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Ecotropía

Aniquilando un planeta por vez…

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Categoría: • Insalubridad

Ciencia al servicio de la técnica y de los billetes

Matar el dolor

Publicada el 10/10/2013 - 05/12/2020 por Ecotropía

Cuando la civilización médica cosmopolita coloniza cualquier cultura tradicional, transforma la experiencia del dolor. El mismo estímulo nervioso que llamaré «sensación de dolor» dará por resultado una experiencia distinta, no sólo según la personalidad sino según la cultura. Esta experiencia, totalmente distinta de la sensación dolorosa, implica un desempeño humano único llamado sufrimiento. La civilización médica, sin embargo, tiende a convertir el dolor en un problema técnico y priva así al sufrimiento de su significado personal intrínseco.

Por Ivan Illich

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Las mayorías de pacientes*

Publicada el 08/09/2013 - 12/05/2021 por raas

Cuando el poder diagnóstico de la medicina multiplica a los enfermos en número excesivo, los profesionales médicos ceden la administración del sobrante a oficios y ocupaciones no médicas. Al desecharlos, los señores de la medicina se libran de la molestia de la atención de bajo prestigio e invisten a policías, maestros o jefes de personal con un poder médico derivativo. La medicina conserva la autonomía sin trabas para definir lo que constituye la enfermedad, pero tira sobre otros la tarea de hurga en busca de enfermos y de proveer para sus tratamientos.

Por Ivan Illich

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La publicidad como ideología capitalista

Publicada el 14/08/2013 - 02/12/2021 por raas

Que la publicidad juega un papel importante y relevante en la configuración cultural del orden moderno es una de las hipótesis centrales de una sociología del consumo. En efecto, el capitalismo en constante proceso de expansión y globalización requiere para funcionar y ser eficiente un aparato publicitario que genere las condiciones culturales e ideológicas para la reproducción del sistema político y económico vigente. Si bien el acto publicitario se conoce desde las primeras civilizaciones de Occidente -Grecia, Roma- es en el orden moderno donde adquiere el sentido económico y racional que tiene hoy.

Por González Llaguno

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Las diez peores prácticas de la industria farmacéutica

Publicada el 06/07/2013 - 07/12/2020 por raas

El divulgador británico Ben Goldacre denuncia en su libro «Mala farma» las conductas escandalosas de las multinacionales farmacéuticas.

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Los intelectuales y el poder

Publicada el 07/04/2013 - 26/05/2021 por Ecotropía

Entrevista con Michel Foucault por Gilles Deleuze*

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Historia de la botella

Publicada el 04/04/2013 - 26/05/2021 por Ecotropía

Con las pecheras flúo del sindicato, corriendo durante toda la noche, el empleado carga las bolsas de basura de un restorán temático de Puerto Madero. Supongamos que el empleado se llama Juan. Como suelen llamarse los empleados. Y los desocupados. O los que trabajan en negro. Pero este Juan no es desocupado ni trabaja en negro, al contrario, tiene un salario que el otro Juan, el de mantenimiento, Juan Mantenimiento del restorán temático de Puerto Madero, envidiaría. Juan Mantenimiento saca varias bolsas de consorcio, donde podría caber un muerto.

Por revista Crisis

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(libro) Allegro ma non troppo. Las leyes fundamentales de la estupidez humana

Publicada el 11/12/2012 - 04/10/2020 por Ecotropía

Cipolla exploró el controvertido tema de la estupidez formulando su famosa Teoría de la Estupidez, expresada por primera vez en su ingenioso panfleto de 1988 titulado Allegro ma non troppo.

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Jaulas

Publicada el 04/12/2012 - 19/12/2020 por Ecotropía

Cuando pensamos en encierro y sufrimiento pensamos en cárcel; cuando pensamos en la cárcel, pensamos en castigo. Por desgracia nadie piensa en las personas (y resto de seres vivos con sentimientos y esperanzas) que se encuentran presos.

Por Antón FDR

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Publicado en • Análisis, • Control, • General, • Insalubridad, • Multiviolencias, • Neoesclavitud, • PsicopatologíasEtiquetado como Antón FDR, autoritarismo, civilización capitalista, Civilización Industrial, colapso civilizatorio, Gilles Deleuze, Lewis Mumford, Megamáquina, Megasistema, Mijail BakuninDejar un comentario

La intrusión wifi

Publicada el 04/12/2012 - 04/12/2012 por raas

¿Qué expresión más clara de nuestra modernidad, nuestros adelantos en la cultura y el mundo que la expansión del wifi, es decir de la cómoda conexión inalámbrica, gracias a la cual podemos conectarnos a Internet y al universo virtual desde cualquier sitio?

Como toda comodidad, ha tenido un éxito arrollador.
Y con un poder socializador, forzoso, una invitación a la que el particular “no puede rehuir”, como bien aclaraba el capo di mafia de El Padrino cuando blandía su poder sobre quienes convertía en víctimas.

Si uno observa la implantación del wifi en el mundo entero, percibe dos movimientos muy diferenciados: la conexión inalámbrica empezó a instalarse hace pocas décadas en los países del llamado Primer Mundo, es decir en los países que han vanguardizado el desarrollo cibernético y a fines del siglo XX recibíamos noticias tan “importantes” como que ciudades enteras, como Edimburgo en Escocia u otras en Alemania o EE.UU., habían pasado a ser zonas, ciudades wifi. Es decir donde en toda el área urbana se podía prescindir de los incordiosos cables…

En ese tiempo, el wifi llegaba tímidamente al Tercer Mundo, a sus centros de desarrollo tecnológico más avanzado. Ciudades, ya no sólo del primer mundo, como Albuquerque en EE.UU. o Málaga, en España que ha proyectado ser la primera ciudad wifi española, sino también ciudades wifi en toda la periferia planetaria, como lo ilustra el caso de San Pablo, en Brasil o Shangai en China, que a su vez proyecta convertirse en la primera ciudad china wifi. O el de Obregón, en México, que también anuncia con bombos y platillos su ingreso al mundo wifi. Leemos en los manuales de instrucciones de los router la vigorosa exhortación de “expandir instantáneamente la cobertura mediante el wifi”.

Sin embargo, con el paso de algunos, pocos años, empezaron a llegar noticias, celosamente ausentes en los circuitos mediáticos cotidianos, de que zonas hasta entonces caracterizadas por ser wifi, lo abandonaban y retomaban el trabajoso sistema de conexión por cable. Estos anuncios se han hecho frecuentes en diversos centros de enseñanza, universitarios y escolares. E incluso en ciudades enteras. Advierta el lector que se trata de restablecer un servicio, al que retirarlo había resultado fácil y simplificador, pero reinstalarlo implica una serie de costos de otra índole…

¿Por qué esta pérdida de la comodidad, este retorno al esfuerzo, algo que está cada vez más mal mirado? Si tantos gobiernos nacionales o locales están dando los pasos hacia el wifi que hemos señalado (hemos anotado apenas poquísimos ejemplos del proceso de “wifización” que sigue siendo muy intenso), no deja de ser anormal ese otro, segundo movimiento: retirar el wifi y volver al cable.

Sencillamente, cada vez hay más elementos que permiten evaluar la contaminación electromagnética como no inocua. Y una vez que llegamos a tal conclusión, la cuestión adquiere toda su importancia porque no se trata de un uso esporádico o intermitente, residual en las actividades humanas: el wifi la podemos graficar como una nube asentada sobre nuestras cabezas… las 24 horas de cada día y los 365 días de cada año. Aunque el efecto deletéreo fuera bajísimo, pero muy, muy bajo, la persistencia de su presencia lo hace problemático.

Distintas investigaciones, como las llevadas a cabo por un equipo de investigadores en Suecia que ha sido denominado “equipo Hardell”, por el nombre de su director, han comprobado cambios de comportamiento y de niveles de atención y otra serie de trastornos en niños en contacto más o menos permanente con radiación electromagnética.

Por lo cual en Suecia se han establecido, por ley, pautas y límites para la cercanía física a fuentes de contaminación electromagnética.
El equivalente más apropiado que se me ocurre es la comparación del wifi con el tabaquismo. Imaginemos que la contaminación electromagnética, que es invisible, inaudible, inodora, insípida, impalpalble, es decir que es ajena a nuestros cinco sentidos fundamentales de los que disponemos para atender y enfrentar al mundo material, pero que es empero, bien material, pudiera tomar la expresión física de los cigarrillos: una nube de humo, bastante desagradable, por cierto, al menos para no fumadores (el humo de cigarrillos, es decir con papel quemado y alquitrán, difiere considerablemente del que proviene de una pipa o un habano).

El wifi en una casa, instalaría, siguiendo el símil, una nube en por lo menos la habitación donde esté la computadora, o el celular;
el wifi del celu, instala dicha nube encima de la cabeza del conectado, y, con la densidad tan alta de nuestros medios de transporte colectivo, encima de algunas otras cabezas próximas;
el wifi en una escuela o universidad instalarìa una nube de considerable extensión encima de todos los que transitamos, estudiamos o trabajamos en ese centro de enseñanza;
el wifi en toda la ciudad, significa que una nube de muy considerable tamaño está encima de cientos de miles o millones de afectables… todo el día, todos los días.
Observe el paciente lector con quien hasta ahora hemos seguido juntos, que de poco y nada sirve que, por ejemplo, uno prolijamente tenga conexión a Internet mediante cableado (aunque sea por la sencilla razón de que era la cronológicamente más antigua y cuando llegó “la renovación” se optó por continuar con ella) porque siempre suele haber vecinos hipermodernos que ya están conectados wifi y le han hecho pito catalán al incordiante cablerío.

Por ejemplo, viviendo en zona de casas bajas, he verificado que mi computadora que aunque tiene un dispositivo wifi no uso en casa porque tengo cable, “me avisa” que hay dos vecinos, linderos o casi, que tienen wifi… por supuesto que si quisiera usar esa conexión necesitaría la clave, pero estimo que por ser precisamente inalámbrica, igual me llega aunque no la haya pedido. Es decir “me trago el humo”, aunque no haya decidido fumar…

Y para rematar el símil con el cigarrillo: fumar es una actividad bastante agresiva hacia el no fumador, razón de tensiones y desavenencias familiares entre gente que tiene una vivienda pequeña y que no quiere que los pequeñuelos fumen pasivamente, por ejemplo…

Este tema se fue haciendo tan gravoso; los perjuicios al fumador pasivo, que al día de hoy, al menos en la capital argentina, se ha prohibido el cigarrillo en lugares cerrados, en lugares públicos…

¿Lograremos en algún momento tal grado de conciencia ambiental, ecológica, sanitaria, como para respetar al prójimo que no quiera ser irradiado por los gozosos y alegres disfrutadores de las ondas electromagnéticas?

Luis E. Sabini Fernández

fuente: revista El Abasto 149 www.revistaelabasto.com.ar/149-la-intrusion-wifi.htm

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La plenitud individualista. El sujeto en el nuevo capitalismo

Publicada el 27/11/2012 - 07/08/2024 por raas

En base a cuatro ensayos la autora analiza la sociedad capitalista actual, en la que el goce individual y la experiencia inmediata han reemplazado a la representación y a la construcción de un sentido colectivo. El individuo se convierte en un “capital humano” responsable de su insatisfacción social.

Por Evelyne Pieiller*
14-3-2007

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Sin amor libre no habrá revolución

Publicada el 19/11/2012 - 01/01/2019 por raas

“¿Quieres a mi padre?” “El amor no es para los pobres, hijo mío.” Un corazón en peligro, 1944. La cita inicial con la que encabezamos estas reflexiones pertenece a un diálogo entre parias, madre e hijo, de una de las muchas películas de Hollywood que tratan (y maltratan) el tema del amor.

Por Antón FDR
Grupo Re-Evolución

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(libro) Teoría de la clase ociosa

Publicada el 09/10/2012 - 29/07/2021 por Ecotropía

Introducción del libro escrito en 1899 por el sociólogo y economista estadounidense.

Por Thorstein Veblen

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Tratar los desechos con respeto. Una alternativa a la agroindustria y su contaminación *

Publicada el 21/09/2012 - 20/03/2019 por raas

El sistema agroalimentario está al borde del colapso. Entre los años 2000 y 2003, la cosecha mundial de granos cayó por cuarto año consecutivo, dejando las reservas en su punto más bajo en treinta años. En esos años, la temperatura mundial siguió elevándose rápidamente. La cosecha “record” de 2004 apenas alcanzó para satisfacer el consumo de ese año. Hoy día, los expertos pronostican daños mucho mayores de lo que decían antes, a causa del calentamiento global. Un equipo de científicos de China, India, Filipinas y EE.UU ha publicado que el rendimiento de los cultivos baja un 10% por cada grado centígrado que aumenta la temperatura nocturna durante el período de crecimiento.

Mae-Wan Ho**

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(libro) La fábrica de la infelicidad. Nuevas formas de trabajo y movimiento global

Publicada el 13/09/2012 - 13/09/2018 por raas

Cuando este libro fue escrito en la primavera de 2000, la new economy mostraba los primeros signos de una crisis que se agravó hasta desencadenar la recesión en la que el mundo entró en 2001. La crisis se precipitó de forma trágica cuando, el 11 de septiembre, el símbolo del poder económico occidental, las torres del World Trade Center, fueron destruidas por el ataque de un comando suicida.

Por Franco Berardi ‘Bifo’

Introducción a la edición castellana

En el último decenio hemos visto sucederse con vertiginosa rapidez tres fases diferentes: el ascenso de una clase social ligada a la virtualización, que halló su triunfo en la impresionante subida de las acciones tecnológicas en la Bolsa; la crisis ideológica, psíquica, económica y social del modelo de la new economy; y por último la precipitación de la crisis y su revés angustioso en forma de violencia, guerra y militarización de la economía.

La fábrica de la infelicidad es un libro dedicado al análisis de la ideología virtual, de sus aporías teóricas y, sobre todo, de su fragilidad cultural. La ideología virtual es una mezcla de futurismo tecnológico, evolucionismo social y neoliberalismo económico. Floreció a mediados de los años noventa, cuando la revista californiana Wired se convirtió en el Evangelio de una nueva clase cosmopolita y libertaria,(1) optimista y sobreexcitada. En los últimos años, todos han empezado a darse cuenta de que el neoliberalismo no es el más perfecto de los programas políticos, de que el mercado no se corrige a sí mismo, y de que la mano invisible de smithiana memoria no es capaz de regular los procesos sociales y financieros hasta producir una perfecta autorregulación del ciclo económico. Se ha hecho evidente que la infoproducción no es ese reino de la felicidad y de la autorrealización que la ideología había prometido como premio a los que trabajan en la economía de la red, en las condiciones de continuo estrés competitivo de la empresa fractal individualizada. La promesa de felicidad y autorrealización en el trabajo estaba implícita en el edificio discursivo e imaginario de la new economy.

Esta promesa se marchitó: la crisis financiera de las acciones tecnológicas hizo estallar un malestar que hasta ese momento fue ocultado y calmado con masivas dosis de sustancias —financieras y psicotrópicas. Ese malestar no se ha podido mantener oculto al quedar claro que las inversiones disminuían y, con ello, desaparecería el incentivo para aplazar toda reflexión, todo relajamiento y toda profundización.

En el centro de la new economy, entendida como modelo productivo y como discurso cultural, se halla una promesa de felicidad individual, de éxito asegurado, de ampliación de los horizontes de experiencia y de conocimiento. Esta promesa es falsa, falsa como todo discurso publicitario. Impulsados por la esperanza de lograr la felicidad y el éxito, millones de jóvenes trabajadores altamente formados han aceptado trabajar en condiciones de un espantoso estrés, de sobreexplotación, incluso con salarios muy bajos, fascinados por una representación ambigua en la que el trabajador es descrito como un empresario de sí mismo y la competición es elevada a regla universal de la existencia humana.

El hundimiento de la ideología felicista ligada a la economía de red comenzó cuando los títulos tecnológicos empezaron a perder puntos en las Bolsas de todo el mundo y se empezó a prever que la llamada «burbuja especulativa» pudiera pincharse. El sentimiento de malestar se acentuó cuando a la crisis financiera siguió una auténtica crisis económica, con rasgos de crisis de sobreproducción semiótica y tecnológica. Finalmente, se abrió un vertiginoso y temible abismo cuando la clase virtual descubrió que es físicamente vulnerable, cuando la violencia se demostró capaz de entrar en el edificio transparente de la virtualidad. El apocalipsis ha hecho que la clase virtual descubra que no es inmune a la crisis, a la recesión, al sufrimiento y a la guerra.

En ese momento, las perspectivas cambiaron de modo radical. Cuando las torres de Manhattan fueron destruidas por hombres convertidos en bombas, la clase virtual que desarrollaba su trabajo atrincherada en esas torres salió de su condición de espíritu puro, descubrió que tiene un cuerpo físico, carnal, que puede ser golpeado, herido, muerto. Y descubrió también que tiene un cuerpo social, que puede empobrecerse, ser despedido, ser sometido al sufrimiento, a la marginación, a la miseria; y también un cuerpo erótico, que puede entrar en una fase de depresión y de pánico. En otras palabras, la clase virtual ha descubierto que es, además, cognitariado, es decir: trabajo cognitivo dotado de un cuerpo social y carnal, que es sometido conscientemente o no al proceso de producción de valor y de mercancía semiótica, que puede ser sometido a explotación y a estrés, que puede sufrir privación afectiva, que puede caer en el pánico, que incluso puede ser violentado y muerto. La clase virtual ha descubierto un cuerpo y una condición social. Por eso ha dejado de sentirse clase virtual y ha empezado a sentirse cognitariado.

El hundimiento y la disolución de la new economy, es decir, del tejado ideológico y de categorías bajo el cual se desarrolló la semioproducción en los años noventa, no supone el hundimiento de la net economy, es decir, del proceso de producción conectado en red. La infraestructura de la red ha seguido creciendo y articulándose a pesar de la crisis, y la prioridad hoy reside en crear los contenidos, imaginar los usos, las funciones sociales y comunicativas de la red futura. ¿Qué encadenamientos sociales se crearán con el desarrollo de la banda ancha, de la fibra óptica, del UMTS,(2) es decir, de las infraestructuras técnicas producidas durante la onda expansiva de los últimos años noventa y hoy muy infrautilizadas?

Se abre un vasto campo a la imaginación. Se trata de imaginar para los próximos años interfaces de uso, modos de encadenamiento, formatos de narración conectiva y narración en inmersión, de activar una nueva mitopoiesis (3) Introducción a la edición en castellano

Se trata de imaginar todo aquello que se volverá productivo durante y después de la apertura del abismo porque, si la humanidad no desaparece, la red sobrevivirá. Consecuencias ideológicas del dotcom crash (4) En los años noventa, gracias a la participación masiva en el ciclo de inversión financiera, los productores cognitivos pudieron actuar como capa económica autosuficiente. Invirtieron sus competencias, su saber y su creatividad y hallaron en el mercado financiero los medios para crear empresa. Durante unos años la forma de la empresa ha sido el punto de encuentro entre capital financiero y trabajo cognitivo de alta productividad. Una forma de autoempresa que exaltaba a un tiempo la autonomía del trabajo y la dependencia del mercado.

La ideología libertaria y liberal que dominó la cibercultura de los años noventa idealizaba el mercado al presentarlo como una dimensión pura. En esta dimensión, natural como la lucha por la supervivencia que hace posible la evolución, el trabajo hallaba los medios para autovalorizarse y hacerse empresa. Abandonado a su dinámica pura, el sistema económico reticular debía lograr resultados óptimos para todos, propietarios y trabajadores. Este modelo, teorizado por autores como Kevin Kelly y transformado por la revista Wired en una especie de visión del mundo digital liberal, altanera y triunfalista, ha quedado en entredicho en los dos primeros años del nuevo milenio, junto con la new economy y gran parte del ejército de autoempresarios cognitivos que animaron el mundo de las dotcom.

Ha quedado en entredicho porque el modelo de un mercado perfectamente libre es falso en la teoría y en la práctica. Lo que el neoliberalismo ha favorecido a largo plazo no es el libre mercado sino el monopolio. Mientras el liberalismo idealiza el mercado como lugar libre en el que compiten saberes, competencias y creatividad, la realidad ha mostrado que los grandes grupos de poder actúan de un modo nada libertario, introduciendo automatismos tecnológicos, imponiéndose por medio de la fuerza de los medios de comunicación o del dinero y, por último, robando sin pudor alguno a la masa de accionistas y al trabajo cognitivo. La falsedad del libre mercado ha quedado completamente a la vista con la presidencia Bush.

La política del gobierno Bush consiste en favorecer de modo explícito a los monopolios —empezando por el escandaloso indulto a Bill Gates, a cambio de una alianza política y de los correspondientes apoyos financieros electorales. La política del gobierno Bush es de tipo proteccionista, que impone la apertura de los mercados a los países débiles pero permite a los Estados Unidos de América mantener aranceles del 40 por ciento sobre la importación de acero. Con la victoria de Bush, la ideología liberal y libertaria ha quedado derrotada, reducida a la hipócrita repetición de lugares comunes sin contenido. La ideología que acompañó a la dotcommanía consistía en una representación un tanto fanática de optimismo obligatorio
y economicista.

Pero el proceso real que se desarrolló en los años de las dotcom contiene elementos de innovación social, además de tecnológica. En la segunda mitad de los años noventa se desarrolló una auténtica lucha de clases en el seno del circuito productivo de las altas tecnologías. El devenir de la red ha estado marcado por esa lucha. El resultado de la misma, en este momento, aún es incierto. La ideología del mercado libre ha demostrado ser un señuelo. La idea de que el mercado pudiera funcionar como un espacio puro de confrontación en igualdad de condiciones entre las ideas, los proyectos, la calidad productiva y la utilidad de los servicios ha sido barrida por la amarga verdad de una guerra que los monopolios han conducido contra la multitud de trabajadores cognitivos autoempleados y la masa un tanto patética de microaccionistas. En la lucha por la supervivencia no ha vencido el más eficaz ni el mejor, sino el que ha sacado los cañones. Los cañones de la violencia, de la rapiña, del robo sistemático, de la violación de todas las normas éticas y legales. La alianza entre Gates y Bush ha sancionado la liquidación del mercado, y con ello ha concluido una fase de la lucha interna en la virtual class.

Una parte de ésta se ha incorporado al complejo tecnomilitar, mientras otra ha sido expulsada de la empresa y empujada hasta el borde de la proletarización. En el terreno cultural se están creando las condiciones para la formación de una consciencia social del cognitariado. Este podría ser el fenómeno más importante de los próximos tiempos y la única alternativa al desastre.

Las dotcom han sido el laboratorio de formación de un modelo productivo y de un mercado. El mercado ha sido finalmente conquistado y ahogado por los monopolios y el ejército de autoempresarios y de microcapitalistas de riesgo ha sido disuelto y despojado. Se inicia así una nueva fase: los grupos que prosperaron con el ciclo de la net economy se han aliado con el grupo dominante de la old economy —el clan Bush, representante de la industria petrolera y militar— y ello ha marcado un bloqueo del proceso de globalización. El neoliberalismo ha producido su propia negación, y quienes fueron sus más entusiastas defensores se convierten en víctimas y marginados.

En cuanto la red empezó a difundirse y a mostrar sinergias culturales, técnicas y comunitarias llegaron los comerciantes y los publicitarios y toda su cohorte de fanáticos del beneficio. Su pregunta era muy sencilla: ¿puede Internet convertirse en una máquina de hacer dinero? Los «expertos» —un puñado variopinto de artistas, hackers y experimentadores tecnosociales— respondieron de manera sibilina. Los californianos de Wired respondieron que Internet estaba destinada a multiplicar la potencia del capitalismo, a abrir inmensos mercados inmateriales y a trastocar las propias leyes de la economía, que prevén crisis, recesiones, rendimientos decrecientes y caídas de la tasa de beneficio. Nadie desmintió a los vendedores digitales.

Artistas de la red y mediactivistas tenían otras cosas que hacer y sus críticas y reservas fueron tomadas por los lamentos del perdedor, incapaz de entrar en el gran juego. Visionarios digitales cyberpunk y artistas de la red dejaron que el globo creciese. Lo que entraba en el circuito de la red era dinero útil para desarrollar todo tipo de experimentación tecnológica, comunicativa y cultural. Alguno lo ha llamado funky business. El trabajo creativo encontró el modo de sacarle unos durillos a una marea de capitalistas grandes, grandísimos, pero también pequeños.

Pero Internet no es una máquina de hacer dinero. No lo ha sido nunca y no puede convertirse en ello. Esto no quiere decir que la red no tenga nada que ver con la economía. Por el contrario, se ha convertido en una infraestructura indispensable para la producción y la realización del capital. Pero su cultura específica no puede ser reducida a la economía. Internet ha abierto un capítulo completamente nuevo del proceso de producción. La inmaterialización del producto, el principio de cooperación, la continuidad inseparable entre producción y consumo han hecho saltar los criterios tradicionales de definición del valor de las mercancías. Quien entra en la red no cree ser un cliente sino un colaborador, y por eso no quiere pagar.

Ni AOL ni Microsoft ni los demás tiburones pueden cambiar este hecho, que no es sólo un rasgo cultural un tanto anarcoide, sino el corazón mismo de la relación de trabajo digital. No debemos pensar que Internet es una especie de isla extravagante en la que ha entrado en crisis el principio de valorización que domina el resto de las relaciones humanas. Más bien, la red ha abierto una grieta conceptual que está destinada a agrandarse. El principio de gratuidad no es una excepción marginal, sino que puede convertirse en el principio universal de acceso a los bienes materiales e inmateriales.

Con el dotcom crash el trabajo cognitivo se ha separado del capital. Los artesanos digitales, aquellos que en los años noventa se sintieron empresarios de su propio trabajo, se irán dando cuenta poco a poco de cómo han sido engañados, desvalijados y expropiados, y ello creará las condiciones de aparición de una nueva consciencia de los trabajadores cognitivos. Comprenderán que a pesar de poseer toda la potencia productiva, les ha sido expropiado el fruto de su trabajo por una minoría de especuladores ignorantes pero hábiles en el manejo de los aspectos legales y financieros del proceso productivo. La capa improductiva de la clase virtual, los abogados y los contables, se apropian del plusvalor cognitivo producido por los físicos, los informáticos, los químicos, los escritores y los operadores mediáticos. Pero éstos pueden separarse del castillo jurídico y financiero del semiocapitalismo y construir una relación directa con la sociedad, con los usuarios.

Tal vez entonces se inicie el proceso de autoorganización autónoma del trabajo cognitivo. Un proceso que, por lo demás, ya está en marcha, como lo demuestran las experiencias del activismo mediático y la creación de redes de solidaridad del trabajo migrante. El sistema nervioso digital como centro de un nuevo campo disciplinar Acabado el período del triunfalismo capitalista y de la hegemonía ideológica neoliberal, ¿debemos volver a las viejas categorías analíticas del marxismo y a las estrategias políticas del movimiento obrero del siglo XX, a los horizontes del socialismo democrático o del comunismo revolucionario? Nada sería más inútil y equivocado. El capitalismo reticular de masas que se ha afirmado plenamente en los años noventa ha producido formas sociales irreducibles al análisis marxiano de las clases.

No nos bastan las categorías de la crítica de la economía política, porque los procesos de subjetivación atraviesan campos bastante más complejos. Se empieza a dibujar un campo disciplinar en el punto de encuentro entre los territorios de la economía, la semiología y la psicoquímica. El modelo productivo que se dibuja en el horizonte de la sociedad postmoderna es el Semiocapital. Capital flujo, que se coagula, sin materializarse, en artefactos semióticos. Los conceptos forjados por dos siglos de pensamiento económico parecen disueltos, inoperantes, incapaces de comprender gran parte de los fenómenos que han aparecido en la esfera de la producción social desde que ésta se ha hecho cognitiva.

La actividad cognitiva siempre ha estado en la base de toda producción humana, hasta de la más mecánica. No hay trabajo humano que no requiera un ejercicio de inteligencia. Pero, en la actualidad, la capacidad cognitiva se ha vuelto el principal recurso productivo. En el trabajo industrial, la mente era puesta en marcha como automatismo repetitivo, como soporte fisiológico del movimiento muscular. Hoy la mente se encuentra en el trabajo como innovación, como lenguaje y como relación comunicativa. La subsunción de la mente en el proceso de valorización capitalista comporta una auténtica transformación. El organismo consciente y sensible es sometido a una presión competitiva, a una aceleración de los estímulos, a un estrés de atención constante.

Como consecuencia, el ambiente mental, la infosfera en la que la mente se forma y entra en relación con otras mentes, se vuelve un ambiente psicopatógeno. Si queremos comprender el infinito juego de espejos del Semiocapital, es necesario mirarlo desde tres ángulos:

· La crítica de la economía política de la inteligencia conectiva,
· La semiología de los flujos lingüístico-económicos,
· La psicodinámica del ambiente infosférico, los efectos psicopatógenos de la explotación económica de la mente humana.

El proceso de producción digital está adquiriendo una dimensión biológica. Tiende a asemejarse a un organismo. El sistema nervioso de una organización tiene analogías con el sistema nervioso humano. Toda empresa industrial tiene sistemas autónomos, procesos operativos que tienen que funcionar para que la sociedad sobreviva. Lo que hasta ahora ha faltado son los enlaces entre las informaciones, análogos a las interconexiones neuronales del cerebro. La empresa digital reticular que hemos construido funciona como un excelente sistema nervioso artificial. En él, la información fluye con la velocidad y naturalidad del pensamiento en un ser humano, y podemos usar la tecnología para gobernar y coordinar grupos de personas con la misma rapidez con la que nos concentramos en un problema. Según Bill Gates (en Business @ the Speed of Thought),(5) hemos creado las condiciones de un nuevo sistema económico, organizado en torno a lo que podríamos llamar «empresa a la velocidad del pensamiento».

En el mundo conectado, los bucles retroactivos de la teoría general de los sistemas se funden con la lógica dinámica de la biogenética en una visión posthumana de la producción digital. La mente y la carne humana podrán integrarse con el circuito digital gracias a interfaces de aceleración y simplificación. Nace así un modelo de producción bioinfo que produce artefactos semióticos con las capacidades de autorreplicación de los sistemas vivos según las leyes de funcionamiento económico del capitalismo. Cuando esté plenamente operativo, el sistema nervioso digital podrá instalarse con rapidez en cualquier forma de organización. Eso quiere decir que Microsoft sólo en apariencia se ocupa de desarrollar software, productos y servicios. En realidad la finalidad oculta de la producción de software es el cableado de la mente humana en un continuo reticular cibernético destinado a estructurar los flujos de información digital a través del sistema nervioso de todas las instituciones clave de la vida contemporánea. Microsoft debe ser entonces considerada como una memoria virtual global escalable y lista para ser instalada. Un ciberpanóptico inserto en los circuitos de carne de la subjetividad humana. La cibernética acaba por devenir vida o, como le gusta decir a Gates, «la información es vuestra linfa vital».

La depresión en el corazón

El sistema nervioso digital se incorpora progresivamente al sistema nervioso orgánico, al circuito de la comunicación humana. Lo recodifica según sus líneas operativas y su velocidad. Pero para que este cambio pueda realizarse, el cuerpo- mente tiene que atravesar un cambio infernal, que estamos presenciando en la historia del mundo. Para comprender y para analizar este proceso no nos bastan los instrumentos conceptuales de la economía política ni del análisis de la tecnología. El proceso de producción se semiotiza y la formación del sistema nervioso digital implica y conecta la mente, el psiquismo social, los deseos y las esperanzas, los miedos y la imaginación. Por ello tenemos que ocuparnos de la producción  semiótica, del cambio lingüístico y cognitivo.

Ese cambio pasa por la difusión de patologías. La cultura neoliberal ha inyectado en el cerebro social un estímulo constante hacia la competencia y el sistema técnico de la red digital ha hecho posible una intensificación de los estímulos informativos enviados por el cerebro social a los cerebros individuales. Esta aceleración de los estímulos es un factor patógeno que alcanza al conjunto de la sociedad.

La combinación de competencia económica e intensificación digital de los estímulos informativos lleva a un estado de electrocución permanente que se traduce en una patología difusa, que se manifiesta, por ejemplo, en el síndrome de pánico y en los trastornos de la atención. El pánico es un síndrome cada vez más frecuente. Hasta hace unos años los psiquiatras no conocían siquiera este síntoma, que pertenecía más bien a la imaginación literaria romántica y que podía asemejarse al sentimiento de quedar desbordados por la infinita riqueza de formas de la naturaleza, por la ilimitada potencia cósmica. Hoy el pánico es sin embargo denunciado, con frecuencia cada vez mayor como síntoma doloroso e inquietante, como la sensación física de no lograr controlar el propio cuerpo, con la aceleración del ritmo cardíaco, una creciente dificultad para respirar, incluso hasta el desvanecimiento y la parálisis.

Aunque, hasta donde sé, no hay investigaciones concluyentes sobre esto mismo, se puede apuntar la hipótesis de que la mediatización de la comunicación y la consiguiente escasez de contacto físico pueden producir patologías de la esfera afectiva y emocional. Por primera vez en la historia humana, hay una generación que ha aprendido más palabras y ha oído más historias de la televisión que de su madre. Los trastornos de la atención se difunden cada vez más. Millones de niños norteamericanos y europeos son tratados de un trastorno que se manifiesta como la incapacidad de mantener la atención concentrada en un objeto por más de unos segundos. La constante excitación de la mente por parte de flujos neuroestimulantes lleva, probablemente, a una saturación patológica. Es necesario profundizar la investigación sociológica y psicológica sobre esta cuestión.

Podemos afirmar que si queremos comprender la economía contemporánea debemos ocuparnos de la psicopatología de la relación. Y que si queremos comprender la psicoquímica contemporánea, debemos tener en cuenta el hecho de que la mente está afectada por flujos semióticos que siguen un principio extrasemiótico, el principio de la competencia económica, el principio de la máxima explotación. ¿Cómo podría hablarse hoy de economía sin ocuparse de psicopatología? En los años noventa la cultura del Prozac ha sido indisoluble de la cultura de la new economy. Cientos de miles de operadores, directivos y gerentes de la economía occidental han tomado innumerables decisiones en estado de euforia química y ligereza psicofarmacológica. Pero a largo plazo, el organismo puede ceder, incapaz de soportar hasta el infinito la euforia química que hasta entonces ha sostenido el entusiasmo competitivo y el fanatismo productivista.

La atención colectiva está sobresaturada, y ello provoca un colapso social y económico. Desde el año 2000 en adelante, tras las cortinas de humo del lenguaje oficial que habla de probable recuperación económica, de leve recesión, o de double dip recession, hay algo evidente. Como sucede con un organismo ciclotímico, como le sucede al paciente que sufre trastorno bipolar, a la euforia le ha seguido la depresión. Se trata precisamente de una depresión clínica, una depresión a largo plazo que golpea desde la raíz la motivación, el impulso, la autoestima, el deseo y el sex appeal. Cuando llega la depresión es inútil tratar de convencerse de que pasará pronto. Tiene que seguir su ciclo.

Para comprender la crisis de la new economy es necesario partir del análisis psicoquímico de la clase virtual. Es necesario reflexionar sobre el estado psíquico y emocional de millones de trabajadores cognitivos que han animado la escena de la empresa, la cultura y el imaginario durante los noventa. La depresión psíquica del trabajador cognitivo individual no es una consecuencia de la crisis económica, sino su causa. Sería sencillo considerar la depresión como una consecuencia de un mal ciclo de negocios. Después de trabajar tantos años felices y rentables, el valor de las acciones se ha desplomado y nuestro brainworker se ha pillado una depresión. No es así. La depresión se ha producido porque su sistema emocional, físico e intelectual no puede soportar hasta el infinito la hiperactividad provocada por la competencia y los psicofármacos. Como consecuencia, las cosas han empezado a ir mal en el mercado. ¿Qué es el mercado?

El mercado es un lugar semiótico, el lugar en el que se encuentran signos y expectativas de sentido, deseos y proyecciones. Si queremos hablar de demanda y oferta debemos razonar en términos de flujos de deseo, de atractores semióticos que han tenido appeal y ahora lo han perdido. Infosfera y mente social El mediascape es el sistema mediático en continua evolución, el universo de los emisores que envían a nuestro cerebro señales en los más variados formatos. La infosfera es el interfaz entre el sistema de los medios y la mente que recibe sus señales; es la ecosfera mental, esa esfera inmaterial en la que los flujos semióticos interactúan con las antenas receptoras de las mentes diseminadas por el planeta. La mente es el universo de los receptores, que no se limitan, como es natural, a recibir, sino que elaboran, crean y a su vez ponen en movimiento nuevos procesos de emisión y producen la continua evolución del mediascape. La evolución de la infosfera en la época videoelectrónica, la activación de redes cada vez más complejas de distribución de la información, ha producido un salto en la potencia, en la velocidad y en el propio formato de la infosfera.

Pero a este salto no le corresponde un salto en la potencia y en el formato de la recepción. El universo de los receptores, es decir, los cerebros humanos, las personas de carne y hueso, de órganos frágiles y sensuales, no está formateado según los mismos patrones que el sistema de los emisores digitales. El paradigma de funcionamiento del universo de los emisores no se corresponde con el paradigma de funcionamiento del universo de los receptores. Esto se manifiesta en efectos diversos: electrocución permanente, pánico, sobreexcitación, hipermotilidad, trastornos de la atención, dislexia, sobrecarga informativa, saturación de los circuitos de recepción.

En la raíz de la saturación está una auténtica deformidad de los formatos. El formato del universo de los emisores ha evolucionado multiplicando su potencia, mientras que el formato del universo de los receptores no ha podido evolucionar al mismo ritmo, por la sencilla razón de que se apoya en un soporte orgánico —el cerebro cuerpo humano— que tiene tiempos de evolución completamente diferentes de los de las máquinas. Lo que se ha producido podría llamarse una «cacofonía» paradigmática, un desfase entre los paradigmas que conforman el universo de los emisores y el de los receptores. En una situación así, la comunicación se convierte en un proceso asimétrico y trastornado. Podemos hablar de una discrasia entre ciberespacio, en ilimitada y constante expansión, y cibertiempo.

El ciberespacio es una red que comprende componentes mecánicos y orgánicos cuya potencia de elaboración puede ser acelerada sin límites. El cibertiempo es, por el contrario, una realidad vivida, ligada a un soporte orgánico —cuerpo y cerebro humanos—, cuyos tiempos de elaboración no pueden ser acelerados más allá de límites naturales relativamente rígidos. Paul Virilio sostiene, desde su libro Vitesse et politique de 1977,(7) que la velocidad es el factor decisivo de la historia moderna. Gracias a la velocidad, dice Virilio, se ganan las guerras, tanto las militares como las comerciales. En muchos de sus escritos Virilio muestra que la velocidad de los desplazamientos, de los transportes y de la motorización han permitido a los ejércitos ganar las guerras durante el último siglo. Desde que los objetos, las mercancías y las personas han podido ser sustituidas por signos, por fantasmas virtuales transferibles por vía electrónica, las fronteras de la velocidad se han derrumbado y se ha desencadenado el proceso de aceleración más impresionante que la historia humana haya conocido.

En cierto sentido podemos decir que el espacio ya no existe, puesto que la información lo puede atravesar instantáneamente y los acontecimientos pueden transmitirse en tiempo real de un punto a otro del planeta, convirtiéndose así en acontecimientos virtualmente compartidos. Pero ¿cuáles son las consecuencias de esta aceleración para la mente y el cuerpo humanos? Para entenderlo tenemos que hacer referencia a las capacidades de elaboración consciente, a la capacidad de asimilación afectiva de los signos y de los acontecimientos por parte del organismo consciente y sensible.

La aceleración de los intercambios informativos ha producido y está produciendo un efecto patológico en la mente humana individual y, con mayor razón, en la colectiva. Los individuos no están en condiciones de elaborar conscientemente la inmensa y creciente masa de información que entra en sus ordenadores, en sus teléfonos portátiles, en sus pantallas de televisión, en sus agendas electrónicas y en sus cabezas. Sin embargo, parece que es indispensable seguir, conocer, valorar, asimilar y elaborar toda esta información si se quiere ser eficiente, competitivo, ganador. La práctica del multitasking,(6) la apertura de ventanas de atención hipertextuales o el paso de un contexto a otro para la valoración global de los procesos tienden a deformar las modalidades secuenciales de la elaboración mental. Según Christian Marazzi, economista y autor de Capitale e linguaggio,(8) la última generación de operadores económicos padece una auténtica forma de dislexia, una incapacidad de leer una página desde el principio hasta el fin siguiendo un proceso secuencial y una incapacidad de mantener la atención concentrada en el mismo objeto por mucho tiempo. La dislexia se extiende por los comportamientos cognitivos y sociales, hasta hacer casi imposible la prosecución de estrategias lineales.

Algunos, como Davenport y Beck,(9) hablan de economía de la atención. Que una facultad cognitiva pasa a formar parte del discurso económico quiere decir que se ha convertido en un recurso escaso. Falta el tiempo necesario para prestar atención a los flujos de información a los que estamos expuestos y que debemos valorar para poder tomar decisiones. La consecuencia está a la vista: decisiones económicas y políticas que no responden a una racionalidad estratégica a largo plazo sino tan sólo al interés inmediato. Por otra parte, estamos cada vez menos dispuestos a prestar nuestra atención gratuitamente. No tenemos ya tiempo para el amor, la ternura, la naturaleza, el placer y la compasión. Nuestra atención está cada vez más asediada y por tanto la dedicamos solamente a la carrera, a la competencia, a la decisión económica. Y, en todo caso, nuestro tiempo no puede seguir la loca velocidad de la máquina digital hipercompleja.

Los seres humanos tienden a convertirse en despiadados ejecutores de decisiones tomadas sin atención. El universo de los emisores —o ciberespacio— procede ya a velocidad sobrehumana y se vuelve intraducible para el universo de los receptores —o cibertiempo— que no puede ir más rápido de lo que permiten la materia física de la que está hecho nuestro cerebro, la lentitud de nuestro cuerpo o la necesidad de caricias y de afecto. Se abre así un desfase patógeno y se difunde la enfermedad mental, como lo muestran las estadísticas y, sobre todo, nuestra experiencia cotidiana. Y a medida que se difunden las patologías, se difunden los fármacos.

La floreciente industria de los psicofármacos bate récords cada año. El número de cajas de Ritalin, Prozac, Zoloft y otros fármacos psicotrópicos vendidas en las farmacias crece, al tiempo que crecen la disociación, el sufrimiento, la desesperación, el terror a ser, a tener que confrontarse constantemente, a desaparecer; crece el deseo de matar y de morir. Cuando hacia finales de los setenta se impuso una aceleración de los ritmos productivos y comunicativos en las metrópolis occidentales, hizo aparición una gigantesca epidemia de toxicomanía. El mundo estaba saliendo de su época humana para entrar en la época de la aceleración maquinal posthumana. Muchos organismos humanos sensibles empezaron a usar cocaína, sustancia que permite acelerar el ritmo existencial hasta transformarse en máquina. Muchos otros organismos humanos sensibles empezaron a inyectarse heroína, sustancia que desactiva la relación con la velocidad del ambiente circundante. La epidemia de polvos de los años setenta y ochenta produjo una devastación existencial y cultural de la que aún no hemos sacado las cuentas. A continuación, las drogas ilegales fueron sustituidas por las sustancias legales que la industria farmacéutica pone a disposición de sus víctimas, y se inició la época de los antidepresivos de los euforizantes y de los reguladores del humor.

Hoy la enfermedad mental se muestra cada vez con mayor claridad como una epidemia social o, más precisamente, sociocomunicativa. Si quieres sobrevivir debes ser competitivo, y si quieres ser competitivo tienes que estar conectado, tienes que recibir y elaborar continuamente una inmensa y creciente masa de datos. Esto provoca un estrés de atención constante y una reducción del tiempo disponible para la afectividad. Estas dos tendencias inseparables devastan el psiquismo individual. Depresión, pánico, angustia, sensación de soledad, miseria existencial. Pero estos síntomas individuales no pueden aislarse indefinidamente, como ha hecho hasta ahora la psicopatología y quiere el poder económico.

No se puede decir: estás agotado, cógete unas vacaciones en el Club Méditerranée, tómate una pastilla, cúrate, deja de incordiar, recupérate en el hospital psiquiátrico, mátate. No se puede, por la sencilla razón de que no se trata de una pequeña minoría de locos ni de un número marginal de deprimidos. Se trata de una masa creciente de miseria existencial que tiende a estallar cada vez más en el centro del sistema social. Además, hay que considerar otro hecho decisivo: mientras el capital necesitó extraer energías físicas de sus explotados y esclavos, la enfermedad mental podía ser relativamente marginalizada. Poco le importaba al capital tu sufrimiento psíquico mientras pudieras apretar tuercas y manejar un torno. Aunque estuvieras tan triste como una mosca sola en una botella, tu productividad se resentía poco, porque tus músculos podían funcionar. Hoy el capital necesita energías mentales, energías psíquicas. Y son precisamente ésas las que se están destruyendo. Por eso las enfermedades mentales están estallando en el centro de la escena social.

La crisis económica depende en gran medida de la difusión de la tristeza, de la depresión, del pánico y de la desmotivación. La crisis de la new economy deriva en buena medida de una crisis de motivaciones, de una caída de la artificiosa euforia de los años noventa. Ello ha tenido efectos de desinversión y, en parte, de contracción del consumo. En general, la infelicidad funciona como un estimulante del consumo: comprar es una suspensión de la angustia, un antídoto de la soledad, pero sólo hasta cierto punto. Más allá de ese punto, el sufrimiento se vuelve un factor de desmotivación de la compra.

Para hacer frente a eso se diseñan estrategias. Los patrones del mundo no quieren, desde luego, que la humanidad sea feliz, porque una humanidad feliz no se dejaría atrapar por la productividad, por la disciplina del trabajo, ni por los hipermercados. Pero se buscan técnicas que moderen la infelicidad y la hagan soportable, que aplacen o contengan la explosión suicida, con el fin de estimular el consumo. ¿Qué estrategias seguirá el organismo colectivo para sustraerse a esta fábrica de la infelicidad? ¿Es posible, es planteable, una estrategia de desaceleración, de reducción de la complejidad? No lo creo. En la sociedad humana no se pueden eliminar para siempre potencialidades, aún cuando éstas se muestren letales para el individuo y, probablemente, también para la especie. Estas potencialidades pueden ser reguladas, sometidas a control mientras es posible, pero acaban inevitablemente por ser utilizadas, como sucedió —y volverá a suceder— con la bomba atómica.

Es posible una estrategia de upgrading (10) del organismo humano, de adecuación maquinal del cuerpo y del cerebro humano a una infosfera hiperveloz. Es la estrategia que se suele llamar posthumana. Por último, es posible una estrategia de sustracción, de alejamiento del torbellino. Pero se trata de una estrategia que sólo podrán seguir pequeñas comunidades, constituyendo esferas de autonomía existencial, económica e informativa frente a la economía mundo.

Este libro no se alarga hasta ese punto. No trata de elaborar una estrategia de sustracción. Este libro se propone señalar y cartografiar un nuevo campo disciplinar que se encuentra en la intersección de la economía, la tecnología comunicativa y la psicoquímica. Una cartografía de este nuevo campo disciplinar es indispensable si queremos describir y comprender el proceso de producción del capital y la producción de subjetividad social en la época que sigue a la modernidad industrial mecánica y, por tanto, si queremos elaborar estrategias de sustracción.

¿El Imperio del Caos?

A fines de 2002, mientras escribo esta introducción, el mundo parece colgado sobre el abismo de la guerra. Negri y Hardt, en Imperio, sostienen que el dominio global tiene los rasgos de un Imperio, parecido al Imperio Romano. Hay algo de cierto en esa descripción, pero resulta más ajustada a los años noventa que a la actualidad. En los años de la presidencia Bush todo parece haber cambiado. Mientras la nueva economía sufre una crisis de mercado y, sobre todo, de confianza, la vieja economía, la del petróleo y las armas, ha recuperado su fuerza y trata de guiar el mundo.

Si el imperio tuvo los rasgos de un dominio cada vez más extenso, construido por medio de la imposición de estándares tecnológicos, de la hegemonía de un imaginario mercantil globalista, lo que aparece en los años de la recesión no se parece al imperio soft del que nos hablan los autores de ese libro, escrito a mediados de los noventa. No soy capaz de ver, en la política del grupo dirigente norteamericano, una lógica, un pensamiento racional, una estrategia equilibrada y lineal.

Entreveo el efecto de una locura que se va difundiendo por todos los espacios de la vida planetaria. La enfermedad mental ha alcanzado la cabeza del imperio, porque el proyecto de control total es un proyecto enloquecido, destinado a producir desastres incluso para quienes lo han concebido. Los Estados Unidos de América son la mayor potencia de la Tierra, como lo fue Roma en los primeros siglos de la era cristiana. Pero como sugiere Marguerite Yourcenar en Las memorias de Adriano, los imperios pueden mantener su dominio mientras no pretendan someter al Caos por medio de la fuerza. El Caos no se derrota por medio de la guerra, pues el Caos se alimenta de cuanto lo combate. Por ello, la guerra ilimitada que el Imperio ha decidido desencadenar contra cualquier desviación del orden establecido por los integristas cristiano-liberales está destinada a erosionar el poder global, hasta hundirlo en la demencia y el caos. Tal vez estemos a punto de entrar en una fase de descomposición acelerada de todo orden y toda racionalidad. Y el Imperio que emergerá será el Imperio del Caos.

Diciembre 2002

Introducción

Una ola de euforia ha recorrido los mercados en los últimos años. Desde los mercados se ha extendido a los medios y desde éstos ha invadido el imaginario social de Occidente. La tercera edad del capital, la que sigue a la época clásica del hierro y el vapor y a la época moderna del fordismo y la cadena de montaje, tiene como territorio de expansión la infosfera, el lugar donde circulan signos mercancía, flujos virtuales que atraviesan la mente colectiva.

Una promesa de felicidad recorre la cultura de masas, la publicidad y la misma ideología económica. En el discurso común la felicidad no es ya una opción, sino una obligación, un must; es el valor esencial de la mercancía que producimos, compramos y consumimos. Ésta es la filosofía de la new economy que es vehiculada por el omnipresente discurso publicitario, de modo tanto más eficaz cuanto más oculto. Sin embargo, si tenemos el valor de ir a ver la realidad de la vida cotidiana, si logramos escuchar las voces de las personas reales con quienes nos encontramos todos los días, nos daremos cuenta con facilidad de que el semiocapitalismo, el sistema económico que funda su dinámica en la producción de signos, es una fábrica de infelicidad.

La energía deseante se ha trasladado por completo al juego competitivo de la economía; no existe ya relación entre humanos que no sea definible como business —cuyo significado alude a estar ocupado, a no estar disponible. Ya no es concebible una relación motivada por el puro placer de conocerse. La soledad y el cinismo han hecho nacer el desierto en el alma. La sociedad planetaria está dividida entre una clase virtual que produce signos y una underclass que produce mercancías materiales o, sencillamente, es excluida de la producción. Esta división genera naturalmente desesperación violenta y miseria para la mayoría de la población mundial. Pero esto no es todo.

El semiocapitalismo es una fábrica de infelicidad también para los vencedores, para los participantes en la economía- red, que corren cada vez más rápido para mantener el ritmo, obligados a dedicar sus energías a competir contra todos los demás por un premio que no existe. Vencer es el imperativo categórico del juego económico. Y, desde el momento en que la comunicación se está integrando progresivamente con la economía, vencer se convierte también en el imperativo categórico de la comunicación. Vencer es el imperativo categórico de todo gesto, de todo pensamiento, de todo sentimiento. Y sin embargo, como dijo William Burroughs, el ganador no gana nada. Mientras el estereotipo publicitario muestra una sociedad empapada de felicidad consumista, en la vida real se extienden el pánico y la depresión, enfermedades profesionales de un ciclo de trabajo que pone a todos a competir con todos, y culpabiliza a quien no logra fingirse feliz.

Los ciclos innovadores de la producción —la red y la biotecnología — no son, como los que dominaron la época industrial, la producción de mercancías por medio del cuerpo y la mente, sino la producción directa de cuerpo y mente. La felicidad no es ya, por tanto, un valor de uso accesorio a las mercancías, sino la quintaesencia de la mercancía. Algunos sostienen que la new economy está destinada a desinflarse como un globo o a derretirse como la nieve al sol porque se funda sobre una ilusión. Pero las ilusiones son el motor de la economía capitalista, son la fuerza que mueve el mundo. La economía es cada vez más directamente inversión de energía deseante. Lo que el historicismo idealista llamaba alienación era el intercambio de la autenticidad humana con el poder abstracto del dinero. Nosotros ya no hablamos de alienación, porque no creemos que exista ya ninguna autenticidad de lo humano. Sin embargo, tenemos la experiencia cotidiana de una infelicidad difusa, porque los seres humanos invierten una parte cada vez mayor de su existencia inmediata en la promesa siempre aplazada de la mercancía virtual. La devastación capitalista del medio natural y la mediatización de la comunicación reducen casi a la nada la posibilidad de gozar de la existencia de forma inmediata. Y la existencia desensualizada se dedica sin resistencias a la inversión, que es en esencia inversión emocional, intelectual, psíquica.

Como mostró Freud, la sociedad burguesa fundaba la fuerza productiva de la industria en un empobrecimiento físico y material y en una represión de la libido que producía neurosis. El precio de la seguridad psíquica y económica era la renuncia a la libertad. En su libro La postmodernidad y sus descontentos,(11) Zygmunt Bauman invierte el diagnóstico de Freud: los problemas y los malestares más comunes hoy son producto de un intercambio por el cual renunciamos a la seguridad para obtener cada vez más libertad. Pero ¿de qué libertad hablamos, si nuestro tiempo y nuestras energías están completamente absorbidas por el business?

El tránsito postmoderno ha estado marcado por un desencadenamiento de la libido, por un intercambio en el que hemos renunciado a gran parte de la seguridad burguesa a cambio de una libertad que se concreta cada vez más sólo en el plano económico. La llamada revolución sexual de los años sesenta y setenta no fue, o no fue sólo, un aumento de la cantidad de cuerpos disponibles para el sexo. Fue sobre todo una mutación en la percepción del tiempo vivido. El tiempo de la vida era tiempo del encuentro de las palabras, de los cuerpos, sin otra finalidad que aquella gratuita del conocerse.

No sé si hoy se hace el amor más o menos que en aquellos años. Me parece que mucho menos, pero no es esa la cuestión. La cuestión es que la sexualidad no tiene ya relación con el conocerse, con la gratuidad. Es descarga de energía rabiosa, exhibición de estatus y, sobre todo, consumo. La prostitución no es ya, como en tiempos pasados, una dimensión marginal y viciosa, sino una actividad industrial regulada, la principal válvula de desahogo de la agresividad sexual de una sociedad que no conoce ya la gratuidad. La desregulación económica completa una desregulación existencial que tomó su impulso de las culturas antiautoritarias. Pero para las culturas antiautoritarias la libertad era ante todo un ejercicio antieconómico y anticapitalista. Hoy la libertad ha sido encerrada en el espacio de la economía capitalista y se reduce a la libre competencia en un horizonte obligatorio.

Cuando a la libertad se le sustrae el tiempo para poder gozar del propio cuerpo y del cuerpo de otros, cuando la posibilidad de disfrutar del medio natural y urbano es destruida, cuando los demás seres humanos son competidores enemigos o aliados poco fiables, la libertad se reduce a un gris desierto de infelicidad. No es ya la neurosis, sino el pánico, la patología dominante de la sociedad postburguesa, en la que el deseo es invertido de forma cada vez más obsesiva en la empresa económica y en la competencia. Y el pánico se convierte en depresión apenas el objeto del deseo se revela como lo que es, un fantasma carente de sentido y sensualidad.

El sufrimiento, la miseria existencial, la soledad, el océano de tristeza de la metrópolis postindustrial, la enfermedad mental. Éste es el argumento del que se ocupa hoy la crítica de la economía política del capital.

notas:
1. En el sentido norteamericano de liberal radical partidario de una absoluta libertad de los individuos frente al Estado, distinto de su acepción europea como sinónimo de anarquista. [N. del E.]
2. UMTS, tecnologías que permiten el acceso a Internet a través de los teléfonos móviles. [N. del E.]
3. Mitopoiesis podría ser traducido como generación creativa de mitos. El neologismo, de doble raíz helénica, ha quedado sin embargo incoporado al léxico político de los movimientos, gracias en buena mediad a la actividad del grupo italiano Wu Ming, y de su predecesor europeo Luther Blissett. Para un desarrollo de la actividad de este grupo léase Wu Ming, Esta revolución no tiene rostro, Madrid, Acuarela, 2002. [N. del E.] de la red, caminando al borde del abismo que la guerra y la recesión han abierto.
4. Hundimiento de las acciones de las empresas dotcom («puntocom»), empresas cuya actividad se realiza sobre todo en, y en relación con, Internet. [N. del E.]
5. Bill Gates y J. A. Bravo, Los negocios en la era digital, Barcelona, P & J 1999.
6. Paul Virilio, Vitese et politique: essai de dromologie, Paris, Galilée 1977.
7. Realización simultánea y en paralelo de más de una tarea. [N. del E.]
8. Christian Marazzi, Christian Marazzi, Capitale e linguaggio. Dalla new economy all’economia di guerra, Roma, DeriveApprodi 2002., Roma, DeriveApprodi 2002.
9. Thomas H. Davenport y John C. Beck, La economía de la atención: el nuevo valor de los negocios, Barcelona, Paidós 2002.
10. Puesta al día, incremento artificial de su capacidad. [N. del E.]
11. Zygmunt Bauman, La postmodernidad y sus descontentos, Madrid, Akal 2001.

Franco Berardi ‘Bifo’, La fábrica de la infelicidad. Nuevas formas de trabajo y movimiento global, Editorial Traficantes de Sueños. Año 2003

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Plan ciudadano para actuar en caso de accidente nuclear

Publicada el 27/08/2012 - 19/10/2022 por raas

Fundación para la defensa del ambiente (FUNAM) Cátedra de Biología Evolutiva (Facultad de Psicología, Universidad Nacional de Córdoba)

Autor: Prof. Dr. Raúl A. Montenegro, Biólogo, Colaboraron: Nayla Azzinnari (Revisión) , Alejandro Noriega (Apoyo Gráfico)

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(libro) Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia

Publicada el 02/08/2012 - 28/06/2022 por Ecotropía

Capitalismo y esquizofrenia es una obra teórica en dos volúmenes (El Anti-Edipo de 1972 y Mil Mesetas de 1980) escrita por los autores franceses. Mil mesetas (en francés: Mille Plateaux, 1980) es el segundo volumen de Capitalismo y esquizofrenia. El libro está escrito en una serie de «mesetas», un concepto derivado de Gregory Bateson, identificadas por una fecha y un título particular. Cada una se refiere a una era o fecha que haya tenido un rol central en el mundo. El libro refleja el rechazo de Deleuze y Guattari hacia la organización jerárquica arborescente en favor de un crecimiento rizomático menos estructurado. Un concepto central del libro opone la máquina de guerra nómada al aparato estatal. En la última meseta se invoca la mecanósfera.

Por Gilles Deleuze y Félix Guattari

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Patología de la normalidad

Publicada el 29/07/2012 - 12/12/2012 por raas

«Una tranquilidad de muerte impide toda relación de amor, es una barrera para la creación. Una gran enfermedad. Realizar la ruptura, ir a través de la locura, representa la salvación.» Mary Barnes.

Hoy la psiquiatría vuelve a afirmar, al igual que en sus orígenes, la base biológica de la enfermedad mental. De esta manera parece superar la crítica y las influencias del psicoanálisis, primero, y del movimiento antipsiquiátrico después. La realidad cultural de la persona, así como de las personas y del ambiente que la rodean, quedan relegadas en el mejor de los casos a un distante segundo plano, apareciendo como indiscutible la teoría que afirma que la enfermedad mental, específicamente la «esquizofrenia», es «producto de un desequilibrio químico en el cerebro», tal como sentencla el articulista del diario El Comercio Erick Orbegozo.

Los discípulos del dr. Honorio Delgado, legiones de médicos siempre ansiosos de «curar» a las personas estupidizándolas con lobotomías, electrochoques y sedantes, están alegres al ver cómo las ideas de su maestro toman nuevo vigor. Sin embargo, y en aras de la honestidad intelectual y del bienestar de la gran cantidad de personas que son invalidadas con algún rótulo de anormalidad (bioneurótica, maniaco-depresiva, esquizofrénica y una amplia gama de vocablos de oscura delimitación y significación) es necesario decir que la bioquímica es claramente insuficiente para explicar causalmente la «esquizofrenia» y las llamadas «enfermedades mentales».

El Dr. Honorio Delgado, de quien hace dos años se conmemoraron 25 años de su muerte, no pareció sacar conclusiones correctas de los hechos que todo neurofisiólogo conoce, quizá por la misma estrechez mental -que él confundía con salud mental- que lo hizo ferviente partidario del nazismo y experimentar toda clase de tratamientos (desde shocks insulínicos hasta lobotomías) con sus pacientes del Larco Herrera, a varios de los cuales asesinó con absoluta impunidad.

Hablar de un desequilibrio bioquímico como causa de la «esquizofrenia» implica ignorar u olvidar que no existe noción de equilibrio como algo estable y estático. El neurofisiólogo francés Paul Chauchard, en su obra «El cerebro y la conciencia», afirma que «el equilibrio es un estado inestable, una fatigosa autorregulación en continuo desarreglo». Afirma además que el funcionamiento cerebral es de origen reflejo, es decir que la excitabilidad de las neuronas reaccionan a los estímulos exteriores. Explica la mente como una distribución fluctuante de excitaciones e inhibiciones neurónicas, donde las ondas eléctricas son un síntoma de perturbación de la materia viva que se traduce en modificaciones químicas.

Si entendemos que el cerebro es el órgano que hace posible que exista la mente, y que ésta es una proyeccion del exterior, y si aceptamos que una sociedad (sobre todo si tiene pretensiones totalitarias) condiciona la mente de las personas de acuerdo a sus intereses, entenderemos la posición del Joseph Berke, antipsiquiatra estadunidense, quien declara que la esquizofrenia no existe como condición sino como etiqueta que se aplica a algunas personas por mostrar conductas experiencias que no encajan en una determinada realidad social o microsocial; o la del Dr. David Cooper, quien señala que la enfermedad no está en una persona sino en un sistema relaciones del cual el considerado «loco» forma parte.

De esto se sigue que la enfermedad mental no existe. Cuando la enfermedad mental se puede ubicar y explicar en términos biológicos no se trata de enfermedad mental sino de enfermedades del cerebro (envejecimiento cerebral patológico, epilepsia…) que en el universo de enfermedades psiquiátricas son una pequeña minoría: la gran mayoría de casos desborda groseramente las teorías biologicistas.

Afirmar que la «esquizofrenia» tiene origen en un desequibrio bioquímico equivale a afirmar que el amor lo tiene, porque toda la vida psíquica la tiene, y toda bioquímica necesita de alguna clase de estímulo para desencadenarse. Por ejemplo, es gracias a los «desequilibrios» bioquímicos que el ser humano puede experimentar emociones. Recordamos que alguna vez la revista española Cambio 16 incluyó un articulo titulado «El amor es pura química». Afirmaba que la experiencia de enamoramiento es ocasionada por sustancias químicas producidas por el cerebro. Pero no mencionaba que estas sustancias se producen ante ciertos estímulos (que incluso podrían ser internos en el caso de una autoinducción voluntaria) y que la calidad y recepción de estos estímulos pasan por un velo cultural.

Si pensamos que eso que se conoce como amor hace que algunas personas pierdan la capacidad de pensar claramente, desarrollen impulsos agresivos y hasta asesinen, veremos que tiene tanto sentido inventar tratamientos para los «esquizofrénicos» como para los «enamorados». Y si además hacemos el ejercicio de imaginar a alguien que ama fuera de los cauces sociales, con intensidad pero sin desarrollar sentimientos de propiedad o sin exigir correspondencia, veremos el caso de una bioquímica cerebral activada con características que podnamos llamar contraculturales, por demás legítimas, pero que la psiquiatría no dudará en tachar de desorden emocional o de alteración mental, utilizando términos como «fijación paranoide» o «excitación maniaca».

La psiquiatría ha sido y es (antes más brutalmente que hoy) un agente de control social que se propone la regulación estricta de la experiencia humana y la perpetuación de las costumbres sociales establecidas. Si observarnos la experiencia artística veremos que las obras de arte no triviales no nacen precisamente de espíritus conformistas ni en «momentos de normalidad» bioquimica. Las descripciones de los «momentos de alteracion» y de extásis creativo pueden crear ansiedad en más de un psiquiatra estancado en su normalidad.

Margarita Durás decía que el arte «es la facultad que tengo para escribir al lado mío»; Max Ernst afirmaba que la «identidad será convulsiva o no será»; André Breton hablaba de «esa noche profunda con la que me vinculo, haciendo abstracción de mí mismo y de todo lo demás». El mismo Breton escribió: «sé que si estuviera loco, aprovecharía el internamiento para asesinar fríamente al que se pusiera a mi alcance, con preferencia al médico». Es casi innecesario decir que los psiquiatras tacharon a los surrealistas de narcisistas, obsesos, procedistas, y que toda persona que se juega la vida al crear, sumergiéndose en una vorágine receptiva y sensorial y desestructurando la rigidez del yo, es, desde el punto de vista de la ortodoxia psiquiátrica, un enajenado mental.

Es un error creer en las advertencias que da la psiquiatría para cuidar la «salud mental» de las personas, porque sin una mente rígidamente moldeada no habría posibilidad de desórdenes mentales, sin una noción fosilizadora de persona no habría personas que se quiebren. Las fronteras entre salud y enfermedad mental son ilusorias; lo único patólogico es pretender normalidad. Acerca de la erradicación de esta patología nada nos dice el psicoanálisis, convertido en una práctica conformista de ajuste social. No así la antipsiquiatría, que propone como camino para superar la detención en la Normalidad y, al mismo tiempo, para evitar la reclusión en un hospital, el tomar conciencia de la propia situación y hacerse cargo.

D. Cooper habla de desarrollar una «táctica de discreción para enloquecer», que pasa por reconocer los desórdenes emocionales, las inadaptaciones a la norma, Ias crisis de pensamiento, las dudas existenciales (que cuestionan nuestra frágil y engañosa base ontológica) como valiosos síntomas de vitalidad; y por su exploración y profundización como parte de una radical desestructuración de la propia mente para que al final en verdad sea propia y no el simple reflejo de Ellos.

Cooper sugiere experiencias límites que sean capaces de vaciar la mente y permitir experimentar la nada del propio del ser, en un instante, porque al siguiente uno regresa y es nuevamente uno separado y único, frente a los demás y el mundo. Esto hará imposible todo «lavado de cerebro», que Paul Chauchard define como la manipulación exterior del cerebro humano que lleva a su total adiestramiento. Cooper no habla de escapismos o de soluciones individuales absolutas, sino de «partir con la promesa interior de regresar transformados para transformar al mundo».

Evidentemente, en este proceso desaparece toda medicación tendente a anular la sensibilidad y toda violencia que entraña la división entre un analista (médico) y un analizado (paciente). Lo que no quiere decir que no se necesita ayuda. Esta terapia se da en primer lugar en soledad, y en segundo lugar, y sin perder la primera condición, en la relación con personas con experiencias que se reconocen en similares travesías. Sólo puede ayudar quien de alguna manera necesita también ser ayudado. El proceso liberatorio no tiene fin, no existen metas perfectas. La libertad conquistada se extiende, objetivándose, realizándose, en las relaciones con los otros hasta el infinito. Extirpada la patología de la normalidad queda una existencia sostenida por uno mismo y no por las normas y las miradas de los otros, una vida desconocida que es posible ir configurando en la vida diaria, en la intimidad, en la relación, muchas veces tortuosa con los demás.

Carlos M. Extraído de «A-Cultura» – Perú

Sobre el origen del sufrimiento psicológico

«La salud no consiste en estar nunca infeliz o siempre sano, sino básicamente es la capacidad del organismo para salir de la infelicidad o de la enfermedad» Wilhelm Reich. «Salud no es igual a normalidad: salud es la capacidad (perdida o disminuida en la actualidad) para conectar con nuestras propias necesidades vitales así como la capacidad para la búsqueda de la satisfacción adecuada a dichas necesidades. Salud es la posibilidad de autogestionar nuestras vidas.» Yolanda González Vara.

Somos mucho mejores de lo que aparentamos, nacemos llenos de cualidades que manifestamos cuando gozamos de salud mental. Sin embargo, la Humanidad entera está mal de los nervios (incluyendo también a los profesionales de la salud mental). Vivimos en un ambiente enloquecedor, donde los trastornos sociales nos repercuten gravemente y la descarga emocional es reprimida casi siempre y sustituida por falsas necesidades. De niños convivimos con adultos que nos contagian sin querer su sufrimiento psicológico.

Además, los que se dan cuenta de las opresiones sociales, las denuncian e intentan suprimirlas, son castigados: pierden el trabajo, son marginados, amenazados, torturados, muertos, encarcelados, exiliados, psiquiatrizados… Y es que la Medicina, la Psicología y la Psiquiatría no son imparciales, están al servicio de los intereses económicos de la clase explotadora y ésta trata de evitar que las cosas puedan cambiar. Pero en esta sociedad todos salimos perjudicados: tanto el opresor como el oprimido sufren deterioro mental y son degradados humanamente, dándose a veces un maltrato en cadena. Por tanto, la solución estará en romper el aislamiento, escucharse, desahogar… Apoyo mutuo y buscar el cambio social. Tenemos trabajo emocionante para todos.

Eneko Landaburu, Egin 31/10/95, extracto.

«Un organismo vivo es la quintaesencia de un sistema sinérgico; esto es, el todo es más que la suma de sus partes. Sin embargo, como la complejidad de los fenómenos bioquímicos imposibilita el análisis de todo el sistema, la bioquímica ha intentado descubrir las secretos de la función celular estudiando sus partes aisladamente. Por tanto, por necesidad, la bioquímica ha sido siempre una ciencia reductiva.»

J. David Rawn, en su libro de bioquímica.

revista Ekintza Zuzena http://www.nodo50.org/ekintza

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La urbe totalitaria

Publicada el 29/07/2012 - 08/10/2024 por Ecotropía

Los dirigentes democráticos han conseguido por medios técnicos lo que los regímenes totalitarios lograron por medios políticos y policiales: la masificación por el aislamiento total, la movilidad incesante y el control absoluto. La urbe contemporánea es suavemente totalitaria porque es la realización de la utopía nazi-estalinista sin gulags ni ruido de cristales rotos.

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Publicado en • Análisis, • Control, • Ecocidios, • General, • Insalubridad, • Multiviolencias, • Neoesclavitud, • Psicopatologías, • TecnocidioEtiquetado como artificialización del entorno vital, artificialización higiénica, conciencia histórica, conflictos presentes, desregularización de los mercados, globalización, imperio de las finanzas, megalópolis, Miguel Amorós, perpetuo presente, post-capitalismo, privatización y mercantilización, tecno-economía, tecnocracia totalitaria, totalitarismo urbanístico, Turbo-capitalismo, urbe totalitariaDejar un comentario

(libro) Energía y equidad

Publicada el 13/06/2012 - 13/06/2022 por Ecotropía

«Cuando el lector se enfrenta por primera vez al texto de Energía y equidad, debería tener en cuenta que en realidad está leyendo un estudio de caso empleado por el autor para demostrar una tesis ya avanzada en otro de sus escritos. En palabras del propio Illich, «Energía y equidad no es sino un postfacio de La convivencialidad». Parece lógico, por tanto, introducir un breve análisis de lo señalado en este texto antes de continuar.

La idea principal, o tesis, que Illich plantea en La convivencialidad es que las sociedades en vías de desarrollo deben imponer límites al progreso industrial, para evitar que en ellas se produzcan las nefastas transformaciones socioculturales que ya experimentan las sociedades desarrolladas. Illich identifica diferentes efectos perversos provocados por el progreso industrial sobre el hombre y, en todos ellos, el elemento común que los define es la pérdida de libertad del individuo y de su capacidad para expresarse, pensar y obrar como ser individual.

Pero, ¿cómo ha podido producirse tal transformación sin que la sociedad se haya revelado? Precisamente por la ausencia de límites al desarrollo tecnológico. En pos de un mejor modo de vida, o bienestar, la sociedad ha permitido que el desarrollo tecnológico perfeccionase herramientas primero, máquinas después y autómatas por último, que aliviasen el esfuerzo de habitar. Pero debido a esta dependencia del bienestar, el individuo se ha vuelto débil y sumiso ante las instituciones, la tecnología y el progreso, las verdaderas productoras y controladoras del bien deseado.

La paradoja de esta sumisión está en que el estándar de vida ideal sólo es posible para unos pocos individuos, ya que los recursos naturales no son suficientes para proveerle a todo el mundo el nivel de confort soñado. En consecuencia, el individuo se somete cada vez más a sus dominadores con la esperanza de alcanzar un pedazo del bienestar ideal, quedando completamente anulado como ser libre. Ante tal panorama, Illich plantea como única solución para garantizar una sociedad libre y en equilibrio con su entorno el establecimiento voluntario de unos umbrales de crecimiento por parte de la sociedad». Sonia Freire Trigo

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El propósito de la educación

Publicada el 23/04/2012 - 12/05/2023 por Ecotropía

Tal vez algunos de ustedes no hayan comprendido por completo todo lo que he estado diciendo acerca de la libertad; pero, como lo he señalado, es muy importante que uno se exponga a ideas nuevas, a algo para lo cual puede no estar acostumbrado. Es bueno ver lo que es bello, pero ustedes tienen que observar también las cosas feas de la vida, tienen que estar despiertos a todo. De la misma manera, tienen que abrirse a cosas que quizás no comprenden por completo, porque cuanto más piensen y reflexionen sobre estos temas que pueden ser algo difíciles para ustedes, tanto mayor será la capacidad que tengan para vivir plenamente.

Por Jiddu Krishnamurti

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Elogio de la ociosidad

Publicada el 22/04/2012 - 19/12/2012 por raas

Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado. Todo el mundo conoce la historia del viajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (era antes de la época de Mussolini) y ofreció una lira al más perezoso de todos.  

Once de ellos se levantaron de un salto para reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero hacía lo correcto. Pero en los países que no disfrutan del sol mediterráneo, la ociosidad es más difícil y para promoverla se requeriría una gran propaganda. Espero que, después de leer las páginas que siguen, los dirigentes de la Asociación Cristiana de jóvenes emprendan una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es así, no habré vivido en vano. Antes de presentar mis propios argumentos en favor de la pereza, tengo que refutar uno que no puedo aceptar. Cada vez que alguien que ya dispone de lo suficiente para vivir se propone ocuparse en alguna clase de trabajo diario, como la enseñanza o la mecanografía, se le dice, a él o a ella, que tal conducta lleva a quitar el pan de la boca a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si este argumento fuese válido, bastaría con que todos nos mantuviésemos inactivos para tener la boca llena de pan. Lo que olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre suele gastar lo que gana, y al gastar genera empleo. Al gastar sus ingresos, un hombre pone tanto pan en las bocas de los demás como les quita al ganar. El verdadero malvado, desde este punto de vista, es el hombre que ahorra. Si se limita a meter sus ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino francés, es obvio que no genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos obvia, y se plantean diferentes casos.

Una de las cosas que con más frecuencia se hacen con los ahorros es prestarlos a algún gobierno. En vista del hecho de que el grueso del gasto público de la mayor parte de los gobiernos civilizados consiste en el pago de deudas de guerras pasadas o en la preparación de guerras futuras, el hombre que presta su dinero a un gobierno se halla en la misma situación que el malvado de Shakespeare que alquila asesinos. El resultado estricto de los hábitos de ahorro del hombre es el incremento de las fuerzas armadas del estado al que presta sus economías. Resulta evidente que sería mejor que gastara el dinero, aun cuando lo gastara en bebida o en juego.

Pero -se me dirá- el caso es absolutamente distinto cuando los ahorros se invierten en empresas industriales. Cuando tales empresas tienen éxito y producen algo útil, se puede admitir. En nuestros días, sin embargo, nadie negará que la mayoría de las empresas fracasan. Esto significa que una gran cantidad de traba o humano, que hubiera podido dedicarse a producir algo susceptible de ser disfrutado, se consumió en la fabricación de máquinas que, una vez construidas, permanecen paradas y no benefician a nadie. Por ende, el hombre que invierte sus ahorros en un negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como a sí mismo. Si gasta su dinero -digamos- en dar fiestas a sus amigos, éstos se divertirán -cabe esperarlo-, al tiempo en que se beneficien todos aquellos con quienes gastó su dinero, como el carnicero, el panadero y el contrabandista de alcohol. Pero si lo gasta -digamos- en tender rieles para tranvías en un lugar donde los tranvías resultan innecesarios, habrá desviado un considerable volumen de trabajo por caminos en los que no dará placer a nadie. Sin embargo, cuando se empobrezca por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima de una desgracia inmerecida, en tanto que al alegre derrochador, que gastó su dinero filantrópicamente, se le despreciará como persona alocada y frívola.

Nada de esto pasa de lo preliminar. Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél.

Ante todo, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposición de la materia en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con otra materia dada; la segunda: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es desagradable y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada. La segunda clase es susceptible de extenderse indefinidamente: no solamente están los que dan órdenes, sino también los que dan consejos acerca de qué órdenes deben darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres dan simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto se llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas acerca de los cuales ha de darse consejo, sino el conocimiento del arte de hablar y escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propaganda.

En Europa, aunque no en Norteamérica, hay una tercera clase de hombres, más respetada que cualquiera de las clases de trabajadores. Hay hombres que, merced a la propiedad de la tierra, están en condiciones de hacer que otros paguen por el privilegio de que les consienta existir y trabajar. Estos terratenientes son gentes ociosas, y por ello cabría esperar que yo los elogiara. Desgraciadamente, su ociosidad solamente resulta posible gracias a la laboriosidad de otros; en efecto, su deseo de cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo el evangelio del trabajo. Lo último que podrían desear es que otros siguieran su ejemplo.

Desde el comienzo de la civilización hasta la revolución industrial, un hombre podía, por lo general, producir, trabajando duramente, poco más de lo imprescindible para su propia subsistencia y la de su familia, aun cuando su mujer trabajara al menos tan duramente como él, y sus hijos agregaran su trabajo tan pronto como tenían la edad necesaria para ello. El pequeño excedente sobre lo estrictamente necesario no se dejaba en manos de los que lo producían, sino que se lo apropiaban los guerreros y los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había excedente; los guerreros y los sacerdotes, sin embargo, seguían reservándose tanto como en otros tiempos, con el resultado de que muchos de los trabajadores morían de hambre.

Este sistema perduró en Rusia hasta 1917 [*] y todavía perdura en Oriente; en Inglaterra, a pesar de la revolución industrial, se mantuvo en plenitud durante las guerras napoleónicas y hasta hace cien años, cuando la nueva clase de los industriales ganó poder. En Norteamérica, el sistema terminó con la revolución, excepto en el Sur, donde sobrevivió hasta la guerra civil. Un sistema que duró tanto y que terminó tan recientemente ha dejado, como es natural, una huella profunda en los pensamientos y las opiniones de los hombres. Buena parte de lo que damos por sentado acerca de la conveniencia del trabajo procede de este sistema, y, al ser preindustrial, no está adaptado al mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible que el ocio, dentro de ciertos límites, no sea la prerrogativa de clases privilegiadas poco numerosas, sino un derecho equitativamente repartido en toda la comunidad. La moral del trabajo es la moral de los ‘esclavos, y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud.

Es evidente que, en las comunidades primitivas, los campesinos, de haber podido decidir, no hubieran entregado el escaso excedente con que subsistían los guerreros y los sacerdotes, sino que hubiesen producido menos o consumido más. Al principio, era la fuerza lo que los obligaba a producir y entregar el excedente. Gradualmente, sin embargo, resultó posible inducir a muchos de ellos a aceptar una ética según la cual era su deber trabajar intensamente, aunque parte de su trabajo fuera a sostener a otros, que permanecían ociosos. Por este medio, la compulsión requerida se fue reduciendo y los gastos de gobierno disminuyeron. En nuestros días, el noventa y nueve por ciento de los asalariados británicos, se sentirían realmente impresionados si se les dijera que el rey no debe tener ingresos mayores que los de un trabajador.

El deber, en términos históricos, ha sido un medio, ideado por los poseedores del poder, para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos mas que para su propio interés. Por supuesto, los poseedores del poder también han hecho lo propio aún ante si mismos, y sé las arreglan para creer que sus intereses son idénticos a los más grandes intereses de la humanidad. A veces esto es cierto; los atenienses propietarios de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su tiempo libre en hacer una contribución permanente a la civilización, que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la civilización.

La técnica moderna ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de trabajo requerida para asegurar lo imprescindible para la vida de todos. Esto se hizo evidente durante la guerra. En aquel tiempo, todos los hombres de las fuerzas armadas, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en la fabricación de municiones, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en espiar, en hacer propaganda bélica o en las oficinas del gobierno relacionadas con la guerra, fueron apartados de las ocupaciones productivas. A pesar de ello, el nivel general de bienestar físico entre los asalariados no especializados de las naciones aliadas fue más alto que antes y que después. La significación de este hecho fue encubierta por las finanzas: los préstamos hacían aparecer las cosas como si el futuro estuviera alimentando al presente. Pero esto, desde luego, hubiese sido imposible; un hombre no puede comerse una rebanada de pan que todavía no existe.

La guerra demostró de modo concluyente que la organización científica de la producción permite mantener las poblaciones modernas en un considerable bienestar con sólo una pequeña parte de la capacidad de trabajo del mundo entero. Si la organización científica, que se había concebido para liberar hombres que lucharan y fabricaran municiones, se hubiera mantenido al finalizar la guerra, y se hubiesen reducido a cuatro las horas de trabajo, todo hubiera ido bien. En lugar de ello, fue restaurado el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba se vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto se le dejó morir de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y un hombre no debe recibir salarios proporcionados a lo que ha producido, sino proporcionados a su virtud, demostrada por su laboriosidad.

Ésta es la moral del estado esclavista, aplicada en circunstancias completamente distintas de aquellas en las que surgió. No es de extrañar que el resultado haya sido desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos que, en un momento determinado, cierto número de personas trabaja en la manufactura de alfileres. Trabajando -digamos- ocho horas por día, hacen tantos alfileres como el mundo necesita. Alguien inventa un ingenio con el cual el mismo número de personas puede hacer dos veces el número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita duplicar ese número de alfileres: los alfileres son ya tan baratos, que difícilmente pudiera venderse alguno más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los implicados en la fabricación de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes.

Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres aún trabajan ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patronos quiebran, y la mitad de los hombres anteriormente empleados en la fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de los hombres están absolutamente ociosos, mientras la otra mitad sigue trabajando demasiado. De este modo, queda asegurado que el inevitable tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?

La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos. En Inglaterra, a principios del siglo XIX, la jornada normal de trabajo de un hombre era de quince horas; los niños hacían la misma jornada algunas veces, y, por lo general, trabajarán doce horas al día. Cuando los entrometidos apuntaron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, les dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Cuando yo era niño, poco después de que los trabajadores urbanos hubieran adquirido el voto, fueron establecidas por ley ciertas fiestas públicas, con gran indignación de las clases altas. Recuerdo haber oído a una anciana duquesa decir: «¿Para qué quieren las fiestas los pobres? Deberían trabajar». Hoy, las gentes son menos francas, pero el sentimiento persiste, y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.

Consideremos por un momento francamente, sin superstición, la ética del trabajo. Todo ser humano, necesariamente, consume en el curso de su vida cierto volumen del producto del trabajo humano. Aceptando, cosa que podemos hacer, que el trabajo es, en conjunto, desagradable, resulta injusto que un hombre consuma más de lo que produce. Por supuesto, puede prestar algún servicio en lugar de producir artículos de consumo, como en el caso de un médico, por ejemplo; pero algo ha de aportar a cambio de su manutención y alojamiento. En esta medida, el deber de trabajar ha de ser admitido; pero solamente en esta medida.

No insistiré en el hecho de que, en todas las sociedades modernas, aparte de la URSS, mucha gente elude aun esta mínima cantidad de trabajo; por ejemplo, todos aquellos que heredan dinero y todos aquellos que se casan por dinero. No creo que el hecho de que se consienta a éstos permanecer ociosos sea casi tan perjudicial como el hecho de que se espere de los asalariados que trabajen en exceso o que mueran de hambre.

Si el asalariado Ordinario trabajase cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no habría paro -dando por supuesta cierta muy moderada cantidad de organización sensata-. Esta idea escandaliza a los ricos porque están convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre. En Norteamérica, los hombres suelen trabajar largas horas, aun cuando ya estén bien situados; estos hombres, naturalmente, se indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados, excepto bajo la forma del inflexible castigo del paro; en realidad, les disgusta el ocio aun para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras desean que sus hijos trabajen tanto que no les quede tiempo para civilizarse, no les importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún trabajo en absoluto. La esnob atracción por la inutilidad, que en una sociedad aristocrática abarca a los dos sexos, queda, en una plutocracia, limitada a las mujeres; ello, sin embargo, no la pone en situación más acorde con el sentido común.

El sabio empleo del tiempo libre -hemos de admitirlo- es un producto de la civilización y de la educación. Un hombre que ha trabajado largas horas durante toda su vida se aburrirá si queda súbitamente ocioso. Pero, sin una cantidad considerable de tiempo libre, un hombre se verá privado de muchas de las mejores cosas. Y ya no hay razón alguna para que el grueso de la gente haya de sufrir tal privación; solamente un necio ascetismo, generalmente vicario, nos lleva a seguir insistiendo en trabajar en cantidades excesivas, ahora que ya no es necesario.

En el nuevo credo dominante en el gobierno de Rusia, así como hay mucho muy diferente de la tradicional enseñanza de Occidente, hay algunas cosas que no han cambiado en absoluto. La actitud de las clases gobernantes, y especialmente de aquellas que dirigen la propaganda educativa respecto del tema de la dignidad del trabajo, es casi exactamente la misma que las clases gobernantes de todo el mundo han predicado siempre a los llamados pobres honrados. Laboriosidad, sobriedad, buena voluntad. para trabajar largas horas a cambio de lejanas ventajas, inclusive sumisión a la autoridad, todo reaparece; por añadidura, la autoridad todavía representa la voluntad del Soberano del Universo. Quien, sin embargo, recibe ahora un nuevo nombre: materialismo dialéctico.

La victoria del proletariado en Rusia tiene algunos puntos en común con la victoria de las feministas en algunos otros países. Durante siglos, los hombres han admitido la superior santidad de las mujeres, y han consolado a las mujeres de su inferioridad afirmando que la santidad es más deseable que el poder. Al final, las feministas decidieron tener las dos cosas, ya que las precursoras de entre ellas creían todo lo que los hombres les habían dicho acerca de lo apetecible de la virtud, pero no lo que les habían dicho acerca de la inutilidad del poder político. Una cosa similar ha ocurrido en Rusia por lo que se refiere al trabajo manual.

Durante siglos, los ricos y sus mercenarios han escrito en elogio del trabajo honrado, han alabado la vida sencilla, han profesado una religión que enseña que es mucho más probable que vayan al cielo los pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer creer a los trabajadores manuales que hay cierta especial nobleza en modificar la situación de la materia en el espacio, tal y como los hombres trataron de hacer creer a las mujeres que obtendrían cierta especial nobleza de su esclavitud sexual. En Rusia, todas estas enseñanzas acerca de la excelencia del trabajo manual han sido tomadas en serio, con el resultado de que el trabajador manual se ve más honrado que nadie. Se hacen lo que, en esencia, son llamamientos a la resurrección de la fe, pero no con los antiguos propósitos: se hacen para asegurar los trabajadores de choque necesarios para tareas especiales. El trabajo manual es el ideal que se propone a los jóvenes, y es la base de toda enseñanza ética.

En la actualidad, posiblemente, todo ello sea para bien. Un país grande, lleno de recursos naturales, espera el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo un uso muy escaso del crédito. En tales circunstancias, el trabajo duro es necesario, y cabe suponer que reportará una gran recompensa. Pero ¿qué sucederá cuando se alcance el punto en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar largas horas?

En Occidente tenemos varias maneras de tratar este problema. No aspiramos a Injusticia económica; de modo que una gran proporción del producto total va a parar a manos de una pequeña minoría de la población, muchos de cuyos componentes no trabajan en absoluto. Por ausencia de todo control centralizado de la producción, fabricamos multitud de cosas que no hacen falta. Mantenemos ocioso un alto porcentaje de la población trabajadora, ya que podemos pasarnos sin su trabajo haciendo trabajar en exceso a los demás. Cuando todos estos métodos demuestran ser inadecuados, tenemos una guerra: mandamos a un cierto número de personas a fabricar explosivos de alta potencia y a otro número determinado a hacerlos estallar, como si fuéramos niños que acabáramos de descubrir los fuegos artificiales. Con una combinación de todos estos dispositivos nos las arreglamos, aunque con dificultad, para mantener viva la noción de que el hombre medio debe realizar una gran cantidad de duro trabajo manual.

En Rusia, debido a una mayor justicia económica y al control centralizado de la producción, el problema tiene que resolverse de forma distinta. La solución racional sería, tan pronto como se pudiera asegurar las necesidades primarias y las comodidades elementales para todos, reducir las horas de trabajo gradualmente, dejando que una votación popular decidiera, en cada nivel, la preferencia por más ocio o por más bienes. Pero, habiendo enseñado la suprema virtud del trabajo intenso, es dificil ver cómo pueden aspirar las autoridades a un paraíso en el que haya mucho tiempo libre y poco trabajo. Parece más probable que encuentren continuamente nuevos proyectos en nombre de los cuales la ociosidad presente haya de sacrificarse a la productividad futura. Recientemente he leído acerca de un ingenioso plan propuesto por ingenieros rusos para hacer que el mar Blanco y las costas septentrionales de Siberia se calienten, construyendo un dique a lo largo del mar de Kara. Un proyecto admirable, pero capaz de posponer el bienestar proletario por toda una generación, tiempo durante el cual la nobleza del trabajo sería proclamada en los campos helados y entre las tormentas de nieve del océano Ártico. Esto, si sucede, será el resultado de considerar la virtud del trabajo intenso como un fin en sí misma, más que como un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual tal trabajo ya no fuera necesario.

El hecho es que mover materia de un lado a otro, aunque en cierta medida es necesario para nuestra existencia, no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la vida humana. Si lo fuera, tendríamos que considerar a cualquier bracero superior a Shakespeare. Hemos sido llevados a conclusiones erradas en esta cuestión por dos causas. Una es la necesidad de tener contentos a los pobres, que ha impulsado a los ricos durante miles de años, a reivindicar la dignidad del trabajo, aunque teniendo buen cuidado de mantenerse indignos a este respecto. La otra es el nuevo placer del mecanismo, que nos hace deleitarnos en los cambios asombrosamente inteligentes que podemos producir en la superficie de la tierra. Ninguno de esos motivos tiene gran atractivo para el que de verdad trabaja. Si le preguntáis cuál es la que considera la mejor parte de su vida, no es probable que os responda: «Me agrada el trabajo físico porque me hace sentir que estoy dando cumplimiento a la más noble de las tareas del hombre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre puede transformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo exige períodos de descanso, que tengo que pasar lo mejor posible, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la mañana y puedo volver a la labor de la que procede mi contento». Nunca he oído decir estas cosas a los trabajadores.

Consideran el trabajo como debe ser considerado como un medio necesario para ganarse el sustento, y, sea cual fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en sus horas de ocio.

Podrá decirse que, en tanto que un poco de ocio es agradable, los hombres no sabrían cómo llenar sus días si solamente trabajaran cuatro horas de las veinticuatro. En la medida en que ello es cierto en el mundo moderno, es una condena de nuestra civilización; no hubiese sido cierto en ningún período anterior. Antes había una capacidad para la alegría y los juegos que, hasta cierto punto, ha sido inhibida por el culto a la eficiencia. El hombre moderno piensa que todo debería hacerse por alguna razón determinada, y nunca por sí mismo. Las personas serias, por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al cine, y nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero todo el trabajo necesario para construir un cine es respetable, porque es trabajo y porque produce beneficios económicos. La noción de que las actividacles deseables son aquellas que producen beneficio económico lo ha puesto todo patas arriba. El carnicero que os provee de carne y el panadero que os provee de pan son merecedores de elogio, ganando dinero; pero cuando vosotros digeris el alimento que ellos os han suministrado, no sois más que unos frívolos, a menos que comáis tan sólo para obtener energías para vuestro trabajo. En un sentido amplio, se sostiene que, ganar dinero es bueno mientras que gastarlo es malo. Teniendo en cuenta que son dos aspectos de la misma transacción, esto es absurdo; del mismo modo que podríamos sostener que las llaves son buenas, pero que los ojos de las cerraduras son malos. Cualquiera que sea el mérito que pueda haber en la producción de bienes, debe derivarse enteramente de la ventaja que se obtenga consumiéndolos. El individuo, en nuestra sociedad, trabaja por un beneficio, pero el propósito social de su trabajo radica en el consumo de lo que él produce.

Este divorcio entre los propósitos individuales y los sociales respecto de la producción es lo que hace que a los hombres les resulte tan difícil pensar con claridad en un mundo en el que la obtención de beneficios es el incentivo de la industria. Pensamos demasiado en la producción y demasiado poco en el consumo. Como consecuencia de ello, concedemos demasiado poca importancia al goce y a la felicidad sencilla, y no juzgamos la producción por el placer que da al consumidor.

Cuando propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras frivolidades. Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día deberían dar derecho a un hombre a los artículos de primera necesidad y a las comodidades elementales en la vida, y que el resto de su tiempo debería ser de él para emplearlo como creyera conveniente. Es una parte esencial de cualquier sistema social de tal especie el que la educación va a más allá del punto que generalmente alcanza en la actualidad y se proponga, en parte, despertar aficiones que capaciten al hombre para usar con inteligencia su tiempo libre. No pienso especialmente en la clase de cosas que pudieran considerarse pedantes. Las danzas campesinas han muerto, excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos que dieron lugar a que se las cultivara deben de existir todavía en la naturaleza humana. Los placeres de las poblaciones urbanas han llevado a la mayoría a ser pasivos: ver películas, observar partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente. Esto resulta del hecho de que sus energías activas se consuman solamente en el trabajo; si tuvieran más tiempo libre, volverían a divertirse con juegos en los que hubieran de tomar parte activa.

En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto la hacía necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos disminuían grandemente su mérito, pero, a pesar de estos inconvenientes, contribuyó a casi todo lo que llamamos civilización. Cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió los libros, inventó las máquinas y refinó las relaciones sociales. Aun la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie.

El sistema de una clase ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin embargo, extraordinariamente ruinoso. No se había enseñado a ninguno de los miembros de esta clase a ser laborioso, y la clase, en conjunto, no era excepcionalmente inteligente. Esta clase podía producir un Darwin, pero contra él habrían de señalarse decenas de millares de hidalgos rurales que jamás pensaron en nada más inteligente que la caza del zorro y el castigo de los cazadores furtivos. Actualmente, se supone que las universidades proporcionan, de un modo más sistemático, lo que la clase ociosa proporcionaba accidentalmente y como un subproducto. Esto representa un gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes. La vida de universidad es, en definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en un ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas de los hombres y las mujeres corrientes; por añadidura, sus medios de expresión suelen ser tales, que privan a sus opiniones de la influencia que debieran tener sobre el público en general. Otra desventaja es que en las universidades los estudios están organizados, y es probable que el hombre que se le ocurre alguna línea de investigación original se sienta desanimado. Las instituciones académicas, por tanto, si bien son útiles, no son guardianes adecuados de los intereses de la civilización en un mundo donde todos los que quedan fuera de sus muros están demasiado ocupados para atender a propósitos no utilitarios.

En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo pintor’ podrá pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros. Los escritores jóvenes no se verán forzados a llamar la atención por medio de sensacionales chapucerías, hechas con miras a obtener la independencia económica que se necesita para las obras monumentales, y para las cuales, cuando por fin llega la oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad. Los hombres que en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la economía o de la administración, será capaz de desarrollar sus ideas sin el distanciamiento académico, que suele hacer aparecer carentes de realismo las obras de los economistas universitarios. Los médicos tendrán tiempo de aprender acerca de los progresos de la medicina; los maestros no lucharán desesperadamente para enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demostrada en el intervalo.

Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solamente distracciones pasivas e insípidas. Es probable que al menos un uno por ciento dedique el tiempo que no le consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés público, y, puesto que no dependerá de tales tareas para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas por los viejos eruditos.

Pero no solamente en estos casos excepcionales se manifestarán las ventajas del ocio. Los hombres y las mujeres corrientes, al tener la oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con suspicacia. La afición a la guerra desaparecerá, en parte por la razón que antecede y en parte porque supone un largo y duro trabajo para todos. El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir siendo necios para siempre.

Bertrand Russell
1932

[*] Desde entonces, los miembros del partido comunista han heredado este privilegio de los guerreros y sacerdotes.

fuente www.ucm.es/info/bas/utopia/html/russell.htm

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¿Qué protege el Estado cuando penaliza el aborto? *

Publicada el 14/04/2012 - 19/12/2012 por raas

La interrupción de un embarazo siempre es una situación difícil de atravesar independientemente de las causas que hayan conducido a ella. La condición trágica y absolutamente privada recrean una atmósfera dentro de la que se deberá decidir. Esa condición, a la vez trágica y privada, hace urgente y necesaria una argumentación en favor de la despenalización del aborto. Porque así como la despenalización no obliga a abortar a nadie la penalización obliga a tener un hijo sin desearlo.

Es necesario destacar que la denominación “interrupción del embarazo” remite necesariamente a un punto, el de “interrupción”. La mayoría de las discusiones acerca de la penalización del aborto pretenden reducir la totalidad de un fenómeno complejo y extendido en el tiempo a ese único punto. De este modo desconocen un largo periplo signado por sentimientos que van desde la sorpresa hasta la desesperación, pasando por la angustia, el remordimiento y ¿por qué no? la ira. El punto de la decisión no es más que un resultado. Decidir abortar porque te violaron, porque tu vida está en peligro, porque el feto es inviable o porque te cuidaste y fallaste, en definitiva, porque no deseás un hijo, no implica que el aborto sea algo previsto de antemano, ni siquiera como un “posible” método anticonceptivo. Si no fuiste consultada y no deseás quedar embarazada y, a pesar de todo lo estás, menos desearás concluir la gestación. Pero claro acá estamos en un ámbito absolutamente privado. La muestra de la defensa que las mujeres de todas las clases sociales hacen de esa privacidad, aún poniendo en riesgo la vida, es que el aborto se practica. Ignorando la prohibición legal y las prédicas religiosas se estima que se provocan más de 400.000 abortos anuales en la Argentina.

La penalización del aborto impone un grado de responsabilidad extremo a la mujer en la fórmula que diría que “toda mujer embarazada está obligada a concluir su gestación”. El punto de interrupción será el depositario de toda la carga moral que conlleva la punición. Pero semejante responsabilidad no se condice con la libertad de esa mujer de continuar con su embarazo. Claro que la prohibición, no es simplemente un impedimento para el ejercicio de un derecho. Es fundamentalmente un mecanismo disciplinario que produce efectos directos sobre la representación que las mujeres nos hacemos de nuestra libertad y de la práctica de nuestra autonomía en todos los órdenes de la vida. En el caso del aborto esa libertad impregnada de terror y culpa sólo promete el tránsito por un infierno que dejará marcas indelebles. Si a esto le sumamos la urgencia que impone el reloj biológico de la gestación, la complejidad y extensión de un proceso irreductible a un punto, queda develada.

Evaluar todo el proceso nos permite, a la vez, denunciar la falacia que intenta demostrar racionalmente que hay un punto “natural” de inicio de la vida. Para la biología es casi imposible cargar toda la argumentación moral en un momento localizado definido como “origen” en el cual se pueda determinar un traspaso sea de un “homínido” a un “hombre”, sea de una mezcla de fluidos a una persona. Del mismo modo la aséptica discusión acerca de un “comienzo” puntual de la vida, de la persona, del individuo o del ciudadano cae en un reduccionismo perverso que le roba el carácter fundamentalmente político a la discusión: el de la definición política acerca de la vida que merece vivirse y la que carece de valor y es sacrificable. En general los argumentos a favor de la penalización y muchos que defienden la despenalización y que considero fallidos e incorrectos, centran sus discusiones en algún punto considerado “natural” del proceso. Desarman la totalidad en una sucesión de puntos “naturales” y desconectados para exhibir mojones sobre los que se pueda aplicar la ley. Así se mencionan los puntos de la relación sexual, de la fecundación, del comienzo de la vida, del origen de la persona, del inicio de la actividad cerebral o de la interrupción del embarazo entre otros. Esta especie de analítica de un proceso, nunca tomado en su totalidad, origina gran parte de las tramposas argumentaciones esgrimidas para defender la penalización. Desconoce la arbitrariedad histórico-política con la que se define, se da forma y sentido a la vida y a la muerte.

En la Francia de la ocupación nazi, de Pétain y de Vichy, el aborto fue criminalizado y castigado con la pena de muerte para las aborteras. Fue el caso de Marie-Louise Giraud la última mujer guillotinada antes de la abolición de la pena capital en 1981. El episodio fue ejemplificatorio porque se anunció masivamente en los diarios el guillotinamiento en la prisión de Roquette. La legalización del aborto en Francia llegaría recién en 1974. La Francia de Pétain había reemplazado «libertad, igualdad, fraternidad” por «trabajo, patria, familia» en su cruzada en defensa de la moral. Marie-Louise fue acusada de faiseuse d’anges (fabricante de ángeles) el antiguo nombre con el que la diplomática lengua francesa llamaba a las aborteras. Esta madre de familia de cuarenta años y lavandera se ganaba también algunos pocos pesos “ayudando” a sus vecinas de Cherbourg a abortar. Ella entiende que “ayuda” entre los desastres de la guerra y de la ocupación y eso le basta para evitar cualquier cuestionamiento moral.

La condenan por veintiséis trabajos criminales, verdaderos crímenes contra la familia francesa, contra la vida y contra la fuerza del Estado al decir de Pétain. Europa ya consideraba que el aborto lesiona el derecho de la sociedad ante el proceso de formación de la vida, su sanidad moral, y el desarrollo lozano del pueblo. Por eso penalizaba a la abortera y no a las mujeres. El director de cine Claude Chabrol en 1988 recreó este episodio en su película Une affaire de femmes (Un asunto de mujeres). Allí Marie-Louise pregunta a una amiga «¿Creés que los bebés tienen un alma en el vientre de sus madres?» a lo que obtiene como respuesta: «Haría falta que sus madres tuvieran una». El diálogo nos arroja al centro neurálgico de la discusión. ¿Qué es lo que tiene un embrión o un feto para que el Estado penalice su destrucción? ¿Qué es lo que no tiene la mujer que interrumpe su embarazo? ¿Qué representa por un lado el feto y por el otro la mujer para el Estado? ¿Por qué el Estado debe eliminar a Marie-Louise y, en todo caso, qué elimina con ella?

El ejemplo es extremo pero sirve para pensar nuestra actual prohibición del aborto. Ésta responde a la interpretación iluminista del embarazo que, a partir del siglo XVIII, comienza a modificar su percepción. De ser un dato privado reconocido sólo por la mujer en cuanto a sus síntomas físicos, la decisión privada y hasta secreta de continuarlo o no, la ciencia y la tecnología originan un “feto público”. La visibilidad del embarazo desde “afuera” es científica y el feto o el embrión, cobran existencia por dicha exterioridad. El embarazo ya no se define por su relación con la mujer. La futura madre se vuelve pública ante sí misma, y su problema privado pasa a ser un problema social, sobre el que se puede públicamente hablar, legislar y penalizar. La autoridad en la materia pasa a ser la ciencia que determina que hay sujetos distintos con intereses políticos en pugna. Este cambio en la percepción del embarazo produce a su vez un cambio en la percepción del aborto (1) que ahora significará dirimir un conflicto de intereses políticos entre partes.

El feto, futuro ciudadano, adquiere la entidad de algo valioso a ser tutelado y comienza a contraponerse en tanto vida valiosa con el valor de la vida de la madre. Una especie de antropocentrismo forzado define políticamente como humano al feto sólo en función de su potencial ciudadanía. El Estado instaura con el feto, a través de los saberes que provee la tecnociencia, una relación directa de propiedad que supera y prescinde de la mediación materna. Así puede instalar la idea de autonomía en el interior del cuerpo femenino y alienar con ella la vida de la mujer. Ésta se convierte en algo puramente funcional a la producción de un nuevo individuo, esto es, en una especie de propiedad del Estado. Por lo tanto lo que resulta perjudicado con un aborto es el llamado derecho de la sociedad ante el proceso de formación de vida ciudadana. El aborto ofende a la “sanidad moral”, al “lozano desarrollo del pueblo”. Se lo condena por motivos estrictamente políticos y no religiosos.

La mujer embarazada es una totalidad, un ser político que puede, en un proceso no definible en puntos discontinuos, dar a luz una vida. El Estado con su prohibición parte esa totalidad, separa a la mujer en tanto aquello que debe ser valorado y aquello que debe ser sacrificado. Así antepone el valor de la vida “zoológica”, desnuda, “animalizada” de la mujer (zoé) que se manifiesta en el feto y que se considera insacrificable, frente al disvalor de la vida política (bíos) en la que se incluye su decisión que se vuelve despreciable y sacrificable. El Estado sólo espera que la mujer responda a la necesaria y zoológica procreación de ciudadanos y a esa función la apresa y la condena. En la procreación de ciudadanía reposa toda la consistencia del poder. De allí la decisión de proteger el embarazo a término y de fijar un punto arbitrario dentro de la complejidad del proceso biológico que, sin embargo, fue variando históricamente al ritmo de la tecnología. Aún en los países en los que el aborto está despenalizado el límite de gestación permitido fue variando.

En Francia, con la despenalización en 1974, el permiso llegaba a diez semanas pero una reforma posterior lo amplió a las doce que rigen actualmente. Las fronteras entre la vida y la muerte son, ahora, móviles. Así como la muerte no tiene límites precisos con la vida –por ejemplo la muerte biológica o la cerebral- el nacimiento es indeterminado respecto de la muerte. El ejemplo más controvertido es el de la anencefalia que produce fetos sin cráneo ni encéfalo, diagnosticada por imágenes ecográficas semejantes a un “sapo” o “lechuza” y que no tiene cura ni tratamiento. La medicina denomina mujer “ataúd” a quienes padecen estos embarazos inviables de los que sólo la mitad concluyen y de los nacidos se debe esperar a lo sumo una agonía de algunas horas. El feto anencefálico es equiparable al muerto encefálico del que se pueden extraer órganos para trasplantes.

Así como las definiciones políticas acerca del origen de la vida variaron y varían a lo largo de la historia, también cambiaron los que toman las decisiones, los “decisores”. Hoy la ciencia actúa políticamente para dar significado o forma a la vida de los hombres. El poder soberano entra en una simbiosis íntima e intercambia papeles con el médico o con el científico tal como lo hacía antes con el sacerdote o incluso con el jurista. Y son ellos, el médico y el científico, quienes se mueven en una tierra de nadie que antes era sólo del soberano. Por eso las declaraciones modernas de derechos se presentan como aparentes intromisiones de los principios biológico-científicos en el orden político. El reclamo por los derechos se ve obligado a entrar en una discusión de orden biológica o científica así como antes se veía obligado a hacerlo en términos religiosos. Durante el nazismo, momento en que el intercambio entre el soberano y el médico es extremo, los médicos afirmaban que “la política es dar forma a la vida de los hombres y por ende a la vida de la nación”.

Las primeras legislaciones orgánicas para punir el aborto son del siglo XIX y están orientadas a tutelar futuros ciudadanos. A la vez comienzan, en esta época, los estudios demográficos que dieron lugar a la preocupación estatal por el futuro ciudadano y la interpretación política de la maternidad como rasgo esencial de la mujer. Los períodos y lugares en los que se produce el decrecimiento de la natalidad endurecen las penas y estimulan las familias numerosas. Esto sucede en casi toda Europa con la Primera Guerra Mundial.

La «estatización» del embrión y del feto, posibilitada por el desarrollo científico-tecnológico, es el modo más perverso de quitarle a la mujer la posibilidad de tener una vida autónoma y auténticamente política. El feto no es más que la manifestación de la vida zoológica o desnuda de la madre. Considerar persona a un embrión de un embarazo no deseado es tomar la decisión política de animalizar a la mujer que quedará ahora encadenada al Estado a través de esta abstracción zoológica sobre su cuerpo. Y resulta hipócrita o paradójica esta punición mientras los Estados no se declaran con el mismo énfasis, por ejemplo, contra las guerras, el hambre o las enfermedades evitables. El aborto atenta políticamente contra uno de los elementos que otorga mayor legitimidad al Estado. Por eso la lucha por su despenalización puede transformarse en una práctica capaz de ampliar la autonomía política de hombres y mujeres.

Gabriela D’Odorico

* Este trabajo sintetiza la exposición de la autora en la Mesa redonda “Aborto, falacias y penalización. Perspectivas para un debate racional sobre el derecho a la interrupción del embarazo” organizada por el Proyecto Nautilus en el Centro Cultural “Ricardo Rojas” el 22 de septiembre de 2006.

nota:
(1) Los niños nacidos de las primeras cesáreas, ejecutadas sólo para salvar a la madre, eran considerados no-nacidos y por ende destruidos por no haber sido alumbrados por su vía natural

fuente: Revista Esperando a Godot nº12 www.revistagodot.com.ar/num12/12_dodorico.html

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La guerra contra bacterias y virus: Una lucha autodestructiva

Publicada el 22/03/2012 - 19/10/2022 por Ecotropía

La guerra permanente contra los entes biológicos que han construido, regulan y mantienen la vida en nuestro Planeta es el síntoma más grave de una civilización alienada de la realidad que camina hacia su autodestrucción.

Por Máximo Sandín*
2009

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Publicado en • Análisis, • Control, • Ecocidios, • Ecosofía, • Insalubridad, • Multiviolencias, • Natura, • PsicopatologíasEtiquetado como capitalismo postindustrial, Charles Darwin, civilización alienada, civilización capitalista, colapso civilizatorio, guerra permanente contra los entes biológicos, humanidad al borde del precipicio, la salud como mercancía, lucha contra la vida, Máximo Sandín, organismo humano, pensamiento occidental contemporáneo, problemas de salud, somos virus y bacterias, virus y bacteriasDejar un comentario

(libro) La quiebra del capitalismo global: 2000-2030

Publicada el 19/03/2012 - 24/05/2020 por raas

Crisis multidimensional, caos sistémico, ruina ecológica y guerras por los recursos. Preparándose para el inicio del colapso de la Civilización Industrial. El “mundo de 2007” se ha acabado, ya no existe como tal, ni volverá jamás. Es un “mundo” que se está deshaciendo poco a poco ante nuestros ojos, pero sin darnos cuenta. Estamos en un punto de inflexión histórica. Una bifurcación de enorme trascendencia de la que todavía no somos conscientes. O tan sólo mínimamente.

Por Ramón Fernandez Durán

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Indignaciones

Publicada el 25/02/2012 por raas

Choca un tren contra la punta del andén. Centenares de heridos, medio centenar de muertos. Todavía no sabemos más. Es esperable que aumente la cifra de muertos, aunque todos deseamos que no. Las empresas periodísticas acuden todas a juntarla con pala cubriendo el desastre con información compulsiva. Se traen las tragedias anteriores para coleccionar y contabilizar, para aumentar la dimensión de la tragedia y para establecer récords. Un récord vale más que mil palabras.

Cada quien toma posición frente a la escena desgarradora de las víctimas, de las personas intentando tener noticias acerca de parientes o amigos. Se descubren secretos a voces como el mal estado de los sistemas de transporte, las implicancias de la política en la gestión de los negocios, las implicancias de los negocios en la gestión política. Azorados, miramos y padecemos. Nos indignamos.

Pronto la tragedia pasa. La noticia pasa. Pasa la novedad y todo vuelve al ruedo. Personas volviendo del trabajo, trenes hacinados; personas yendo a trabajar, trenes hacinados. Un sistema de transportes saturado en una ciudad saturada que concentra el tercio de la población de un país con aproximadamente 15 personas por kilómetro cuadrado. 15 personas por kilómetro cuadrado y 700 heridos y 50 muertos en un tren urbano. Pero la tragedia pasa. