¿Cómo ser consciente del ser trascendente? Lo primero a observar son las señales que, en términos generales, distinguen al ser trascendente: es un centro y una expansión de conciencia que se separa creativamente de la mente, el cuerpo, las emociones, pensamientos y sentimientos de la persona.
Por Ken Wilber
De modo que, quien quiera empezar a intuir ese ser trascendente que todos llevamos dentro, pero que nos excede ―del nosotros que no es nosotros―, puede proceder de la siguiente manera:
Empezar lentamente a recitar en silencio, para uno mismo, lo que sigue, procurando darse cuenta lo más vívidamente posible de la importancia de cada uno de los siguientes enunciados:
«Tengo un cuerpo, pero no soy mi cuerpo. Puedo ver y sentir mi cuerpo, y lo que se puede ver y sentir no es el auténtico Ser que ve. Mi cuerpo puede estar cansado o excitado, enfermo o sano, sentirse ligero o pesado, pero nada de eso tiene que ver con mi yo interior. Tengo un cuerpo, pero no soy mi cuerpo.
Tengo deseos, pero no soy mis deseos. Puedo conocer mis deseos, pero lo que se puede conocer no es el auténtico Conocedor. Los deseos van y vienen, flotan en mi conciencia, pero no afectan a mi yo interior. Tengo deseos, pero no soy mis deseos.
Tengo emociones, pero no soy mis emociones. Puedo percibir y sentir mis emociones, y lo que se puede percibir y sentir no es el auténtico Perceptor. Las emociones pasan a través de mí, pero no afectan a mi yo interior. Tengo emociones, pero no soy mis emociones.
Tengo pensamientos, pero no soy mis pensamientos. Puedo conocer e intuir mis pensamientos y lo que puede ser conocido no es el auténtico Conocedor. Los pensamientos vienen a mí y luego me abandonan, pero no afectan a mi yo interior. Tengo pensamientos, pero no soy mis pensamientos.»
Hecho esto ―que puede repetir cuantas veces quiera―, uno afirma lo más concretamente posible: «Soy lo que permanece, un puro centro de percepción consciente, un testigo inmóvil de todos estos pensamientos, emociones, sentimientos y deseos».
Si se persiste en este tipo de ejercicio, el entendimiento que lleva implícito se agudizará, y uno empezará a advertir cambios fundamentales en su sensación de «sí mismo». Es posible, por ejemplo, que empiece entonces a intuir una profunda sensación interior de libertad, ligereza, soltura y estabilidad. Esa fuente, ese «centro del ciclón», mantendrá su serena lucidez aun en medio de los furiosos vientos de la angustia y del sufrimiento que suelen desatarse a su alrededor. El descubrimiento de este testigo central se asemeja a alejarse de las olas que barren la superficie del océano para sumirse en sus tranquilas y seguras profundidades. Al principio, quizá no se llegue a descender muy por debajo de las agitadas aguas de la emoción, pero con persistencia es posible obtener la capacidad de sumergirse en las profundidades del alma hasta que, tendido en el fondo, mirar atentamente y con tranquilo desapego el torbellino en el que antes nos tenía inmovilizados.
El testigo transpersonal
No estoy hablando aquí de la pura conciencia de unidad, sino tan sólo del ser o testigo transpersonal. En la conciencia de unidad, hasta el mismo testigo transpersonal acaba disolviéndose en lo atestiguado. Pero antes de que tal cosa pueda ocurrir es necesario descubrir el testigo transpersonal, que entonces actúa como una especie de «trampolín» que facilita el salto a la conciencia de unidad. Y sólo es posible acceder a ese testigo transpersonal desidentificándonos y, de ese modo, trascendiendo todos los objetos concretos, ya sean mentales, emocionales o físicos.
En la medida en que, efectivamente, se dé cuenta de que no es, por ejemplo, sus angustias, éstas dejarán de ser una amenaza para usted. Aun cuando la angustia se haga presente, ya no le abrumará, porque ya no estará exclusivamente atado a ella, ya no la corteja, ni la combate, ni le opone resistencia, ni escapa de ella. De la manera más radical, la angustia se acepta totalmente, dejándola hacer lo que quiera. Usted no tiene nada que perder, ni nada que ganar, con su presencia o ausencia, puesto que se limita a contemplar su paso.
Así pues, cualquier emoción, sensación, idea, recuerdo o vivencia que le perturbe a uno es, simplemente, algo con lo que se ha identificado de manera exclusiva, y para poner fin a la perturbación es necesario des-identificarse de ese algo. En una palabra, deje que todo eso se desprenda de usted al darse cuenta de que nada de eso es usted: puesto que puede verlas, esas cosas no pueden ser el auténtico Ser que ve, el Sujeto. Y como no son su verdadero ser, no hay razón para que se identifique con ellas, se aferre a ellas o se deje esclavizar por ellas.
