alimento que ellos os han suministrado, no sois más que unos frívolos, a menos que comáis tan sólo para obtener energías para vuestro trabajo. En un sentido amplio, se sostiene que, ganar dinero es bueno mientras que gastarlo es malo. Teniendo en cuenta que son dos aspectos de la misma transacción, esto es absurdo; del mismo modo que podríamos sostener que las llaves son buenas, pero que los ojos de las cerraduras son malos. Cualquiera que sea el mérito que pueda haber en la producción de bienes, debe derivarse enteramente de la ventaja que se obtenga consumiéndolos. El individuo, en nuestra sociedad, trabaja por un beneficio, pero el propósito social de su trabajo radica en el consumo de lo que él produce.
Este divorcio entre los propósitos individuales y los sociales respecto de la producción es lo que hace que a los hombres les resulte tan difícil pensar con claridad en un mundo en el que la obtención de beneficios es el incentivo de la industria. Pensamos demasiado en la producción y demasiado poco en el consumo. Como consecuencia de ello, concedemos demasiado poca importancia al goce y a la felicidad sencilla, y no juzgamos la producción por el placer que da al consumidor.
Cuando propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras frivolidades. Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día deberían dar derecho a un hombre a los artículos de primera necesidad y a las comodidades elementales en la vida, y que el resto de su tiempo debería ser de él para emplearlo como creyera conveniente. Es una parte esencial de cualquier sistema social de tal especie el que la educación va a más allá del punto que generalmente alcanza en la actualidad y se proponga, en parte, despertar aficiones que capaciten al hombre para usar con inteligencia su tiempo libre. No pienso especialmente en la clase de cosas que pudieran considerarse pedantes. Las danzas campesinas han muerto, excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos que dieron lugar a que se las cultivara deben de existir todavía en la naturaleza humana. Los placeres de las poblaciones urbanas han llevado a la mayoría a ser pasivos: ver películas, observar partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente. Esto resulta del hecho de que sus energías activas se consuman solamente en el trabajo; si tuvieran más tiempo libre, volverían a divertirse con juegos en los que hubieran de tomar parte activa.
En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto la hacía necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos disminuían grandemente su mérito, pero, a pesar de estos inconvenientes, contribuyó a casi todo lo que llamamos civilización. Cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió los libros, inventó las máquinas y refinó las relaciones sociales. Aun la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie.
El sistema de una clase ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin embargo, extraordinariamente ruinoso. No se había enseñado a ninguno de los miembros de esta clase a ser laborioso, y la clase, en conjunto, no era excepcionalmente inteligente. Esta clase podía producir un Darwin, pero contra él habrían de señalarse decenas de millares de hidalgos rurales que jamás pensaron en nada más inteligente que la caza del zorro y el castigo de los cazadores furtivos. Actualmente, se supone que las universidades proporcionan, de un modo más sistemático, lo que la clase ociosa proporcionaba accidentalmente y como un subproducto. Esto representa un gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes. La vida de universidad es, en definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en un ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas de los hombres y las mujeres corrientes; por añadidura, sus medios de expresión suelen ser tales, que privan a sus opiniones de la influencia que debieran tener sobre el público en general. Otra desventaja es que en las universidades los estudios están organizados, y es probable que el hombre que se le ocurre alguna línea de investigación original se sienta desanimado. Las instituciones académicas, por tanto, si bien son útiles, no son guardianes adecuados de los intereses de la civilización en un mundo donde todos los que quedan fuera de sus muros están demasiado ocupados para atender a propósitos no utilitarios.
En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo pintor’ podrá pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros. Los escritores jóvenes no se verán forzados a llamar la atención por medio de sensacionales chapucerías, hechas con miras a obtener la independencia económica que se necesita para las obras monumentales, y para las cuales, cuando por fin llega la oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad. Los hombres que en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la economía o de la administración, será capaz de desarrollar sus ideas sin el distanciamiento académico, que suele hacer aparecer carentes de realismo las obras de los economistas universitarios. Los médicos tendrán tiempo de aprender acerca de los progresos de la medicina; los maestros no lucharán desesperadamente para enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demostrada en el intervalo.
Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solamente distracciones pasivas e insípidas. Es probable que al menos un uno por ciento dedique el tiempo que no le consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés público, y, puesto que no dependerá de tales tareas para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas por los viejos eruditos.
Pero no solamente en estos casos excepcionales se manifestarán las ventajas del ocio. Los hombres y las mujeres corrientes, al tener la oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con suspicacia. La afición a la guerra desaparecerá, en parte por la razón que antecede y en parte porque supone un largo y duro trabajo para todos. El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir siendo necios para siempre.
Bertrand Russell
1932
[*] Desde entonces, los miembros del partido comunista han heredado este privilegio de los guerreros y sacerdotes.
fuente www.ucm.es/info/bas/utopia/html/russell.htm
texto en PDF
En esta época de guerra…
Consideraciones visibles
La economía es una ideología disfrazada de ciencia. La jerga económica, al mismo tiempo que busca su credibilidad, la vuelve oscura, la oculta tras el secreto de las palabras, entendibles sólo para iniciados ideológicamente. Sin embargo, una parte de este discurso ideológico, en forma de dictamen o consigna, se nos repite diaria y constantemente en los medios de propaganda, por publicistas, políticos, sindicalistas y demás opinadores. Las consecuencias prácticas de esta ideología las recibimos y sufrimos cotidianamente.
Desde nuestra perspectiva, podemos constatar que el único propósito del discurso de esta jerga economicista es propiciar y justificar la máxima acumulación de beneficios por parte de una minoría, es decir, de esta clase capitalista que ejerce el poder y, al mismo tiempo, crear y hacer crecer un sentimiento generalizado de miedo que provoque la sumisión necesaria de la mayoría para que se mantenga el orden social impuesto. La economía transformada en ideología del miedo.
Distintas facciones ideológicas han elaborado esta jerga y se han disputado el dominio del discurso y el poder que supone su puesta en práctica. No obstante fue Marx, que no era ni economista ni marxista, quien desveló los secretos de la economía política capitalista, la brutalidad que ocultaba, la alienación y las miserias que imponía, así como las crisis a las que sometía a la humanidad. El Capital ha hecho de la crisis un arma de sometimiento para los trabajadores y oprimidos del mundo entero –con la continua subordinación del trabajo al capital– y al mismo tiempo, un instrumento que le permite reorganizarse, a la vez ue sigue acumulando, desmesuradamente, beneficios cada vez en menos bolsillos.
La crisis de 1929 fue la vuelta de tuerca que permitió el sometimiento del movimiento obrero occidental y la reorganización capitalista con la imposición de nuevas técnicas de producción y control sobre los trabajadores. Posibilitó las dictaduras fascistas y el capitalismo de Estado los cuales pusieron a trabajar a millones en régimen de esclavitud, como señala Pierre Mabille en sus Egrégores: “en ambas el esfuerzo primordial se orientaba hacia la organización colectiva de un Estado fuertemente jerarquizado y sin clases” por la derrota de una de ellas, la de los proletarios. Los Estados tomaron un protagonismo en la llamada reactivación económica, haciéndose dominante el discurso del economista Keynes y el de su facción ideológica.
Sin embargo, el fin de la crisis sólo se dio con la destrucción y carnicería que supuso la 2ª guerra mundial. Mediante la industria de guerra y posterior reconstrucción, la doctrina keynesiana de la intervención masiva del Estado propició el desarrollo económico, y aquélla se implantó mundialmente (de hecho los países del capitalismo de estado practicaban una especie de keynesianismo radical), lo que supuso aquello que se conoce como los “30 años gloriosos” de enormes concentraciones y beneficios de Capital. Se impuso, en una parte del mundo, la sociedad del consumo con la novedad que suponía el uso individual del automóvil y la entrada de los electrodomésticos, de la radio y la televisión en cada hogar. El Capital y el Estado en Europa, tomaron en sus manos la estrella de estas innovaciones: la televisión, y a través de ella se hizo la propaganda de que se había implantado, no la sociedad, sino el Estado del bienestar.
El Estado también se hizo cargo de la sanidad, la enseñanza y del cuidado integral del individuo aislado, esta ilusión democrática, esta ficción que podía convivir con las represiones necesarias en su interior y las dictaduras consentidas en el llamado tercer mundo, estaba tratando de llevar adelante el ideal del fascismo de “un Estado fuertemente jerarquizado pero sin clases”, creyendo así poder controlar toda contestación. No obstante, como ya hemos señalado en otras ocasiones, en este periodo se dieron movimientos de rebelión por todo el mundo, un amplio movimiento anticolonialista en Asia y África que se prolongó durante décadas, revueltas como en Hungría en 1956 y las huelgas de los mineros europeos en 1962, los movimientos contestatarios y antiguerra en EEUU, las revueltas de 1968 en Europa y América, la larga y dura lucha italiana de la década de los setenta, y las múltiples luchas y huelgas obreras que se dieron y se dan frente al dominio del Capital
La crisis del petróleo de 1973 marcó la señal de declive para el dominio de la doctrina ideológica keynesiana. En EEUU surgía una nueva facción economicista con un discurso ideológico muy agresivo. Era la llamada Escuela de Chicago, con la que el Estado perdía su papel protagonista cediéndoselo al mercado; en realidad el Capital dictaba e imponía sus normas sin necesidad de un intermediario cuyo protagonismo administrativo ya no le era necesario. A partir de este momento, el Estado sería un instrumento para guardar el orden y recaudar los impuestos de la gran mayoría de la población, excepto los de la minoría capitalista que un día vendría a recogerlos y llevárselos, en forma de privatizaciones de empresas o directamente en efectivo.
El llamado neo-liberalismo, se puso en práctica sobre la sangre y los asesinatos ejecutados por los militares chilenos, al llamado del dictador Pinochet acudieron los Chicago-boys con su jefe al frente. Acto seguido, estos doctrinarios acudieron al llamado de la sangrienta dictadura militar argentina. Pero fue con la subida al poder de los conservadores de Margaret Thatcher en Inglaterra y de Reagan y los republicanos a la presidencia de EEUU que la doctrina del neo-liberalismo se fue extendiendo por todos los Estados del mundo, imponiéndose como discurso único; propagandísticamente solo rebatido desde la facción nostálgica del keynesianismo perdido que llora el abandono de papá Estado, pero cuya figura de padre-padrone, estos publicistas y políticos nostálgicos, pretenden hacernos olvidar.
La ideología económica, se ha convertido en la parte más importante e inelu-dible del sermón balbuceado por los políticos en general, sea cual sea su clan (es igual que se llamen socialistas o conservadores, de un partido religioso o del partido comunista chino), después puede venir la propaganda sobre las ficciones de la democracia, la patria, la raza o los dioses, pero sólo en segundo lugar. La jerga económica, también está permanentemente presente en los medios de información y propaganda. Esto, no solamente ocurre ahora que la propaganda sobre los males que esta economía sufre pretende empujarnos a la incertidumbre y el temor, colocándonos en un estado de excepción permanente. Sino que también antes del 2008, fecha mítica del inicio de la crisis, la propaganda sobre las bondades de la ficción económica ocupaba ya la parte central de la palabrería política y de los opinadores de los media.
El discurso ideológico económico, como cualquier ideología, conlleva una mistificación del modelo que representa, el capitalismo, como una entidad metafísica, situándolo en un más allá del bien y del mal, cuyas determinaciones y mandatos son omnipresentes, omnipotentes e infalibles, por lo tanto indiscutibles y los únicos realizables en la tierra. Como señalaba Walter Benjamin (ver Etcétera n. 44), hace ver en el capitalismo una religión y en su economía política su doctrina.
