Cuando choquen los planetas y el mundo se termine, sólo quedará una manera de escapar: la bicicleta.
Por Luis Gruss
Aniquilando un planeta por vez…
Cuando choquen los planetas y el mundo se termine, sólo quedará una manera de escapar: la bicicleta.
Por Luis Gruss
Traducción parcial de un texto de Baudrillard, «Simulacro y Simulaciones», que desarrolla conceptos en torno al proceso en que la realidad imita al modelo que se ha hecho de ella: en torno a que si primero es el mapa el que pretende conceptualizar lo real, ahora es lo real lo que imita los modelos de simulación que se hace de ella. Poder, lógica del trabajo, y la destrucción de la realidad a través de su cortocircuito constante por parte de los mecanismos de la simulación.
“El simulacro nunca es aquello que oculta la verdad – es la verdad lo que oculta que no hay verdad alguna. El simulacro es cierto”. Ecclesiastes
Podemos tomar como la alegoría más adecuada de la simulación el cuento de Borges donde los cartógrafos del Imperio dibujan un mapa que acaba cubriendo exactamente el territorio: pero donde, con el declinar del Imperio, este mapa se vuelve raído y acaba arruinándose, unas pocas tiras aún discernibles en los desiertos – la belleza metafísica de esta abstracción arruinada, dando testimonio del orgullo imperial y pudriéndose como un cadáver, volviendo a la sustancia de la tierra, tal y como un doble que envejece acaba siendo confundido con la cosa real). La fábula habría llegado entonces como un círculo completo a nosotros, y ahora no tiene nada excepto el encanto discreto de un simulacro de segundo orden.
La abstracción hoy no es ya la del mapa, el doble, el espejo o el concepto. La simulación no es ya la de un territorio, una existencia referencial o una sustancia. Se trata de la generación de modelos de algo real que no tiene origen ni realidad: un «hiperreal». El territorio ya no precede al mapa, ni lo sobrevive. De aquí en adelante, es el mapa el que precede al territorio, es el mapa el que engendra el territorio; y si reviviéramos la fábula hoy, serían las tiras de territorio las que lentamente se pudren a lo largo del mapa. Es lo real y no el mapa, cuyos escasos vestigios subsisten aquí y allí: en los desiertos que no son ya más del Imperio, sino nuestros. El desierto de lo real en sí mismo.
De hecho, incluso invertida, la fábula es inútil. Quizá sólo queda la alegoría del Imperio. Puesto que es con el mismo imperialismo con el que los simuladores de hoy en día intentan que todo lo real coincida con los modelos de simulación. Pero ya no es cuestión que se decida entre mapas y territorio. Algo ha desaparecido: la diferencia soberana entre ellos que era el encanto de la abstracción. Ya que es la diferencia lo que forma la poesía del mapa y el encanto del territorio, la magia del concepto y el encanto de lo real. […] Lo real se produce a partir de unidades miniaturizadas, de matrices, bancos de memoria y modelos de comandos? y con estos puede reproducirse un número indefinido de veces. Ya no tiene que ser racional, puesto que ya no se mide respecto a algún ideal o instancia negativa. No es más que práctico, operacional.
[…] Del mismo orden que la imposibilidad de redescubrir un nivel absoluto de lo real, es la imposibilidad de representar una ilusión. La ilusión ya no es posible, dado que lo real tampoco es ya posible. Es el problema político completo de la parodia, de la hipersimulación o de la simulación ofensiva, el que se plantea aquí.
Por ejemplo: sería interesante ver si el aparato represivo no reaccionaría más violentamente ante una toma de rehenes simulada que ante una real. Al fin y al cabo, la real sólo cambia el orden de las cosas, el derecho a la propiedad, mientras que la simulada interfiere con el mismo principio de realidad. La transgresión y la violencia son menos dañinos, puesto que sólo desafían la distribución de lo real. La simulación es infinitamente más dañina, puesto que siempre está sugiriendo que la ley y el orden en sí mismos podían realmente no ser más que una simulación.
Pero la dificultad es proporcional al riesgo. ¿Cómo fingir una ruptura y ponerla a prueba? Simula un robo en unos grandes almacenes: ¿cómo convences a los guardias de seguridad de que era un robo simulado? No hay diferencia «objetiva»: los mismos gestos y los mismos signos existen que en un robo real; de hecho, los signos no inclinan hacia ninguno de los dos lados. En lo que al orden establecido concierne, siempre pertenecerán al orden de lo real.
Organiza una toma falsa de rehenes. Asegúrate de que tus armas no pueden causar daño alguno, y toma a rehenes de tu mayor confianza de modo que ninguna vida esté en peligro (de otro modo te arriesgas a cometer un delito). Pide una recompensa, y arréglalo de modo que la operación pueda llegar a crear la mayor conmoción posible – en resumen, permanece cerca de la «verdad», para probar la reacción del aparato a una simulación perfecta. Pero aun así no tendrás éxito: la red de signos artificiales serán irremediablemente mezclados con elementos de lo real (un oficial de policía realmente disparará al tenerte a tiro; un cliente del banco se desmayará y morirá de un ataque al corazón; realmente te pondrán recompensa) – en resumen, te encontrarás sin remedio inmediatamente en lo real, una de cuyas funciones es precisamente devorar cualquier intento de simulación, para reducirlo todo a un poco de realidad – lo cual es exactamente todo lo que es el orden establecido, mucho antes de que las instituciones y la justicia tomen parte y jueguen su papel.
En esta imposibilidad de aislar el proceso de la simulación debe verse todo el empuje de un orden que sólo puede ver y entender en términos de «un poco de realidad», dado que no puede funcionar en ningún otro lugar. La simulación de un delito, será castigada con mayor ligereza (porque no tiene «consecuencias»), o será castigado como ofensa a lo público (por ejemplo, se hizo una operación policial «por nada»). Nunca como una simulación, puesto que precisamente como tal no hay equiparación con lo real, y por tanto tampoco represión. El reto de la simulación es irrecibible por el poder. ¿Cómo puedes castigar la simulación de virtud? Y aun así es tan seria como la simulación de un crimen. La parodia hace la obediencia y la transgresión equivalentes, y eso es el crimen más serio, dado que cancela la diferencia respecto a la que la ley está basada. El orden establecido no puede hacer nada contra ello, puesto que la ley es un simulacro de segundo orden mientras que la simulación es de tercero, más allá de lo verdadero y lo falso, más allá de las equivalencias, más allá de las distinciones racionales sobre las que funcionan el poder y lo social. Así pues, fallando en lo real, es aquí donde debemos apuntar al orden.