Lentamente, con suavidad, a medida que prosiga con esta «terapia» de des-identificación, quizá descubra que la totalidad de su ser individual (persona, ego, centauro (1)), que hasta ahora se había esforzado por entender y proteger, empieza a volverse transparente y a desprenderse. No es que suceda exactamente así y se encuentre flotando, desencarnado, por el espacio. Más bien empieza a sentir que lo que acontece a su ser personal ―sus deseos, esperanzas, preferencias, rechazos― no llega a ser cuestión de vida o muerte, porque dentro de usted hay un ser más profundo y más básico, a quien no afectan estas fluctuaciones periféricas, estas oleadas superficiales, que provocan gran conmoción, pero son poco consistentes.
Así, en un nivel personal, el conjunto de su mente y su cuerpo puede sufrir dolor, humillación o miedo; pero mientras usted se mantenga como testigo de todo ello, como si lo viera desde lo alto, nada de eso le amenaza, de modo que ya no se siente movido a manipularlo, combatirlo o someterlo. Como está dispuesto a ser testigo de lo que le ocurre, a mirarlo con imparcialidad, puede trascenderlo. Como escribió santo Tomás: «Aquello que conoce ciertas cosas no puede tener en su propia naturaleza ninguna de ellas». Así, si el ojo fuese de color rojo, no sería capaz de percibir los objetos rojos. Puede ver el rojo porque es transparente o «sin rojo». De la misma manera, basta con que podamos observar nuestros sufrimientos, ser testigo de ellos, para sentirnos desprendidos, libres del torbellino del cual somos testigos. «Eso» interior que siente dolor, no conoce, en sí mismo, el dolor; eso que siente miedo no sabe lo que es miedo; eso que percibe la tensión está libre de tensiones. Ser testigo de estos estados es trascenderlos. Ya no pueden atacarle por la espalda porque está mirándolos de frente.
Conciencia sin elección
Así, a medida que empezamos a establecer contacto con el testigo transpersonal, comenzamos a abandonar nuestros problemas, ansiedades y preocupaciones puramente personales. De hecho (y aquí se encuentra la clave de la mayoría de las terapias de la banda transpersonal), ni siquiera intentamos resolver nuestros problemas y aflicciones, tal como seguramente lo haríamos en los niveles de la persona, del ego o del centauro. Pues aquí nuestra única preocupación es observar nuestras aflicciones personales, darnos cuenta de ellas simple o inocentemente, sin juzgarlas, evitarlas, dramatizarlas, actuar sobre ellas ni justificarlas. A medida que surge un sentimiento o una tendencia, nos convertimos en sus testigos. Si surge una aversión hacia ese sentimiento, somos testigos de eso. Si la aversión nos provoca a su vez aversión somos testigos de eso mismo. Nada hay que hacer, pero si surge un hacer, lo presenciamos. Permanecemos en una «conciencia sin elección» en medio de todas las aflicciones. Esto sólo es posible cuando entendemos que ninguna de ellas constituye nuestro ser verdadero. En tanto sigamos apegados a ellas habrá un esfuerzo por manipularlas, por más sutil que sea. Al entender que no son el centro ni el ser, ya no insultamos a nuestras aflicciones, no clamamos contra ellas ni las tomamos a mal, no intentamos rechazarlas ni nos complacemos en ellas. Cada cosa que hacemos por resolver una aflicción no hace más que reforzar la ilusión de que somos precisamente esa aflicción. Por eso, en última instancia, el intento de escapar de nuestras aflicciones no hace más que perpetuarlas. Lo que tanto nos perturba no es lo que nos aflige, sino el apego que le tenemos. Nos identificamos con lo que nos aflige, y ahí radica la verdadera dificultad.
Sea como un espejo
En vez de luchar contra lo que nos aflige, simplemente asumimos hacia ello la inocencia de una desprendida imparcialidad. A los sabios y los místicos les gusta equiparar esta condición de testigos a la de un espejo. Reflejamos cualquier sensación o pensamiento que surja, sin adherimos ni rechazarlos, de la misma manera que un espejo refleja, perfecta e imparcialmente, cualquier cosa que pase ante él. Como dice Chuang Tse: «El hombre perfecto emplea su mente como un espejo, que nada aferra ni a nada se niega; recibe, pero no conserva».