La jerga económica domina sobre la jerga política. La propaganda política gira sobre la ideología económica. El discurso estrictamente político hace décadas que se quedó vacío, igualando en su vacuidad las falsas diferencias entre partidos, sindicatos y sus burócratas, todos ellos mascullan las cuatro consignas preparadas por el canon ideológico de la economía. “Y es que al final, la disciplina económica, sea en su versión neoliberal o en su versión keynesiana de los literatos de la macroeconomía, es producto e ideología del capitalismo” (Ian J. Seda: La ideología de los literatos en economía).
La pretendida polémica que distingue entre un capitalismo bueno o aceptable y otro malo y únicamente depredador desarrollado por los bancos y especuladores financieros, y que aboga por una regulación keynesiana del Estado como la solución mágica de la crisis; es más que una falsa polémica, es una mentira en la que el mentiroso está de alguna manera al corriente de la verdad que oculta. El capital financiero, necesariamente forma parte del capital productivo, ambos son inseparables, de la misma manera que el aumento y la constante búsqueda de máximos beneficios, por cualquier medio sin importarle más que este fin, es la razón de ser del capitalismo. Un reclamo hacia un comportamiento moral del Capital indica algo más siniestro que ingenuidad.
El Estado es, desde hace más de 200 años, el Estado del Capital y la farsa política desplegada por la casta de burócratas-políticos, y cuyas consecuencias pagamos la mayoría, forma parte del conjunto de simulaciones y apariencias que pretenden ocultar la realidad de esta sociedad capitalista. Por estas consideraciones y algunas más, cuando a este inmenso trasvase de millones de dólares y euros, recaudados por los Estados a la gran mayoría de la población y que pasa a ser propiedad de una pequeña minoría capitalista, se le llama ¡estafa!, es continuar sometidos a esta ficción de un Estado que algunos desearían que re-presentase a todos, lo que no es más que continuar bajo la mentira y la mala fe de mentirse a sí mismo.
Es más que una estafa este saqueo millonario de lo recaudado a muchos hacia el bolsillo de unos pocos, es la consecuencia lógica del sistema capitalista. El Estado sirve solamente a la clase que lo ha fundado, a su clase de la que es su Estado: el Estado del Capital. El Estado, apoyándose en la fuerza de la violencia se sitúa jerárquicamente sobre sus súbditos: es el que da y el que quita, impone el castigo y la ley, impone deberes y juega políticamente otorgando y quitando algunos derechos y, sobre todo, trata de garantizar el orden establecido. Pero además, el Estado capitalista, en un rasgo conservado desde los antiguos regímenes, es también el recaudador del tributo para los señores. Qué importa si la Reserva Federal de EEUU ha entregado 700 mil millones de dólares o son más de 7’7 billones o 115 billones lo que ha dado a los bancos y sistemas financieros; porqué extrañarse de que los Estados Europeos hayan entregado, hasta ahora, 2 billones de euros (billones europeos que son numéricamente más que los iankis), a estos bancos, mientras que la “economía real sólo ha recibido 100 veces menos; la realidad es que el Estado ha entregado el tributo recaudado a los súbditos a sus señores.