Por esto es por lo que el orden siempre opta por lo real. En un estado de no-certeza, siempre prefiere asumir esto. Pero esto se hace cada vez más y más difícil, puesto que es pragmáticamente imposible aislar el proceso de simulación. A través de la fuerza de la inercia de lo real que nos rodea, el inverso también es cierto (y esta misma reversibilidad forma parte del aparato de simulación y de la impotencia del poder): es decir, ahora es imposible aislar el proceso de lo real, o probar lo real.
Así, todas las tomas de rehenes y parecidos son ahora como si fueran tomas de rehenes simuladas, en el sentido de que están inscritas de antemano en los rituales de orquestación y decodificación de los medios, anticipados en su forma de presentación y consecuencias posibles. En resumen, su función es la de un grupo de símbolos dedicados exclusivamente a su recurrencia como signos, y ya no más hacia su «verdadero» objetivo en absoluto. Pero esto no los hace inofensivos. Al contrario, equivale a eventos hiperreales, deprivados de todo contenido u objetivos particulares, pero refractados indefinidamente el uno por el otro, de modo que son inverificables por un orden que sólo puede moverse en lo real y lo racional, en los fines y medios. Un orden referencial que sólo puede dominar a los propios referenciales, una forma de poder específico que sólo puede dominar un mundo específico, pero que no puede hacer nada ante la recurrencia sin fin de la simulación, sobre esa nébula sin peso que ya no obedece la ley de la gravitación de lo real – el poder en sí mismo desgajándose en este espacio y convirtiéndose en una simulación de poder, desconectado de sus objetivos, y dedicado a la simulación en masa.
La única arma del poder, su única estrategia contra esta derrota, es reinyectar realidad y referencialidad en todos lados, para intentar convencernos de la realidad de lo social, de la gravedad de la economía y las finalidades de la producción. Para ese propósito prefiere el discurso de la crisis, pero también – ¿por qué no? – el discurso del deseo. «¡Toma tus deseos como realidad!» podría entenderse como el slogan definitivo del poder, puesto que en un mundo no-referencial incluso la confusión del principio de realidad con el principio de deseo es menos dañino que la hiperrealidad contagiosa. Uno permanece entre principios, ahí el poder siempre tiene razón.
La hiperrealidad y la simulación disuaden todo principio y todo objetivo; vuelven contra el poder esta disuasión que ha sido tan bien utilizada por largo tiempo. Pues fue el capital el primero en alimentarse a través de su historia de la destrucción de toda referencia, todo objetivo humano, lo que quebró toda distinción ideal entre verdadero y falso, bueno y malo, para establecer una ley radical de equivalencia e intercambio, la ley de hierro de su poder. Fue el primero en practicar disuasión, abstracción, desconexión, desterritorialización, etc; y si fue el capital el que fomentó el concepto de la realidad, fue también el primero en liquidarlo en el exterminio de cada valor de uso, cada equivalencia real de producción y riqueza, en la omnipotencia de la manipulación. Ahora es esta misma lógica la que hoy se endurece aun más contra él. Y cuando intenta luchar contra esta catastrófica espiral secretando un último brillo de realidad, en el que pueda encontrarse un último brillo de poder, sólo multiplica los signos y acelera el juego de la simulación.
Al estar históricamente amenazado por lo real, el poder arriesgó la disuasión y la simulación, desintegrando toda contradicción a través de la producción de signos equivalentes. Cuando es amenazado hoy por la propia simulación (la amenaza de desaparecer en el juego de signos), el poder arriesga lo real, arriesga crisis, juega con la remanufacturación de las bases artificiales, sociales, económicas, políticas. Esta es una cuestión de vida o muerte para él, pero es tarde.
De ahí la histeria característica de nuestro tiempo: la histeria de la producción y reproducción de lo real. La otra producción, aquella de bienes y comodidades, aquella belle epoque de la economía política, ya no tiene sentido por sí misma, y no lo ha tenido ya por un tiempo. Lo que la sociedad busca a través de la producción y sobreproducción, es la restauración de lo real que se le escapa. Por esto es por lo que la producción «material» contemporánea es en sí misma hiperreal. Conserva todas sus características y todo su discurso de la producción tradicional, pero no es más que su refracción a una escala más baja (así que los hiperrealistas atan a una impresionante semejanza una realidad donde ha escapado todo encanto, todo significado, toda la profundidad y la energía de la representación). Así, el hiperrealismo de la simulación se expresa en todas partes por la impresionante semejanza de lo real a sí mismo.
El poder también por algún tiempo ya no produce más que signos de su propia semejanza. Y al mismo tiempo, otra figura de poder entra en juego: la demanda colectiva por signos de poder – una unión sagrada que se forma alrededor de la desaparición del poder. Todo el mundo pertenece a él más o menos con miedo ante el colapso de lo político. Y al final, el juego del poder no resulta ser más que la obsesión crítica con el poder – una obsesión con su muerte, con su supervivencia, cuanto mayor más desaparece; cuando ha desaparecido por completo, lógicamente estaremos bajo el completo hechizo del poder -, un recuerdo cautivador anunciado ya en todas partes manifestándose en un lugar particular, y al mismo tiempo la compulsión para librarse de él (nadie lo quiere ya, todos lo descargan sobre otros), y el aprensivo lamento sobre su pérdida. Melancolía para sociedades sin poder: esto ya alzó al fascismo, esa sobredosis de un referencial poderoso en una sociedad que no puede acabar su lamento.
