Un análisis sobre el papel de los centros de encierro modernos.
«La norma está representada por la eficacia o la productividad, quien no responde a estos requisitos tiene que encontrar su ubicación en un espacio en el que no entorpezca el ritmo social.» Franco Basaglia
Presentación
Las personas con grave discapacidad intelectual institucionalizadas en residencias conforman uno de los colectivos más olvidados de nuestra sociedad. En este artículo se pretende dar a conocer la situación de exclusión que padece este colectivo, así como los efectos negativos de la institucionalización. También se describe el funcionamiento y realidad interior de las residencias donde se materializa este género de marginación, haciendo hincapié en los aspectos técnicos que le dan cobertura.
A pesar de los esfuerzos por disfrazarla, la institucionalización de personas con graves discapacidades intelectuales sigue siendo uno de los escenarios donde más se vulneran los derechos humanos y una de las formas más graves de exclusión. Las instituciones dedicadas al confinamiento de este colectivo -oculto y marginado entre los marginados- pretenden adquirir un carácter terapéutico, huyen del término institución, incluyen en su propaganda conceptos como calidad de vida, atención especializada, rehabilitación, etc. Sin embargo, se utilizan exclusivamente como «depósitos» donde los internos son abandonados a una denigrante situación vegetativa, sin estimulación ni libertad alguna, y donde son víctimas de todo tipo de abusos.
Este es el caso, por ejemplo, de las macrorresidencias para «profundos» con capacidad para cien y más personas que, alejadas de los núcleos urbanos, controlan la totalidad de la vida de sus internos bajo el eufemismo atención integral (dispensan todos los servicios necesarios y «no hace falta salir para nada»). Gobernadas según criterios empresariales, en estas residencias se procura organizar la vida diaria de tantas personas con el mínimo gasto de recursos. De hecho, la única atención que reciben allí los residentes se limita a una misma y estricta custodia para todos. Asimismo los ambientes restrictivos y deshumanizados que reinan en su interior, lejos de ser terapéuticos, contribuyen a incapacitar totalmente a los individuos, aumentando sus minusvalías y cronificando su situación de dependencia.
De individuo a problema técnico
El internamiento en residencias de este tipo nunca es un acto libre y voluntario. En la mayoría de las ocasiones llega producto del deseo de los familiares, muchas veces tras conseguir éstos la incapacitación legal del afectado por sentencia judicial. Este mecanismo legal se basa en que un juez nombra un tutor (representante) «porque el individuo es incapaz de manifestar su voluntad puesto que su discapacidad se lo impide», limitando así la capacidad de obrar y de decidir sobre todos los aspectos de su vida.
En todos los casos el encierro supone reforzar los efectos negativos que se producen sobre la persona que padece una minusvalía. Estas instituciones anquilosadas y marginadoras no responden en absoluto a las necesidades de sus internos. Su ideología asistencial está cimentada sobre una manera superficial y obsoleta de concebir la realidad del colectivo, herencia de los prejuicios del pasado. Las personas con grave discapacidad intelectual son incapaces de aprender nada y muchísimo menos llevar una vida mínimamente independiente, tan sólo se les pueden cubrir las necesidades básicas (higiene, salud y alimentación).
Una vez dentro, el radical desarraigo que se produce con el mundo exterior y la vida diaria institucional originan un progresivo proceso de despersonalización. Al ingresar en grandes soluciones residenciales, donde es característica la masificación deshumanizante, los internos pasan a considerarse meros objetos pasivos de intervención técnica. Marcados, agrupados, clasificados y uniformados según su patología, van perdiendo paulatinamente su propia identidad. La persona que estaba ahí con sus dificultades y sus capacidades es despojada de toda su humanidad y convertida poco a poco en un cúmulo de registros e informes (control de crisis epilépticas, evaluaciones psicológicas, historias clínicas, informes médico-psiquiátricos, registros de medicación, de dietas, de actividades,…)
Efectos yatrogénicos
El entorno hostil y restrictivo en el que viven las personas institucionalizadas tiene realmente unos efectos catastróficos. Las relaciones humanas en el seno de estos centros son fuertemente jerárquicas. Evidentemente, los internos se encuentran degradados en el último peldaño de la estructura, obligados a adaptarse al disciplinado «existir» diario y sometidos al rígido reglamento de la institución, la cual no discrimina necesidades ni demandas particulares de los que allí residen. Todos reciben la misma oferta institucional basada en un «asistencialismo de contención».
Moldeados mediante la celosa privación de estímulos en un día a día absolutamente rutinario y vacío de contenido, los residentes son conducidos a la pasividad incondicional. No tienen derecho a manifestar preferencias ni derecho a decidir nada en ningún aspecto de sus propias vidas, teniendo que ir de una sala a otra en rebaño y resignándose a dormir, despertar, comer, hacer sus necesidades, etc. a la hora que toca y no a otra. Simplemente han de «portarse bien». Lo que quiere decir que su conducta ha de limitarse a la docilidad y a la obediencia. El interno «bueno» es el interno pasivo, el que no reniega ni perturba. Así, pasan la mayor parte del día sin hacer nada, vigilados de cerca por un escaso número de cuidadores no cualificados y en condiciones más que precarias.