Si de alguna manera consigue alcanzar este tipo de presencia desprendida (lo cual exige tiempo), podrá considerar los sucesos que ocurren en el conjunto de su mente y su cuerpo con la misma imparcialidad con que contemplaría las nubes que pasan flotando por el cielo, el agua que se precipita en un torrente, la lluvia sobre el tejado o cualquier otro objeto que apareciese en su campo perceptual. En otras palabras, su relación con el conjunto de su mente y su cuerpo llega a ser lo mismo que su relación con todos los demás objetos. Hasta ahora, ha venido usando el conjunto de su mente y su cuerpo como algo con lo cual mira el mundo. Por eso se apegó íntimamente a ellos y se ató a su limitada perspectiva. Al identificarse en exclusiva con ellos, se encontró ligado y esclavizado a sus problemas, sus dolores y aflicciones. Pero al mirarlos con persistencia se da cuenta de que son meros objetos de la conciencia; de hecho, objetos del testigo transpersonal. «Tengo mente, cuerpo y emociones, pero no soy mente, cuerpo y emociones».
Como dijimos antes, desde la posición del testigo trascendental uno empieza a contemplar el conjunto de su mente y su cuerpo de la misma manera que contemplaría cualquier otro objeto que apareciese en su conciencia, ya sea una mesa, un árbol, un perro o un coche. Esto podría hacernos pensar que entonces trataríamos a nuestro organismo con el desdén que, en ocasiones, mostramos hacia el entorno. Pero lo cierto es que sucede todo lo contrario: empezamos a tratar a todos los objetos del entorno como si fuesen nuestro propio ser. De hecho, esta actitud representa la intuición de que el mundo es realmente nuestro propio cuerpo, y como tal ha de ser tratado. De este tipo de intuición transpersonal brota la compasión universal sobre la que tanto insisten los místicos. Se trata de una compasión o un amor de un orden diferente del que se encuentra en el nivel de la persona, el ego o el centauro. En el nivel transpersonal empezamos a amar a los otros, no porque ellos nos amen, nos afirmen, nos reflejen o den seguridad a nuestras ilusiones, sino porque ellos son nosotros. La enseñanza primera y principal de Cristo no significa «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», sino «Amarás a tu prójimo como a tu Yo». Y no sólo a tu prójimo, sino a todo lo que te rodea. Uno comienza a interesarse por su entorno de la misma manera que por sus brazos o sus piernas. Recuerde que en este nivel la relación con su medio es la misma que la relación con su propio organismo.
Un solo Ser
Quien empiece a intuir fundamentalmente el ser transpersonal puede darse cuenta de que no hay más que un Ser que asume esas formas externas diferentes, pues todas las personas tienen idéntica intuición de esa misma yo-idad interior que trasciende el cuerpo. Este Ser único trasciende con toda evidencia la mente y el cuerpo, por lo que es esencialmente uno y el mismo en todos los seres conscientes. Así como una persona puede salir de una habitación y entrar en otra, sin que varíe en lo fundamental su sensación interior de yo-idad, tampoco sería básicamente diferente si poseyera otro cuerpo, con recuerdos y sensaciones diferentes, pues la yo-idad es testigo de esos objetos, pero no está ligada a ellos.
La intuición de que el ser trascendente va más allá del organismo individual lleva aparejada una intuición de inmortalidad. La mayoría de las personas albergan la íntima sensación de que son inmortales. Nadie puede imaginarse su propia no existencia. Pero el individuo medio, al existir únicamente como centauro, ego o persona, se imagina falsamente ―y desea en lo profundo― que su ser individual vivirá eternamente. No es verdad que la mente, el ego o el cuerpo sean inmortales; como todo lo que está compuesto, morirán. Ahora mismo están muriendo, y ninguno sobrevivirá eternamente. La reencarnación no significa que nuestro ego vaya pasando por sucesivas existencias, sino que el ser trascendente es «sola y exclusivamente el que transmigra», como lo expresó el propio Shankara.
Por consiguiente, tenemos que «morir» en cierto sentido, para nuestro ser falso y separado, a fin de despertar a nuestro ser inmortal y trascendente. De ahí la famosa paradoja: «Si mueres antes de morir, entonces, cuando mueras, no morirás». Y los aforismos de los místicos, que afirman que «nadie obtiene tanto de Dios como aquél que está completamente muerto». Por eso, tantas personas que practican seriamente alguna forma de «terapia» transpersonal coinciden en afirmar que ya no temen realmente a la muerte.