Tampoco podemos extrañarnos de que detrás del fluir del dinero corre desbocada la corrupción. Como puede alguien sorprenderse que en la sociedad capitalista la corrupción sea una forma de relación social más dentro de las relaciones esencialmente corruptas que organiza este sistema. Ya en La Miseria de la Filosofía, al resumir la historia del valor de cambio Marx describe así la sociedad capitalista que lo ha convertido todo en dinero: “Finalmente llegó el tiempo en que hasta las mismas cosas y todo aquello que se consideraba inalienable pasaron a ser artículo de tráfico mercantil. Este es el tiempo en el que las cosas mismas que hasta este momento habían sido compartidas, pero jamás cambiadas; dadas, pero jamás vendidas; adquiridas, pero jamás compradas: virtud, amor, opinión, ciencia, conciencia, etc., en fin, en que todo ha convertido en objeto de comercio. Este es el tiempo de la corrupción general, de la venalidad universal, o para decirlo en términos de economía política, el tiempo en el que todo y cada cosa, tanto de orden espiritual como material, se convierte en valor de cambio y se lleva al mercado para que se la tase en su justo valor.”
Todas estas consideraciones y otras muchas más se visibilizan en esta época de ofensiva del Capital, para todo aquel que abriendo los ojos quiera ver. Si se descorre el velo lo suficiente podemos vislumbrar, una cabeza de Medusa; a menos que contrariamente a Perseo que se cubría con un yelmo de niebla para perseguir y acabar con los monstruos, nosotros nos encasquetemos el yelmo de niebla cubriéndonos ojos y oídos para negar la existencia del monstruo.
Revista Etcétera
fuente Revista Etcétera nº49 www.sindominio.net/etcetera/REVISTAS/NUMERO_49/guerra49.htm
texto en PDF
¿Qué protege el Estado cuando penaliza el aborto? *
La interrupción de un embarazo siempre es una situación difícil de atravesar independientemente de las causas que hayan conducido a ella. La condición trágica y absolutamente privada recrean una atmósfera dentro de la que se deberá decidir. Esa condición, a la vez trágica y privada, hace urgente y necesaria una argumentación en favor de la despenalización del aborto. Porque así como la despenalización no obliga a abortar a nadie la penalización obliga a tener un hijo sin desearlo.
Es necesario destacar que la denominación “interrupción del embarazo” remite necesariamente a un punto, el de “interrupción”. La mayoría de las discusiones acerca de la penalización del aborto pretenden reducir la totalidad de un fenómeno complejo y extendido en el tiempo a ese único punto. De este modo desconocen un largo periplo signado por sentimientos que van desde la sorpresa hasta la desesperación, pasando por la angustia, el remordimiento y ¿por qué no? la ira. El punto de la decisión no es más que un resultado. Decidir abortar porque te violaron, porque tu vida está en peligro, porque el feto es inviable o porque te cuidaste y fallaste, en definitiva, porque no deseás un hijo, no implica que el aborto sea algo previsto de antemano, ni siquiera como un “posible” método anticonceptivo. Si no fuiste consultada y no deseás quedar embarazada y, a pesar de todo lo estás, menos desearás concluir la gestación. Pero claro acá estamos en un ámbito absolutamente privado. La muestra de la defensa que las mujeres de todas las clases sociales hacen de esa privacidad, aún poniendo en riesgo la vida, es que el aborto se practica. Ignorando la prohibición legal y las prédicas religiosas se estima que se provocan más de 400.000 abortos anuales en la Argentina.
La penalización del aborto impone un grado de responsabilidad extremo a la mujer en la fórmula que diría que “toda mujer embarazada está obligada a concluir su gestación”. El punto de interrupción será el depositario de toda la carga moral que conlleva la punición. Pero semejante responsabilidad no se condice con la libertad de esa mujer de continuar con su embarazo. Claro que la prohibición, no es simplemente un impedimento para el ejercicio de un derecho. Es fundamentalmente un mecanismo disciplinario que produce efectos directos sobre la representación que las mujeres nos hacemos de nuestra libertad y de la práctica de nuestra autonomía en todos los órdenes de la vida. En el caso del aborto esa libertad impregnada de terror y culpa sólo promete el tránsito por un infierno que dejará marcas indelebles. Si a esto le sumamos la urgencia que impone el reloj biológico de la gestación, la complejidad y extensión de un proceso irreductible a un punto, queda develada.