Pero estamos aún en el mismo barco: ninguna de nuestras sociedades sabe cómo manejar su lamento por lo real, por el poder, por lo social, que se implica en esta ruptura. Y es a través de una revitalización artificial de todo esto por lo que intentamos escapar a ello. Inevitablemente esto acabará en el socialismo. A través de un giro de los eventos y una ironía que ya no pertenece a la historia, es a través de la muerte de lo social que el socialismo emergerá – tal y como es a través de la muerte de Dios que las religiones emergen-. Un retorcido camino, un evento perverso y reverso ininteligible a la lógica de la razón. Tal y como lo es el hecho de que el poder tan sólo está presente para ocultar que no hay ninguno. Una simulación que puede continuar indefinidamente, puesto que – no como el «verdadero» poder que es o fue una estructura, una estrategia, una relación de fuerza, un interés – ahora no es más que el objeto de una demanda social, y por tanto sujeta a la ley de la oferta y la demanda, en lugar de a la violencia y la muerte. Completamente destripada de su dimensión política, es dependiente como cualquier otro bien manufacturado, de la producción y el consumo de las masas. Su brillo ha desaparecido – sólo la ficción de un universo político se salva.
Del mismo modo con el trabajo, el brillo de su producción y su violencia no existen ya. Todo el mundo produce aún, y más y más, pero el trabajo sutilmente se ha convertido en otra cosa: una necesidad (como Marx idealmente lo vio, pero no en el mismo sentido), el objeto de la demanda social, como el ocio, al que es equivalente en el cómputo general de las opciones de vida. Una demanda igualmente proporcional exactamente a la pérdida de base del proceso del trabajo. El mismo cambio en la fortuna como en el poder: el objetivo del escenario en que se representa el trabajo es ocultar el hecho de que el trabajo-real, la producción-real, han desaparecido. Y por ello también lo ha hecho la huelga-real, que ya no es detener el trabajo, sino su polo alternativo en la ascensión ritual del calendario social. Es como si todos hubieran «ocupado» su lugar de trabajo, tras declarar la huelga, y hubieran seguido produciendo,… como es costumbre en trabajos conducidos por uno mismo, en exactamente los mismos términos que antes, declarándose a sí mismos (y estando virtualmente) en un estado de huelga permanente.
No es esto un sueño de ciencia ficción: en todas partes es una cuestión de duplicar el proceso del trabajo – y de un doble para el proceso de la huelga, que se incorpora como crisis en la producción-. Así que no hay ya más huelgas o trabajo sino ambos a la vez, quiere decir algo totalmente distinto: una brujería del trabajo, un escenodrama (para no decir melodrama) de la producción, una dramaturgia colectiva ante el vacío escenario de lo social.
No es ya más una cuestión de la ideología del trabajo – de la ética tradicional que oculta el proceso «real» de trabajo y el proceso «objetivo» de explotación – sino del escenario de trabajo. Del mismo modo, no es ya una cuestión de la ideología del poder, sino del escenario del poder. Las ideologías clásicamente corresponden a la traición de la realidad a través de los signos; la simulación corresponde al cortocircuito de la realidad y su reduplicación a través de signos. Siempre es el objetivo del análisis ideológico la restauración del proceso objetivo; siempre es un falso problema intentar restaurar la realidad detrás del simulacro.
Por esto es en última instancia por lo que el poder siempre está apoyado por los discursos y los discursos sobre ideología, pues todos estos discursos acerca de la verdad, incluso y especialmente si tienen un carácter revolucionario, para contrarrestar las caídas mortales de la simulación.
Jean Baudrillard
fuente www.decondicionamiento.org
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Lewis Mumford, y aún más Cornelius Castoriadis, nos enseñaron que la máquina más extraordinaria inventada por el genio humano no es otra que la organización social misma. Después de la metáfora del organismo, la metáfora de la máquina ha sido utilizada ad nauseam para referirse a la sociedad. Lo cierto es que, conforme a la visión cartesiana del animal máquina, las dos metáforas remiten a una misma visión mecanicista de la sociedad.
Por Serge Latouche
1998
La existencia de sectas inmovilistas más o menos virtuales que se reclaman de Lenin es hoy un asunto más relacionado con las neurosis que acechan a los individuos inmersos en las condiciones modernas del capitalismo que con la lucha por las ideas que sostienen los rebeldes contra los ideólogos de la clase dominante.
Por Miguel Amorós
3 de diciembre de 2006
La explosión del consumo en el mundo actual mete más ruido que todas las guerras y arma más alboroto que todos los carnavales. Como dice un viejo proverbio turco, quien bebe a cuenta, se emborracha el doble.
La parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera universal parece no tener límites en el tiempo ni en el espacio. Pero la cultura de consumo suena mucho, como el tambor, porque está vacía; y a la hora de la verdad, cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el borracho despierta, solo, acompañado por su sombra y por los platos rotos que debe pagar. La expansión de la demanda choca con las fronteras que le impone el mismo sistema que la genera.
El sistema necesita mercados cada vez más abiertos y más amplios, como los pulmones necesitan el aire, y a la vez necesita que anden por los suelos, como andan, los precios de las materias primas y de la fuerza humana de trabajo. El sistema habla en nombre de todos, a todos dirige sus imperiosas órdenes de consumo, entre todos difunde la fiebre compradora; pero ni modo: para casi todos esta aventura comienza y termina en la pantalla del televisor. La mayoría, que se endeuda para tener cosas, termina teniendo nada más que deudas para pagar deudas que generan nuevas deudas, y acaba consumiendo fantasías que a veces materializa delinquiendo.
El derecho al derroche, privilegio de pocos, dice ser la libertad de todos. Dime cuánto consumes y te diré cuánto vales. Esta civilización no deja dormir a las flores, ni a las gallinas, ni a la gente. En los invernaderos, las flores están sometidas a luz continua, para que crezcan más rápido. En la fábricas de huevos, las gallinas también tienen prohibida la noche. Y la gente está condenada al insomnio, por la ansiedad de comprar y la angustia de pagar. Este modo de vida no es muy bueno para la gente, pero es muy bueno para la industria farmacéutica. EEUU consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás drogas químicas que se venden legalmente en el mundo, y más de la mitad de las drogas prohibidas que se venden ilegalmente, lo que no es moco de pavo si se tiene en cuenta que EEUU apenas suma el cinco por ciento de la población mundial.
