Con un libro tan palpitante, apasionado, que por momentos se parece a un monólogo interior joyceano -aunque las frases todas tienen los signos de puntuación de rigor, constituye un torrente sin capítulos o en todo caso con capítulos innominados, casi sin referencias al pie-, con un libro con esta configuración cuesta buscar un inicio, descubrir «las partes».
Por Luis E. Sabini Fernández
revista Futuros
julio de 1997
Parece escrito al borde de la desesperación y por cierto que no es una impresión engañosa. Y sin embargo, se libra con un discurso ceñido, concebido por una mente lúcida cuya exaltación no ha empañado el hilo conductor. El horror económico, de Viviane Forrester, plantea una serie de tesis con la indignación y el cansancio moral de quien se siente obligado a repetir por enésima vez las verdades de a puño que tantos parecen empeñados en ignorar: «Todo se organiza, prevé, prohíbe y realiza en función de la ganancia, que por lo tanto parece insoslayable, unida al meollo mismo de la vida hasta el punto que no se pretenda no es sino un fraude» (p. 91); que existe un gobierno mundial (p. 100) que le deja a los estados nacionales la administración de los símbolos ideológicos pero se reserva para sí, no ya la declaración de su existencia sino las decisiones políticas al margen de las instancias oficialmente políticas.
Medio libro se puede entender como una aproximación al excluido. Esa función, mejor dicho, esa falta de función social que últimamente ha adquirido tanta presencia (y aquí el lenguaje nos juega otra mala pasada). Viviane Forrester es brillante para explicar que el excluido dista de ser un accidente del sistema económico dominante, del «nuevo orden» de las privatizaciones universalizadas. El excluído es, básicamente, nuestro desocupado. Sólo que en el presente momento tecnológico, histórico, demográfico, se trata de un desocupado crónico, un trabajador obsoleto que vuelve cada vez menos al mercado. Ya Marx explicó la importancia del «ejército de desocupados» para el rendimiento del capital. Sólo que, como bien señala Forrester, un nuevo factor ha ingresado en los cálculos del capital: somos muchos, en el planeta; sobramos. Y decir esto es sobrecogedor si reparamos en esa «pequeña minoría que detenta los poderes y para la cual la existencia de las vidas humanas que evolucionan por fuera de un círculo íntimo sólo tienen un interés utilitario». (p. 148). Forrester, sin embargo, desarrolla otra tesis, más discutible: la de la desaparición del trabajo. «El mercado laboral está menguado y en vías de desaparecer». (p. 65); «se pretende que lo social y económico están regidos por las transacciones realizadas a partir del trabajo cuando éste ha dejado de existir». (p. 13).
Forrester establece una relación biunívoca entre la tesis de que sobramos y la de que el trabajo desaparece, pero la gravedad de las implicancias de la primera no necesita de la segunda para estremecernos. Las observaciones de Forrester sobre el comportamiento de las elites es ilustrativo: «la pobreza (…) conduce a los pobres a mutilarse en beneficio de los poseedores con tal de sobrevivir un poco más (se refiere a la venta ‘voluntaria’ de órganos en India). Se lo acepta (…). Nadie hace nada salvo cerrar el diario o apagar el televisor». (p. 155).
Creemos que el neoliberalismo incluye al trabajo ajeno en su diseño; allí anida uno de sus rasgos pavorosos, porque se trata del trabajo concebido como hace dos siglos, cuando la esclavitud, la servidumbre, no sólo existía como en la actualidad, sino que lo hacía a cara descubierta, con buena conciencia. Es ese retroceso en el túnel del tiempo lo aterrador. Forrester parece pagar un cierto precio a la ubicación personal, en un país -Francia- del primerísimo mundo.
Esta es, en resumen, su tesis principal: «La ferocidad social siempre existió, pero con límites imperiosos porque el trabajo realizado por la vida humana era indispensable para los poderosos. (…) La supervivencia de la humanidad nunca estuvo tan amenazada (…) hasta ahora el conjunto de la humanidad tenía una garantía: era esencial al funcionamiento del planeta» (p. 148).
En rigor, «el conjunto de la humanidad jamás tuvo una garantía». Etnias arrasadas lo podrían atestiguar innumerables veces. Poblaciones obreras diezmadas también. Este momento de neoimperialización mediática mundializada no es el primer momento en que la vida valga tan poco. Pero la advertencia de Forrester dista de ser infundada porque es indudablemente cierto que nunca ha habido tanta abundancia de vida humana y tanto «exceso» de acuerdo con el diseño dominante.
Forrester nos escribe un formidable capítulo final sobre la génesis de las atrocidades sociales, que merece una reflexión sobre todo por parte de quienes hemos vivido en sociedad bajo momentos atroces. Los albores, los primeros indicios, carecen ciertamente de la crudeza de lo atroz explícito que con el tiempo se desarrolla. Pero los comienzos encierran los síntomas de lo que se viene y sólo cerrando los ojos, el corazón puede no verlos. Nos recuerda que «los crímenes contra la humanidad siempre son crímenes de la humanidad. Perpetrados por ella». (p. 154). Las grandes atrocidades, de las cuales después la sociedad reniega, son precedidas por «pequeñas atrocidades cotidianas», con las que ya convivimos: ella nos habla del turismo sexual infantil, nosotros podríamos hablar del «gatillo fácil», sin establecer falsa oposición.
Tampoco tiene desperdicio su descripción de lo que Pierre Salama ha llamado la financiarización de la economía; «En la actualidad los mercados de productos derivados son más importantes que los tradicionales. (…) esta nueva forma de economía no produce: apuesta». (p. 94). La frase reduce una vez más el problema a su expresión más aguda: en realidad, la producción existe, sigue existiendo; no obstante, el pensamiento de la autora no falsea la urdimbre de la realidad: la economía se rige cada vez menos por la producción actual y cada vez más por su proyección de futuro; economía de apuesta, estamos, así, cada vez más, dentro de un loto planetario.
Un libro sensible y sensibilizador. Muy poco académico.
Es bueno que a veces se escriba sobre economía no sólo con la obvia tinta sino con sangre en las venas. Y que esas venas no sean solo propias, sino ajenas. Y que la sangre esté incluso en el ojo.
El Horror Económico (L’horreur Economique), de 1996.
fuente: www.redtercermundo.org.uy/revista_del_sur/texto_completo.php?id=1189
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