Evaluar todo el proceso nos permite, a la vez, denunciar la falacia que intenta demostrar racionalmente que hay un punto “natural” de inicio de la vida. Para la biología es casi imposible cargar toda la argumentación moral en un momento localizado definido como “origen” en el cual se pueda determinar un traspaso sea de un “homínido” a un “hombre”, sea de una mezcla de fluidos a una persona. Del mismo modo la aséptica discusión acerca de un “comienzo” puntual de la vida, de la persona, del individuo o del ciudadano cae en un reduccionismo perverso que le roba el carácter fundamentalmente político a la discusión: el de la definición política acerca de la vida que merece vivirse y la que carece de valor y es sacrificable. En general los argumentos a favor de la penalización y muchos que defienden la despenalización y que considero fallidos e incorrectos, centran sus discusiones en algún punto considerado “natural” del proceso. Desarman la totalidad en una sucesión de puntos “naturales” y desconectados para exhibir mojones sobre los que se pueda aplicar la ley. Así se mencionan los puntos de la relación sexual, de la fecundación, del comienzo de la vida, del origen de la persona, del inicio de la actividad cerebral o de la interrupción del embarazo entre otros. Esta especie de analítica de un proceso, nunca tomado en su totalidad, origina gran parte de las tramposas argumentaciones esgrimidas para defender la penalización. Desconoce la arbitrariedad histórico-política con la que se define, se da forma y sentido a la vida y a la muerte.
En la Francia de la ocupación nazi, de Pétain y de Vichy, el aborto fue criminalizado y castigado con la pena de muerte para las aborteras. Fue el caso de Marie-Louise Giraud la última mujer guillotinada antes de la abolición de la pena capital en 1981. El episodio fue ejemplificatorio porque se anunció masivamente en los diarios el guillotinamiento en la prisión de Roquette. La legalización del aborto en Francia llegaría recién en 1974. La Francia de Pétain había reemplazado «libertad, igualdad, fraternidad” por «trabajo, patria, familia» en su cruzada en defensa de la moral. Marie-Louise fue acusada de faiseuse d’anges (fabricante de ángeles) el antiguo nombre con el que la diplomática lengua francesa llamaba a las aborteras. Esta madre de familia de cuarenta años y lavandera se ganaba también algunos pocos pesos “ayudando” a sus vecinas de Cherbourg a abortar. Ella entiende que “ayuda” entre los desastres de la guerra y de la ocupación y eso le basta para evitar cualquier cuestionamiento moral.
La condenan por veintiséis trabajos criminales, verdaderos crímenes contra la familia francesa, contra la vida y contra la fuerza del Estado al decir de Pétain. Europa ya consideraba que el aborto lesiona el derecho de la sociedad ante el proceso de formación de la vida, su sanidad moral, y el desarrollo lozano del pueblo. Por eso penalizaba a la abortera y no a las mujeres. El director de cine Claude Chabrol en 1988 recreó este episodio en su película Une affaire de femmes (Un asunto de mujeres). Allí Marie-Louise pregunta a una amiga «¿Creés que los bebés tienen un alma en el vientre de sus madres?» a lo que obtiene como respuesta: «Haría falta que sus madres tuvieran una». El diálogo nos arroja al centro neurálgico de la discusión. ¿Qué es lo que tiene un embrión o un feto para que el Estado penalice su destrucción? ¿Qué es lo que no tiene la mujer que interrumpe su embarazo? ¿Qué representa por un lado el feto y por el otro la mujer para el Estado? ¿Por qué el Estado debe eliminar a Marie-Louise y, en todo caso, qué elimina con ella?