«Gente infeliz, la que vive comparándose», lamenta una mujer en el barrio del Buceo, en Montevideo. El dolor de ya no ser, que otrora cantara el tango, ha dejado paso a la vergüenza de no tener. Un hombre pobre es un pobre hombre. «Cuando no tenés nada, pensás que no valés nada», dice un muchacho en el barrio Villa Fiorito, de Buenos Aires. Y otro comprueba, en la ciudad dominicana de San Francisco de Macorís: «Mis hermanos trabajan para las marcas. Viven comprando etiquetas, y viven sudando la gota gorda para pagar las cuotas».
Invisible violencia del mercado: la diversidad es enemiga de la rentabilidad, y la uniformidad manda. La producción en serie, en escala gigantesca, impone en todas partes sus obligatorias pautas de consumo. Esta dictadura de la uniformización obligatoria es más devastadora que cualquier dictadura del partido único: impone, en el mundo entero, un modo de vida que reproduce a los seres humanos como fotocopias del consumidor ejemplar.
El consumidor ejemplar es el hombre quieto. Esta civilización, que confunde la cantidad con la calidad, confunde la gordura con la buena alimentación. Según la revista científica The Lancet, en la última década la «obesidad severa» ha crecido casi un 30 % entre la población joven de los países más desarrollados. Entre los niños norteamericanos, la obesidad aumentó en un 40% en los últimos dieciséis años, según la investigación reciente del Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Colorado. El país que inventó las comidas y bebidas light, los diet food y los alimentos fat free, tiene la mayor cantidad de gordos del mundo. El consumidor ejemplar sólo se baja del automóvil para trabajar y para mirar televisión. Sentado ante la pantalla chica, pasa cuatro horas diarias devorando comida de plástico.
Triunfa la basura disfrazada de comida: esta industria está conquistando los paladares del mundo y está haciendo trizas las tradiciones de la cocina local. Las costumbres del buen comer, que vienen de lejos, tienen, en algunos países, miles de años de refinamiento y diversidad, y son un patrimonio colectivo que de alguna manera está en los fogones de todos y no sólo en la mesa de los ricos. Esas tradiciones, esas señas de identidad cultural, esas fiestas de la vida, están siendo apabulladas, de manera fulminante, por la imposición del saber químico y único: la globalización de la hamburguesa, la dictadura de la fast food. La plastificación de la comida en escala mundial, obra de McDonald’s, Burger King y otras fábricas, viola exitosamente el derecho a la autodeterminación de la cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene el alma una de sus puertas.
El campeonato mundial de fútbol del 98 nos confirmó, entre otras cosas, que la tarjeta MasterCard tonifica los músculos, que la Coca-Cola brinda eterna juventud y que el menú de McDonald’s no puede faltar en la barriga de un buen atleta. El inmenso ejército de McDonald’s dispara hamburguesas a las bocas de los niños y de los adultos en el planeta entero. El doble arco de esa M sirvió de estandarte, durante la reciente conquista de los países del Este de Europa. Las colas ante el McDonald’s de Moscú, inaugurado en 1990 con bombos y platillos, simbolizaron la victoria de Occidente con tanta elocuencia como el desmoronamiento del Muro de Berlín.
Un signo de los tiempos: esta empresa, que encarna las virtudes del mundo libre, niega a sus empleados la libertad de afiliarse a ningún sindicato. McDonald’s viola, así, un derecho legalmente consagrado en los muchos países donde opera. En 1997, algunos trabajadores, miembros de eso que la empresa llama la Macfamilia, intentaron sindicalizarse en un restorán de Montreal en Canadá: el restorán cerró. Pero en el 98, otros empleados e McDonald’s, en una pequeña ciudad cercana a Vancouver, lograron esa conquista, digna de la Guía Guinness.
Las masas consumidoras reciben órdenes en un idioma universal: la publicidad ha logrado lo que el esperanto quiso y no pudo. Cualquiera entiende, en cualquier lugar, los mensajes que el televisor transmite. En el último cuarto de siglo, los gastos de publicidad se han duplicado en el mundo. Gracias a ellos, los niños pobres toman cada vez más Coca-Cola y cada vez menos leche, y el tiempo de ocio se va haciendo tiempo de consumo obligatorio. Tiempo libre, tiempo prisionero: las casas muy pobres no tienen cama, pero tienen televisor, y el televisor tiene la palabra. Comprado a plazos, ese animalito prueba la vocación democrática del progreso: a nadie escucha, pero habla para todos. Pobres y ricos conocen, así, las virtudes de los automóviles último modelo, y pobres y ricos se enteran de las ventajosas tasas de interés que tal o cual banco ofrece. Los expertos saben convertir a las mercancías en mágicos conjuntos contra la soledad. Las cosas tienen atributos humanos: acarician, acompañan, comprenden, ayudan, el perfume te besa y el auto es el amigo que nunca falla. La cultura del consumo ha hecho de la soledad el más lucrativo de los mercados.
Los agujeros del pecho se llenan atiborrándolos de cosas, o soñando con hacerlo. Y las cosas no solamente pueden abrazar: ellas también pueden ser símbolos de ascenso social, salvoconductos para atravesar las aduanas de la sociedad de clases, llaves que abren las puertas prohibidas. Cuanto más exclusivas, mejor: las cosas te eligen y te salvan del anonimato multitudinario. La publicidad no informa sobre el producto que vende, o rara vez lo hace. Eso es lo de menos. Su función primordial consiste en compensar frustraciones y alimentar fantasías: ¿En quién quiere usted convertirse comprando esta loción de afeitar? El criminólogo Anthony Platt ha observado que los delitos de la calle no son solamente fruto de la pobreza extrema. También son fruto de la ética individualista. La obsesión social del éxito, dice Platt, incide decisivamente sobre la apropiación ilegal de las cosas. Yo siempre he escuchado decir que el dinero no produce la felicidad; pero cualquier televidente pobre tiene motivos de sobra para creer que el dinero produce algo tan parecido, que la diferencia es asunto de especialistas.
Según el historiador Eric Hobsbawm, el siglo XX puso fin a siete mil años de vida humana centrada en la agricultura desde que aparecieron los primeros cultivos, a fines del paleolítico. La población mundial se urbaniza, los campesinos se hacen ciudadanos. En América Latina tenemos campos sin nadie y enormes hormigueros urbanos: las mayores ciudades del mundo, y las más injustas. Expulsados por la agricultura moderna de exportación, y por la erosión de sus tierras, los campesinos invaden los suburbios. Ellos creen que Dios está en todas partes, pero por experiencia saben que atiende en las grandes urbes. Las ciudades prometen trabajo, prosperidad, un porvenir para los hijos. En los campos, los esperadores miran pasar la vida, y mueren bostezando; en las ciudades, la vida ocurre, y llama.