La existencia en las entrañas de estas instituciones puede llegar a ser absolutamente tediosa y denigrante, inimaginable para quien no ha estado en una de ellas alguna vez. Los internos tan sólo reciben una cama para dormir, comida y se les pone delante de la televisión, que representa la única «ventana hacia el mundo». Nadie ha de preocuparse de nada porque todo lo deciden otros . La mayoría no desempeñan ningún tipo de actividad lúdica u ocupacional. Además la carencia de calor y de estimulación da lugar a una destrucción de las voluntades. Nadie tiene deseos ni esperanzas allí dentro. Todos los días son iguales.
La misma secuencia invariable de gestos y actos se repite diariamente hasta el infinito. Eventualmente este ambiente llega a proporcionar una falsa sensación de seguridad a los internos, que acaban temiendo cualquier cambio o novedad. Las pocas actividades y salidas que se realizan en la institución vienen rigurosamente programadas desde arriba y van dirigidas siempre al mismo grupito de internos (los que han aprendido a no crear problemas y a pasar desapercibidos). Pero la mayoría no tienen otra opción que replegarse en su autismo, indiferentes a todo lo que les rodea, abstraídos psíquicamente en cualquier rincón, sumergidos en una profunda apatía o golpeándose estereotipadamente contra la pared. De esta manera, día tras día, año tras año, la competencia y las aptitudes de los individuos se van deteriorando, se crean nuevas discapacidades adicionales y se fortalecen las dependencias. El resultado final es un grupo de personas totalmente ineptas para encarar los aspectos más básicos de su vida diaria.
Para facilitar este régimen carcelario en un contexto donde es característica la insuficiencia extrema de personal, existen todo tipo de medidas de control del comportamiento. Desde los cócteles de psicofármacos hasta las contenciones mecánicas como las muñequeras o el chaleco-cinturón son utilizados para acabar de restringir la capacidad funcional de aquellos posibles «alborotadores» del orden institucional.
Cobertura técnica
A pesar de la fachada terapéutica que le proporciona la presencia de médicos, psicólogos, asistentes sociales, rehabilitadores, etc., la residencia no es precisamente un espacio de salud ni de rehabilitación ni de integración social. El personal técnico se encarga básicamente de dar una apariencia ética a la institución. Cosa que no ha de ser nada fácil ya que, mientras por un lado se proclaman objetivos formales a favor de la inclusión social de sus internos, por el otro se ha de justificar la existencia de vallas, puertas cerradas, ventanas con rejas, aparatos de contención física, etc. Como dice Goffman respecto a las instituciones totales, «esta contradicción entre lo que la institución hace realmente y lo que sus funcionarios deben decir que hace, constituye el contexto básico donde se desarrolla la actividad diaria del personal» (Goffman: 2004, p. 83).
Las restricciones físicas, por ejemplo, se justifican argumentando razones terapéuticas o de seguridad (evitar caídas, eliminar conductas desadaptadas, mantener vías invasivas, vencer las resistencias a un tratamiento o alimentación, mantener la alineación corporal del interno,…) Sin embargo la mayoría de las veces se utilizan como simple castigo o como medida desesperada de un cuidador ante la terrible sobrecarga de trabajo. Cualquier indisciplina o desobediencia por parte de algún interno se interpreta como un síntoma de empeoramiento de su enfermedad y se corrige rápidamente con muñequeras y cinchas.
Posteriormente el incidente se traduce a un lenguaje técnico y queda registrado como una crisis de agitación psicomotriz. Sucede que ante la inexistencia de alternativas menos intransigentes, muchas de estas prácticas se acaban «institucionalizando», y a pesar de que atentan directamente contra los principios fundamentales del cuidado y chocan frontalmente con los fabulosos objetivos de la institución en relación con la autonomía, independencia y calidad de vida de los internos, la utilización abusiva de restricciones físicas termina formando parte de lo cotidiano y de lo habitual. De este modo podemos encontrarnos con residentes que pasan los días y los años atados «preventivamente» a la cama de manos y pies simplemente por el hecho de contar con antecedentes conflictivos.
Otros, los que presentan conductas «molestas» para sus cuidadores, pasan el tiempo inmovilizados por un acercamiento extremo entre la silla y la mesa, apretados como auténticos bocadillos humanos, o directamente sujetados a la silla con sábanas anudadas y correas. Es evidente que en estos casos el uso de dispositivos limitantes responde más a razones de gestión y organización que a criterios terapéuticos o de seguridad.
Lo mismo sucede con los psicofármacos. Las personas con discapacidad psíquica institucionalizadas constituyen una de las poblaciones más medicadas con neurolépticos. Aunque se argumenta para ello la alta frecuencia y gravedad de los trastornos de conducta presentes en esta población, no parece ser este el principal criterio para la utilización de estas drogas tan nocivas para la salud. Las prácticas de prescripción están fuertemente influidas por factores no médicos, como la falta de personal o la inexistencia de programas, actividades y estrategias más adecuadas. Además, pese a que los psicofármacos los prescribe un psiquiatra (que apenas pisa la institución), la persona que cuenta las gotitas de haloperidol que caen en el desayuno del interno es la misma persona que después ha de estar ocho horas custodiándolo (y… si hoy te has levantado un poco «motorizado» hoy te tomas cinco o seis gotitas extras).
Esencia y presencia
Muchas de estas instituciones desarrollan un obsesivo afán por el cuidado de su imagen. Se presentan a la sociedad como hogares donde las personas con discapacidad encuentran una atención especializada, y donde llegan a estar «mejor que en casa». Repetidamente los órganos directivos muestran en público su interés por la gestión de la calidad, pregonan principios de solidaridad, divulgan la mejora constante de sus servicios, anuncian su compromiso con las personas discapacitadas, se llenan la boca de objetivos y misiones, incluso inician procesos de certificación para acreditar la bondad de su manera de proceder.
En realidad esta gestión de la calidad nunca llega a salir de los despachos porque su verdadera finalidad es totalmente ajena al compromiso con sus usuarios. La implantación de un plan de calidad no deja de ser un lavado de cara de la organización que sirve para ganar posiciones en el mercado y estar en mejor situación para la consecución de subvenciones públicas. Subvenciones millonarias que sirven para engrosar las arcas particulares de gestores y fundaciones privadas, y que se justifican con la remodelación permanente de mobiliario y arquitectura del centro, pero que nunca suponen una mejora real para el usuario.
Se eliminan barreras arquitectónicas de los aseos para recibir una subvención, pero acto seguido se ha de derribar todo porque la próxima subvención exige lavabos individuales que preserven la intimidad de los residentes, se construyen de nuevo los lavabos y se vuelven a derrocar, se construye, se derriba… Esto explicaría la presencia continua de obras en estas instituciones.
Tras este discurso de sus gobernantes se oculta una clara preocupación por parchear los objetivos reales de la institución, procurando aparentar una realidad que, en el mejor de los casos, tan sólo existe sobre el papel. Todos los esfuerzos dirigidos a mejorar la imagen de la residencia son pocos. No obstante, de puertas para dentro la esencia sigue siendo la misma de siempre. De hecho, esa es precisamente la esencia de estas instituciones: que nada cambie, que siga todo igual.
Cualquier cambio es sinónimo de ansiedades, confusión y desconcierto, y no sólo para los internos. El personal, con el tiempo, también acaba padeciendo una institucionalización paralela donde la inercia es el motor de toda su actividad. Difícilmente cualquier innovación, por pequeña que sea, será tolerada por el rígido orden establecido. El tiránico equilibrio institucional entretejido durante años no es capaz de asimilar reformas que podrían llevar al caos. Todo está perfectamente dispuesto, jerárquicamente ordenado. Y eso hace que los profesionales se sientan terriblemente frustrados e insatisfechos, que no puedan desarrollar adecuadamente su profesión. Porque el buen hacer profesional es incompatible con la eficiencia institucional. Y tarde o temprano todos, internos y personal, tienen que adaptarse a las precisas «normas de la casa».
Lo cierto es que la última sensación que tienen los residentes es la de sentirse en su casa. Cada vez más medicados y menos autónomos, son sencillamente reducidos a un lamentable estado vegetativo, animados a dormir todo el día. Y así languidecen a través de los años hasta su extinción, víctimas día a día de la infantilización, los castigos corporales, las amenazas, las humillaciones y el trato vejatorio que reciben de sus cuidadores, los cuales, a su vez, son víctimas de un trato vejatorio por parte de su convenio laboral (célebre es la precariedad laboral que caracteriza al sector de las residencias privadas). Toda una violencia vertical que impregna la actividad diaria en el interior de la institución y que cristaliza en forma de clima humano irrespirable.
Es innegable que estas instituciones no tienen otra función que la de «almacenar» internos hasta el día de su muerte de la manera más económica posible. A pesar de su atención médica y «especializada», la residencia no cura ni rehabilita ni beneficia en nada. Más bien es un lugar oscuro de marginación y yatrogenia devastadora, del que ninguno de sus internos saldrá alguna vez para volver a su hogar.
Sílvia Broto Vizcaíno / silvia.broto@hotmail.com
Bibliografía
– Focault, Michel (1975): Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Siglo XXI Editores, S.A. 13ª reimp. (2005). p.338
– Goffman, Erving (1961): Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales. Amorrortu editores. 8ª reimp. (2004). p. 383.
– Basaglia, F., Carrino, L., Castel, R., Espinosa, J., Pirella, A., y Casagrande, D. Psiquiatría, antipsiquiatría y orden manicomial . Barral Editores, Barcelona, 1975. Recopilación de textos a cargo de Ramón García.
– Editar una vida, documental de Raúl de la Morena, 2005.
– L’atenció a la gent gran dependent a Catalunya: Informe extraordinari del síndic de greuges de Catalunya