El ejemplo es extremo pero sirve para pensar nuestra actual prohibición del aborto. Ésta responde a la interpretación iluminista del embarazo que, a partir del siglo XVIII, comienza a modificar su percepción. De ser un dato privado reconocido sólo por la mujer en cuanto a sus síntomas físicos, la decisión privada y hasta secreta de continuarlo o no, la ciencia y la tecnología originan un “feto público”. La visibilidad del embarazo desde “afuera” es científica y el feto o el embrión, cobran existencia por dicha exterioridad. El embarazo ya no se define por su relación con la mujer. La futura madre se vuelve pública ante sí misma, y su problema privado pasa a ser un problema social, sobre el que se puede públicamente hablar, legislar y penalizar. La autoridad en la materia pasa a ser la ciencia que determina que hay sujetos distintos con intereses políticos en pugna. Este cambio en la percepción del embarazo produce a su vez un cambio en la percepción del aborto (1) que ahora significará dirimir un conflicto de intereses políticos entre partes.
El feto, futuro ciudadano, adquiere la entidad de algo valioso a ser tutelado y comienza a contraponerse en tanto vida valiosa con el valor de la vida de la madre. Una especie de antropocentrismo forzado define políticamente como humano al feto sólo en función de su potencial ciudadanía. El Estado instaura con el feto, a través de los saberes que provee la tecnociencia, una relación directa de propiedad que supera y prescinde de la mediación materna. Así puede instalar la idea de autonomía en el interior del cuerpo femenino y alienar con ella la vida de la mujer. Ésta se convierte en algo puramente funcional a la producción de un nuevo individuo, esto es, en una especie de propiedad del Estado. Por lo tanto lo que resulta perjudicado con un aborto es el llamado derecho de la sociedad ante el proceso de formación de vida ciudadana. El aborto ofende a la “sanidad moral”, al “lozano desarrollo del pueblo”. Se lo condena por motivos estrictamente políticos y no religiosos.
La mujer embarazada es una totalidad, un ser político que puede, en un proceso no definible en puntos discontinuos, dar a luz una vida. El Estado con su prohibición parte esa totalidad, separa a la mujer en tanto aquello que debe ser valorado y aquello que debe ser sacrificado. Así antepone el valor de la vida “zoológica”, desnuda, “animalizada” de la mujer (zoé) que se manifiesta en el feto y que se considera insacrificable, frente al disvalor de la vida política (bíos) en la que se incluye su decisión que se vuelve despreciable y sacrificable. El Estado sólo espera que la mujer responda a la necesaria y zoológica procreación de ciudadanos y a esa función la apresa y la condena. En la procreación de ciudadanía reposa toda la consistencia del poder. De allí la decisión de proteger el embarazo a término y de fijar un punto arbitrario dentro de la complejidad del proceso biológico que, sin embargo, fue variando históricamente al ritmo de la tecnología. Aún en los países en los que el aborto está despenalizado el límite de gestación permitido fue variando.
En Francia, con la despenalización en 1974, el permiso llegaba a diez semanas pero una reforma posterior lo amplió a las doce que rigen actualmente. Las fronteras entre la vida y la muerte son, ahora, móviles. Así como la muerte no tiene límites precisos con la vida –por ejemplo la muerte biológica o la cerebral- el nacimiento es indeterminado respecto de la muerte. El ejemplo más controvertido es el de la anencefalia que produce fetos sin cráneo ni encéfalo, diagnosticada por imágenes ecográficas semejantes a un “sapo” o “lechuza” y que no tiene cura ni tratamiento. La medicina denomina mujer “ataúd” a quienes padecen estos embarazos inviables de los que sólo la mitad concluyen y de los nacidos se debe esperar a lo sumo una agonía de algunas horas. El feto anencefálico es equiparable al muerto encefálico del que se pueden extraer órganos para trasplantes.