Hacinados en tugurios, lo primero que descubren los recién llegados es que el trabajo falta y los brazos sobran, que nada es gratis y que los más caros artículos de lujo son el aire y el silencio. Mientras nacía el siglo XIV, fray Giordano da Rivalto pronunció en Florencia un elogio de las ciudades. Dijo que las ciudades crecían «porque la gente tiene el gusto de juntarse». Juntarse, encontrarse. Ahora, ¿quién se encuentra con quién? ¿Se encuentra la esperanza con la realidad? El deseo, ¿se encuentra con el mundo? Y la gente, ¿se encuentra con la gente? Si las relaciones humanas han sido reducidas a relaciones entre cosas, ¿cuánta gente se encuentra con las cosas? El mundo entero tiende a convertirse en una gran pantalla de televisión, donde las cosas se miran pero no se tocan. Las mercancías en oferta invaden y privatizan los espacios públicos. Las estaciones de autobuses y de trenes, que hasta hace poco eran espacios de encuentro entre personas, se están convirtiendo ahora en espacios de exhibición comercial.
El shopping center, o shopping mall, vidriera de todas las vidrieras, impone su presencia avasallante. Las multitudes acuden, en peregrinación, a este templo mayor de las misas del consumo. La mayoría de los devotos contempla, en éxtasis, las cosas que sus bolsillos no pueden pagar, mientras la minoría compradora se somete al bombardeo de la oferta incesante y extenuante. El gentío, que sube y baja por las escaleras mecánicas, viaja por el mundo: los maniquíes visten como en Milán o París y las máquinas suenan como en Chicago, y para ver y oír no es preciso pagar pasaje. Los turistas venidos de los pueblos del interior, o de las ciudades que aún no han merecido estas bendiciones de la felicidad moderna, posan para la foto, al pie de las marcas internacionales más famosas, como antes posaban al pie de la estatua del prócer en la plaza. Beatriz Solano ha observado que los habitantes de los barrios suburbanos acuden al center, al shopping center, como antes acudían al centro.
El tradicional paseo del fin de semana al centro de la ciudad, tiende a ser sustituido por la excursión a estos centros urbanos. Lavados y planchados y peinados, vestidos con sus mejores galas, los visitantes vienen a una fiesta donde no son convidados, pero pueden ser mirones. Familias enteras emprenden el viaje en la cápsula espacial que recorre el universo del consumo, donde la estética del mercado ha diseñado un paisaje alucinante de modelos, marcas y etiquetas. La cultura del consumo, cultura de lo efímero, condena todo al desuso mediático.
Todo cambia al ritmo vertiginoso de la moda, puesta al servicio de la necesidad de vender. Las cosas envejecen en un parpadeo, para ser reemplazadas por otras cosas de vida fugaz. Hoy que lo único que permanece es la inseguridad, las mercancías, fabricadas para no durar, resultan tan volátiles como el capital que las financia y el trabajo que las genera. El dinero vuela a la velocidad de la luz: ayer estaba allá, hoy está aquí, mañana quién sabe, y todo trabajador es un desempleado en potencia. Paradójicamente, los shoppings centers, reinos de la fugacidad, ofrecen la más exitosa ilusión de seguridad. Ellos resisten fuera del tiempo, sin edad y sin raíz, sin noche y sin día y sin memoria, y existen fuera del espacio, más allá de las turbulencias de la peligrosa realidad del mundo.
Los dueños del mundo usan al mundo como si fuera descartable: una mercancía de vida efímera, que se agota como se agotan, a poco de nacer, las imágenes que dispara la ametralladora de la televisión y las modas y los ídolos que la publicidad lanza, sin tregua, al mercado. Pero, ¿a qué otro mundo vamos a mudarnos? ¿Estamos todos obligados a creernos el cuento de que Dios ha vendido el planeta unas cuantas empresas, porque estando de mal humor decidió privatizar el universo? La sociedad de consumo es una trampa cazabobos. Los que tienen la manija simulan ignorarlo, pero cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver que la gran mayoría de la gente consume poco, poquito y nada necesariamente, para garantizar la existencia de la poca naturaleza que nos queda. La injusticia social no es un error a corregir, ni un defecto a superar: es una necesidad esencial. No hay naturaleza capaz de alimentar a un shopping center del tamaño del planeta.
Eduardo Galeano
fuente www.poesiasalvaje.org/fuego
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Pase y vea señora
Negros aceitosos, gordos adiposos y raquíticos minusválidos; judíos rancios e indigentes mugrientos y condenados; bolitas hediondos y paraguas come naranjas; travestis, lesbianas, homosexuales en general; pobres cieguitos, sordos de mierda, rengos hijos de puta. En fin: todo aquel que se sienta, al menos en una parte, diferente a las personas normales y bien hechas, absténgase de continuar con el siguiente texto.
-¡Qué barbaridad! ¡ Qué atropello! ¡Que degeneración humana ha de ser quien dice esto! ¡Pero que descarado!… mi Dios– Suena el timbre y la señora desiste la lectura para abrir la puerta de calle.
-¿Tiene algo?- Un nene la mira desde lo bajo con ojos de cachorro.
-Si, mi vida, esperá- doña vuelve a la cocina y manotea un paquete de galletitas de agua del estante.
-Tomá. Pero te lo comés vos solito ¿eh?.- Le apoya una mano en la cabeza y acaricia uno de sus mechones grasientos con la seguridad de quien acaricia por primera vez un perro desconocido. Después cierra y se va adentro para ver la tele. Algo le hace ruido en la nuca: ese chico era rubio y de ojos azules, qué extraño. Pero está segura: de haber sido morocho no hubiera dudado en hacer la misma caridad. Faltaba más… una creyente acérrima como ella… Envalentonada por su bondad y por sus propios pensamientos antirracistas cambia de idea. Apaga el noticiero y le vuelve a hacer frente a la lectura.