Aún podríamos enfocar de otra manera esta intuición fundamental de los místicos y los sabios, que les hace afirmar que en todos y para todos nosotros no hay más que un solo Ser inmortal, que nos es común. Tal vez sienta usted, como la mayoría de la gente, que es básicamente la misma persona que era ayer, incluso que es en lo fundamental la misma persona que era hace un año. En realidad, le parece que sigue siendo el mismo hasta donde se remonta su memoria. Digámoslo de otra manera: no recuerda que haya habido nunca un momento en que no fuera usted mismo. En otras palabras, que algo en usted parece mantenerse intacto pese al transcurrir del tiempo. Pero seguramente su cuerpo no es el mismo que era hace un año siquiera. Lo más probable es que sus sensaciones también sean hoy diferentes que en el pasado. Sin duda sus recuerdos en general son hoy diferentes a los de hace diez años. La mente, el cuerpo, los sentimientos… todo ha cambiado con el tiempo. Pero algo no ha cambiado, y usted sabe que es así. Siente que algo permanece inalterable. ¿Qué es?.
Todo cambia pero el Ser permanece
Hace un año, por estas fechas, sus preocupaciones y problemas eran básicamente diferentes. Sus experiencias inmediatas eran diferentes, lo mismo que sus pensamientos. Todo eso se ha desvanecido, pero algo permanece en usted. Demos un paso más. Si emigrara a un país completamente distinto, hiciera nuevos amigos, estuviera en otro ambiente, con experiencias y pensamientos nuevos, conservaría aún esa sensación interior básica de yo-idad. Imagine que en este momento se olvidara de los primeros diez, quince, o veinte años de su vida. ¿Acaso no seguiría sintiendo esa misma yo-idad interior? Si ahora mismo se olvidara temporalmente de todo lo que ha sucedido en su pasado, y no sintiera otra cosa que esa pura yo-idad interior… ¿habría cambiado realmente algo?
En una palabra, dentro de nosotros hay algo ―esa profunda sensación interior de yo-idad― que no es recuerdo, pensamiento, mente, cuerpo, experiencia, entorno, sentimientos, conflictos, sensaciones ni estados de ánimo. Pues todo eso ha cambiado y puede cambiar sin afectar sustancialmente esa yo-idad interior. Éso es lo que el transcurrir del tiempo deja intacto… y es el testigo, el Ser, transpersonal.
¿Tan difícil es darse cuenta de que todos los seres conscientes tienen esa misma yo-idad interior y de que, por consiguiente, el número total de «yoes» trascendentes no es más que uno? Ya hemos conjeturado que si tuviéramos un cuerpo diferente seguiríamos sintiendo básicamente la misma yo-idad… pero eso es lo mismo que sienten todas las personas en este mismo momento. ¿No es igualmente fácil decir que no hay más que una única yo-idad o Ser que asume diferentes puntos de vista, recuerdos, sentimientos y sensaciones?
Y no sólo ahora, sino en todo momento, pasado y futuro. Puesto que, por más que la memoria, el cuerpo y la mente sean diferentes, uno siente que es sin duda la misma persona que era hace veinte años (no el mismo ego ni el mismo cuerpo, sino la misma yo-idad), ¿no podría también ser la misma yo-idad de hace doscientos años? Si la yo-idad no depende de los recuerdos, ni de la mente ni del cuerpo, ¿cuál es la diferencia? Según el físico Schroedinger: «No es posible que esta unidad de conocimiento, sentimiento y opción que llamas tuya haya saltado de la nada al ser en un momento dado, no hace demasiado tiempo; más bien ese conocimiento, sentimiento y opción son esencialmente eternos e inmutables, y numéricamente uno en todos los hombres, e incluso en todos los seres sensibles. Las condiciones para tu existencia son casi tan antiguas como las rocas. Durante miles de años, los hombres han luchado, sufrido y engendrado, y las mujeres han parido con dolor. Tal vez hace un siglo otro hombre estuvo sentado en este lugar; como tú, contemplaba con asombro y respeto cómo se extinguía la luz sobre los glaciares. Como tú, había sido engendrado por hombre y nacido de mujer. Sentía dolor y una breve alegría, igual que tú. ¿Era acaso algún otro? ¿No eras tú mismo?»
No, podría uno aducir, no era yo, porque no recuerdo nada de lo que sucedió entonces. Pero así se comete el error de identificar la yo-idad con los recuerdos, y acabamos de ver que la yo-idad no es recuerdo ni memoria, sino el testigo de la memoria. Es probable que no pueda usted recordar siquiera lo que le sucedió el mes pasado, pero sigue siendo yo-idad. ¿Qué importa, pues, que no pueda recordar lo que sucedió el siglo pasado? Sigue siendo esa yo-idad trascendente, y ese yo ―no hay más que uno en todo el cosmos― es el mismo Yo que se despierta en cada recién nacido, el mismo que miraba con los ojos de nuestros antepasados y que mirará con los de nuestros descendientes: uno y el mismo yo. Sentimos que son diferentes solamente porque cometemos el error de identificar la yo-idad interior y transpersonal con la memoria, la mente y el cuerpo exteriores e individuales, que ciertamente son diferentes.
Conócete a ti mismo y conocerás a Dios
Pero, ¿qué es en realidad ese yo interior? No nació con su cuerpo ni perecerá a su muerte. No reconoce el tiempo ni alimenta sus aflicciones. No tiene color ni forma, tamaño ni figura, y, sin embargo, contempla la vasta majestad que se extiende ante los ojos de usted. Ve el sol, las nubes, las estrellas y la luna, pero a él mismo no es posible verlo. Oye a los pájaros, los grillos, el rumor de la cascada, pero a él no es posible oírlo. Advierte la hoja caída, la roca cubierta de musgo, la rama con sus nudos, pero a él no es posible localizarlo.
No es necesario que intentemos ver nuestro ser trascendente, lo cual, de todos modos, no es posible. ¿Acaso nuestro ojo puede verse a sí mismo? Lo único que necesitamos es desprendernos tenazmente de nuestras falsas identificaciones con los recuerdos, la mente, el cuerpo, las emociones y los pensamientos. Y este desprendimiento no exige ningún esfuerzo sobrehumano ni comprensión teórica. Sólo se requiere entender una sola cosa: todo aquello que uno pueda ver no es el Ser que ve. Todo lo que uno sabe de sí mismo no es, precisamente, su Ser, el Conocedor, la yo-idad interior que no puede ser percibida, definida ni convertida en ninguna clase de objeto. La servidumbre no es otra cosa que la identificación errónea del Ser que ve con todas esas cosas que pueden ser vistas. Y la liberación se inicia con la simple rectificación de ese error.
Cuando nos identificamos con un problema, una angustia, un estado mental, un recuerdo, un deseo, una sensación corporal o una emoción, nos entregamos a la servidumbre, el miedo, la limitación y, en última instancia, la muerte. Todo eso puede ser visto, y por lo tanto, no es el Ser que ve. Por otra parte, mantenerse continuamente en la posición del Ser que ve, el Testigo, es apartarse de las limitaciones y los problemas y, finalmente, salir de ellos.
Se trata de una práctica sencilla, pero ardua, y sin embargo sus resultados no son otra cosa que la liberación en esta vida. pues el ser trascendente es reconocido en todas partes como un rayo de lo Divino. En principio, nuestro ser trascendente es de la misma naturaleza que Dios (de cualquier manera que se quiera concebirlo), porque en última instancia sólo es Dios quien mira con nuestros ojos, escucha con nuestros oídos y habla por nuestra boca. ¿Cómo, si no, pudo afirmar san Clemente que quien se conoce a sí mismo conoce a Dios?
Éste es, pues, el mensaje de Jung, y más aún, el de los santos, sabios y místicos, ya sean amerindios, taoístas, hindúes, islámicos, budistas o cristianos: en el fondo de nuestra alma está el alma de la humanidad misma, pero un alma trascendente, divina, que de la servidumbre conduce a la liberación, del sortilegio al despertar, del tiempo a la eternidad, de la muerte a la inmortalidad.
«El Testigo es un gran paso hacia adelante y un estadio imprescindible y necesario de la meditación, pero no es el último. Cuando finalmente se desvanece, el alma o el Testigo acaba disolviéndose en todo aquello que contempla. Entonces se colapsa la dualidad sujeto/objeto y sólo queda la conciencia pura no dual, que es muy sencilla y muy evidente.
Como dijo un famoso maestro zen cuando alcanzó la iluminación: «Cuando escuché sonar la campana desaparecieron súbitamente el «yo» y la «campana» y sólo había tañido».» [Gracia y coraje]
Nota:
1) «Wilber denomina Centauro a la unificación o integración de la mente y el cuerpo en una unidad de orden superior simbolizando con ello la fusión ―no la identidad― entre la mente y el cuerpo.
Extraído del libro de Ken Wilber, La conciencia sin fronterass, 1979 (Editorial Kairós, 2008)
fuente: https://www.nodualidad.info/textos/ser-trascendente1.html y https://www.nodualidad.info/textos/ser-trascendente2.html
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• Texto relacionado:
El Yo real, Ken Wilber, https://ecotropia.noblogs.org/2021/01/4928/