Así como las definiciones políticas acerca del origen de la vida variaron y varían a lo largo de la historia, también cambiaron los que toman las decisiones, los “decisores”. Hoy la ciencia actúa políticamente para dar significado o forma a la vida de los hombres. El poder soberano entra en una simbiosis íntima e intercambia papeles con el médico o con el científico tal como lo hacía antes con el sacerdote o incluso con el jurista. Y son ellos, el médico y el científico, quienes se mueven en una tierra de nadie que antes era sólo del soberano. Por eso las declaraciones modernas de derechos se presentan como aparentes intromisiones de los principios biológico-científicos en el orden político. El reclamo por los derechos se ve obligado a entrar en una discusión de orden biológica o científica así como antes se veía obligado a hacerlo en términos religiosos. Durante el nazismo, momento en que el intercambio entre el soberano y el médico es extremo, los médicos afirmaban que “la política es dar forma a la vida de los hombres y por ende a la vida de la nación”.
Las primeras legislaciones orgánicas para punir el aborto son del siglo XIX y están orientadas a tutelar futuros ciudadanos. A la vez comienzan, en esta época, los estudios demográficos que dieron lugar a la preocupación estatal por el futuro ciudadano y la interpretación política de la maternidad como rasgo esencial de la mujer. Los períodos y lugares en los que se produce el decrecimiento de la natalidad endurecen las penas y estimulan las familias numerosas. Esto sucede en casi toda Europa con la Primera Guerra Mundial.
La «estatización» del embrión y del feto, posibilitada por el desarrollo científico-tecnológico, es el modo más perverso de quitarle a la mujer la posibilidad de tener una vida autónoma y auténticamente política. El feto no es más que la manifestación de la vida zoológica o desnuda de la madre. Considerar persona a un embrión de un embarazo no deseado es tomar la decisión política de animalizar a la mujer que quedará ahora encadenada al Estado a través de esta abstracción zoológica sobre su cuerpo. Y resulta hipócrita o paradójica esta punición mientras los Estados no se declaran con el mismo énfasis, por ejemplo, contra las guerras, el hambre o las enfermedades evitables. El aborto atenta políticamente contra uno de los elementos que otorga mayor legitimidad al Estado. Por eso la lucha por su despenalización puede transformarse en una práctica capaz de ampliar la autonomía política de hombres y mujeres.
Gabriela D’Odorico
* Este trabajo sintetiza la exposición de la autora en la Mesa redonda “Aborto, falacias y penalización. Perspectivas para un debate racional sobre el derecho a la interrupción del embarazo” organizada por el Proyecto Nautilus en el Centro Cultural “Ricardo Rojas” el 22 de septiembre de 2006.
nota:
(1) Los niños nacidos de las primeras cesáreas, ejecutadas sólo para salvar a la madre, eran considerados no-nacidos y por ende destruidos por no haber sido alumbrados por su vía natural
fuente: Revista Esperando a Godot nº12 www.revistagodot.com.ar/num12/12_dodorico.html
texto en PDF
Extrema derecha
-¿Papá qué es la extrema derecha?
– Pues mira hija, la extrema derecha es la banca, la policia y tambien el ejercito, los politicos, el tendero que quiere ser como ellos, el vecino que no quiere despertar y prefiere odiar al que protesta y obedecer al que le pisa…
De extrema derecha puede ser cualquiera. Los cristianos, los musulmanes, los ateos…
La extrema derecha es muy dificil de admitir, porque vive aqui, dentro de la cabeza de la gente y del cerebro de Dios y del demonio y además puede estar en cualquier cosa que hagas, porque casi todo lo que hacemos en la vida está pensado por unos señores que tienen una enfermedad muy mala que se llama «Obligar a los demás a que vivan para conseguir dinero», para qué? para tener las cosas que ellos venden y que nosotros hacemos con nuestro trabajo.
El coche, el piso… eso es lo que nos hace la extrema derecha y además nos hace vivir en unos horarios, tener miedo, desconfiar de los demás, comer lo que ellos quieran, vestirnos todos con la misma ropa, comer lo mismo, comprarlo todo en esas tiendas tan grandes donde papá te lleva en el carrito y muchas cosas mas. La extrema derecha hija buff!
Evaristo Pérez