¿Se decidió a seguir?, entonces escuche. No hay nada como poder dormir con la conciencia tranquila ¿O no?. Nadie descansa mejor que el buen ciudadano, que apoya el noble parietal sobre la mullida almohada para recomponer las fatigas de su benevolente espíritu.
Seguro. Usted es una persona que dice no ser ni más ni menos que cualquier otra. Seguro. Usted venera la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Seguro. Usted está en contra de cualquier clase de sometimiento a la especie que pertenece. Seguro. Usted, cada vez que puede, hace el bien; por eso no duda en soltar una moneda en cada ocasión que un negrito se avasalla contra su motorizada propiedad privada para limpiarle el parabrisas en algún semáforo; usted siempre suelta una chirola, por más que eso le rompa soberanamente las pelotas; por más que, en algún rincón, sienta un completo rechazo y un escalofrío en la médula por el sólo hecho de tener esos seres en harapos en las cercanías de su coche.
Por suerte existe el vil metal, que es el ente regulador por excelencia de la condición humana. Pensar que una simple moneda sirve para mantener la distancia divina y necesaria entre dos mundos que por fortuna son irreconciliables. Entonces usted sigue su camino con la convicción de que el universo es un lugar algo mejor ahora que su bondad ha intervenido con cara de moneda de cinco; y esa caras polvorientas, de narices con mocos sucios, vuelven a esperar el próximo semáforo para establecer un nuevo contacto con el paraíso celeste de los filántropos. Cada hormiga a su hormiguero.
Doña se rasca la cabeza y sus pupilas revolotean y brillan como bicho de luz. Y otra vez el timbre. Otro nene, éste más acorde con el villero prototipo. Por supuesto no escapó al examen exhaustivo: morochazo. Manchas blancuzcas en la piel, carcomida por los hongos contagiados por vaya a saberse qué perro. Mocos más verdes de lo común amenazando con rozar la boca. Labios sucios matizados con una sustancia mezcla de tierra y saliva. Mismos ojos de cachorro que el anterior, mismo pedido. A este no se lo acaricia.
La señora va adentro y vuelve con otro paquete.
– Es el último que les doy ¿eh?. Ya le di uno hoy al otro nene.- Como si los cuerpos y las almas del hambre fueran uno sólo y todos dieran igual.
Doña hecha llave y cerrojo a la puerta. Otra vez a la lectura.
A la mierda. La empalagosa compasión, ese es el problema, o al menos es el manto de estupidez que impide llamar a las cosas por su nombre. Y a la cosa, en este caso, solo se la puede llamar de una forma: racismo. Así como suena: encolerizado, cobarde, enfermizo y agazapado ra – cis – mo. Palabra en desuso y que suena hasta idiota cuando se la pronuncia.
Racismo: serpiente ponzoñosa que se atraganta y envenena con su propia lengua bífida. Monstruo de dos cabezas voraces que se devoran mutuamente. La primera, madre de la segunda, es el miedo personal o grupal motivado en lo que el otro o los otros representan; es el temor a la perdida de determinado bien, status o condición a manos de supuestos despreciables. La segunda, engendrada como encubrimiento de la primera, es la necesidad de creerse y justificarse superior y distinto; es el dividir las aguas, marcar territorio, establecer que las diferencias existen y son inconciliables. Es degradar por temor a ser degradado. Es soltar la moneda con misericordia.
Pocas veces se manifiesta a lo que se teme. De no ser así sería común escuchar: “Estos bolivianos de mierda tienen más conciencia del laburo que yo”, o “escondé el reloj, este morocho seguro que te lo afana”, o, “No soporto estar al lado de este puto” ,o, “judío tacaño, hijo de puta y cagador”
La degradación y la conciencia de superioridad aparecen como moscas en la bosta en el “¡qué lo parió, estos bolitas de mierda nos invaden el país!”, o, “ahí viene un negro, mejor le doy veinticinco centavos así se va”; o en el odio exacerbado del homofóbico que no se anima a asumir su propia homosexualidad, o en el desprecio pseudo-nazi hacia la sapiencia y laboriosidad del pueblo judío.
El racismo es eso: tiritar de miedo y enfundarse en un traje de soberbia y supremacía para disimularlo.
Doña golpea la mesa con vehemencia y dice que es mentira, que el racismo ya pasó, que el racismo era algo así como la lucha entre los blancos y los negros.
Pero fíjese bien señora, que tal vez la cosa se ha hecho un poco más compleja. Pensemos en esto, un minúsculo ejemplo de la estupidez que vomitamos sin siquiera darnos cuenta: la siempre tan útil y cómoda expresión “negro de mierda” no hace referencia singular al de piel morena, sino que derivó a tal punto que, hoy, se usa para nombrar a toda aquella persona que se haya comportado o actuado de forma vil o reprochable. El ser negro está referido implícitamente en el significado de la expresión. En criollo: ser negro es ser una basura.
Aunque por decir “negro de mierda” una y otra vez no se va a ser ni mejor ni peor ciudadano. Las palabras no son de temer y hay que aceptar los reveses lingüísticos. Por eso acúñese el término e impleménteselo a discreción. Llámese “negro de mierda” a todo aquel que haya tenido una actitud o conducta estúpida y despreciable. En fin, llámese “negro de mierda” a todo aquel que se sintió plenamente autorizado a seguir adelante después de haber leído las primeras líneas de este texto.
Leandro N. Moreno
ln_moreno@hotmail.com
2005
Todos los imperios, todas las naciones y todos los gobernantes han tendido siempre a conseguir dos cosas: una, legitimar ante la opinión pública sus actuaciones, y otra, asegurarse la continuidad del poder (1). Una justificación mucho más perentoria si de lo que se trataba era de justificar un genocidio. Toda lucha armada va siempre acompañada de otra retórica (2).
En ella, abundan los eufemismos, para evitar llamar por su nombre a las cosas. Frente a la violencia innata del hombre se ponía sobre la mesa la civilización que, era la que hacía posible la convivencia. Por ello, llevar la civilización a los pueblos bárbaros no solo era deseable sino una obligación de los pueblos superiores. Había pueblos a los que evangelizar, culturizar y, en la actualidad, desarrollar. Una coartada perfecta que justificó lo mismo el expansionismo romano, que el hispano, el inglés o, actualmente el estadounidense.
Ya los griegos consideraron bárbaros prácticamente a todos aquellos que no eran helenos. Los romanos, crearon toda una corriente ideológica tendiente a justificar su expansión. Llama la atención que ya en el siglo I d. C. Cornelio Tácito en su obra Historias afirmara que todos los pueblos que habían sometido a otros lo habían hecho bajo el pretexto de llevarles la libertad (3). Incluso, en el siglo XVI, Ginés de Sepúlveda alabó la expansión romana en Hispania, pues, aunque generó algunos abusos, no fueron comparables con las ventajas, especialmente el haber traído a la Península Ibérica el latín (4).
En el siglo XVI también se justificó la expansión en nombre de Dios y de la civilización. La Conquista fue presentada como el triunfo de la civilización sobre la barbarie. Para la mayoría de los europeos de la época los amerindios constituían sociedades degeneradas y bárbaras por lo que se imponía la necesidad caritativa de civilizarlos o de cristianizarlos, que era la misma cosa. Por ejemplo, Antonio de Herrera contrapuso la civilización castellana al barbarismo indígena, donde mandaban todos con violencia, prevaleciendo el que más puede. Ahora bien, excluía del barbarismo a los mexicas y a los incas.
En el siglo XIX hubo verdaderos cantores de la expansión imperial que veían en dicha expansión el triunfo definitivo de la civilización sobre la barbarie. Incluso, el trabajo científico de Charles Darwin y su evolución de las especies fue usado por muchos para justificar la sumisión de unos hombres a otros. Es más llegó a escribir que la selección de las especies en el caso humano podría debilitarse debido precisamente a la civilización. Pero lo cierto es que, aunque Darwin en su famosa obra no se refirió específicamente a la especie humana, muchos interpretaron que los grupos más civilizados terminarían exterminando o asimilando a las razas salvajes del mundo (5).
Lamentablemente, en el siglo pasado esta línea de pensamiento que justificaba el predominio del hombre blanco se ha mantenido. La justificación ética del imperialismo británico ha sido especialmente duradera. En 1937 en una conferencia de la Commonwealth se afirmó que el único futuro que le quedaba a los indígenas australianos era su asimilación por la cultura occidental. Más allá de eso no había ningún futuro para ellos (6). En 1948 Lord Elton escribió con orgullo que el pueblo británico había sabido entender mejor que nadie su misión en el mundo, al comprender y asumir que el Imperio acarreaba más obligaciones que beneficios (7). Una justificación que siguen asumiendo actualmente algunos de los antiguos países de la Commonwealth. De hecho, en Australia, desde 1960 muchos niños indígenas han sido sacados de sus hogares para facilitar su aculturación, una practica que se seguía realizando a principios del siglo XXI (8).
El pensamiento anti-indio se hizo doctrina oficial en la Argentina del siglo XX, justificando el genocidio el destierro y el saqueo. En un libro de geografía, aprobado como texto escolar por el Ministerio de Educación, y escrito en 1926 por el profesor Eduardo Acevedo Díaz, escribió lo siguiente: La Republica Argentina no necesita de sus indios. Las razones sentimentales que aconsejan su protección son contrarias a las conveniencias nacionales”.
En muchos casos, fue la propia Iglesia quien encabezó la justificación del imperialismo, alegando que llevaban la luz de la fe a los pueblos bárbaros. La Iglesia oficialmente defendió esta línea en la colonización de los Hamburgo. Y ello porque los beneficios se los llevaban ambos poderes: la Iglesia con la incorporación de millones de nuevos fieles, y el estado ampliando sobremanera el número de tributarios. Por ello nada tiene de extraño que el Papa pidiera perdón por los excesos cometidos en nombre de Dios en Latinoamérica, el 12 de enero de 2000, en un documento titulado Memoria y Reconciliación (9) Bien es cierto que en la Edad Contemporánea cambió de actitud y pasaron a criticar el colonialismo y a defender la autodeterminación de las colonias.
Y tenía su lógica, aquellos pueblos estaban ya cristianizados, ya no tenía ningún sentido seguir apoyando su explotación por parte del Estado, por lo que el pacto tácito entre ambos se rompió. Al parecer, solo en el caso del imperio portugués, la Iglesia mantuvo el apoyo a la lucha armada del gobierno contra los movimientos independentistas. Y el cambio de actitud no se produjo hasta fechas sorprendentemente recientes, como la revolución de los Claveles de 1974 (10).
En la actualidad, sorprende nuevamente ver la misma justificación ética del neoimperialismo por parte de los Estados Unidos de América. Los mismos argumentos utilizados, por los romanos, el colonialismo moderno y el imperialismo decimonónico. Ahora se someten países sin conquistarlos físicamente, siempre bajo la justificación de liberarlos o de democratizarlos (11). Estados Unidos, igual que el Imperio Romano, se presenta como la garante de los derechos humanos y de la libertad el mundo.
2. El anticolonialismo
Obviamente, los que justificaban o justifican la superioridad ética o moral de unos pueblos sobre otros partían de una premisa falsa, pues las civilizaciones más avanzadas no han demostrado ser más pacíficas que las atrasadas sino al revés. Además, no se trataba más que de una tapadera para ocultar los verdaderos fines que no eran exactamente altruistas.
Hubo una corriente dominante que defendió el imperialismo, pues, de alguna forma los Estados se vieron obligados a justificar ante sus ciudadanos su política expansiva (12). Sin embargo, siempre hubo otra corriente contraria, la anticolonialista que perduraron en el seno de todas las potencias colonizadoras hasta el mismísimo siglo XX. Ésta corriente se opuso con uñas y dientes a la política expansiva de los Estados. Ya en el Imperio romano, una generación de escritores del siglo I a. C. entre los que se encontraba Cicerón empalizaron con los bárbaros, acusando desde dentro al propio ejército romano de cometer atrocidades. Cicerón denunció la práctica del ejército romano de destruir y saquear un territorio y afirmar que lo habían pacificado (13). Salustio fue todavía más allá al decir que la fundación de Roma sirvió de azote del mundo entero (14).
Dieciséis siglos después, el padre Las Casas denunció las mismas cosas, al afirmar que llamaban pacificar a destruir. Y es que ponían gran empeño en la justificación ética de sus atrocidades conscientes de que es imposible que un plan genocida prospere sino cuenta con el apoyo o el consentimiento del aparato estatal y de una buena parte de la población (15). No solo aplastaban al supuesto enemigo sino que además querían hacer creer que le asistía la razón. Por ello, en todos los imperios se debatió siempre la cuestión de la guerra justa.
En el imperio de los Habsburgo, la corriente crítica, aun siendo minoritaria, consiguió despertar muchas adhesiones, tocando la conciencia de muchos gobernantes. Realmente, fue la única potencia de nuestra era que se planteó seriamente la licitud de su ocupación. Una corriente de pensamiento que, en lo referente a los indios, encabezó el dominico fray Bartolomé de Las Casas, una persona comprometida socialmente con los más desfavorecidos en una época en la que casi nadie se ocupaba de ellos. Sin duda, la escuela de Salamanca y toda la corriente crítica debe figurar en un sitio de honor entre los defensores de los derechos civiles y sociales de la humanidad.
Esta ideología caló en los propios reyes quienes se mostraron siempre preocupados por expedir una legislación protectora. El mayor éxito de la corriente crítica fue la aprobación de las Leyes Nuevas en 1542-1543 en la que, al menos sobre el papel, se abolió la encomienda y la esclavitud del indio. No obstante, su convencimiento no fue absoluto porque pensaban en la misión imperial de España que solo se podía mantener con los lingotes de metal precioso que se extraían a costa del sudor y de la sangre de los indios.
También los imperialismos contemporáneos tuvieron grandes detractores, personas que se movieron dentro de una corriente crítica, jugándose y perdiendo en muchos casos sus propias vidas. En el Siglo de las Luces hubo muchos intelectuales, escritores y filósofos que se posicionaron frente al colonialismo. El propio Voltaire se refirió al cinismo de muchos al defender el derecho de gentes y a la par explotar a los nativos hasta la extenuación. Ya a finales del siglo XIX aparecieron otros críticos en Francia que combatieron ardorosamente la política colonial francesa. Entre ellos, destacaron hermanos George y León Bloy.
Este último denunció que era indigno para un país como Francia tener una historia colonial tan sangrante. Para él, la historia colonial francesa se resumía en seis palabras: dolor, ferocidad sin medida y bajeza. Los dos hermanos sufrieron persecuciones por decir lo que nadie quería oír, sufriendo deportaciones y encarcelaciones. Por su parte, Anatole France, en un discurso anticolonial pronunciado el 30 de enero de 1906 se lamentaba de que los pueblos llamados bárbaros no conocían a los franceses más que por sus crímenes.
Y es que occidente siempre se ha empeñado en evangelizar, modernizar, cooperar o democratizar otros territorios, ¿por qué? ¿para qué? Obviamente no por altruismo sino por el afán de dominar el mundo y de asentar y consolidar su poder. Y todo con la coartada de la civilización.
Esteban Mira Caballos
notas:
1) En este sentido, George Burdeau escribió que todos los mandatarios han tenido siempre la idea de conseguir ver reconocido su derecho a hacerlo. BURDEAU, George: El Estado. Madrid, Seminarios y Ediciones, 1975.
2) Hasta tal punto esto es así que, según Michael Ghiglieri todo asesinato debe estar justificado en la mente del soldado o del asesino, de lo contrario, derivaría hacia la locura. GHIGLIERI, Michael P.: El lado oscuro del hombre. Barcelona, Tusquets, 2005, p. 252.
3) Conde; Juan Luis: La lengua del Imperio. La retórica del imperialismo en Roma y la globalización . Alcalá Editorial, Alcalá Grupo Editorial, 2008, p. 11.
4) Cit. en González, Jaime: “Imperio Romano e Imperio Hispánico en la historiografía española de la época de Carlos V”, Revista de Indias Nº 153-154. Madrid, 1978, p. 883.
5) Coquery-Vidrovitch, Catherine: “El postulado de la superioridad blanca y de la inferioridad negra” en Marc Ferro (Dir.): El Libro negro del colonialismo. Madrid, La Esfera de los Libros, 2005, p. 794.
6) Vuckovic: Nadja: “¿Quién exige reparaciones y por cuáles crímenes?, en Marc Ferro (dir.): El libro negro del Colonialismo. Madrid, La esfera de los Libros, 2005, p. 939.
7) Elton, Lord: El Imperio Británico. Barcelona, Luis de Caralt editor, 1948, p. 19. Esta comprensión del imperio inglés la contraponía al espíritu intolerante que reinó en el malogrado imperio español. Ibídem, p. 23.
8) Vuckovic: Ob. Cit., p. 940.
9) Nueve años antes, es decir, en 1991, ya había pedido perdón por los crímenes cometidos por la cristiandad en otro continente, el africano. Vuckovic: Ob. Cit., p. 916.
10) Merle, Marcel: “El anticolonialismo” en Marc Ferro (Dir.): El Libro negro del colonialismo. Madrid, La Esfera de los Libros, 2005, p. 735.
11) Conde: Ob. Cit., p. 38-40.
12) Merle: Ob. Cit., p. 727.
13) Conde, Juan Luis: La lengua del Imperio. La retórica del imperialismo en Roma y la globalización . Alcalá La Real, Alcalá Grupo Editorial, 2008, p. 119. Este autor realiza una interesante comparación entre la Roma Imperial y el neoimperialismo estadounidense. Concretamente compara la I Guerra Mitridática en la que Roma arraso este reino del próximo Oriente con la II Guerra del Golfo en la que Sadam Huséin fue apresado y su país ocupado. Mitrídates había configurado una gran monarquía en Oriente Próximo, ocupando el vecino reino de Bitinia, aliado de los romanos, y Huséin había hecho lo mismo, ocupando Kuwait. Ibídem , p. 90 y ss.
14) Conde: Ob. Cit., p. 124.
15) Lozada, Martín: Sobre el genocidio. El crimen fundamental. Buenos Aires, Capital Intelectual, 2008, p. 31.
fuente www.rebelion.org/noticia.php?id=130250
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Por Antonio Urdiales Cano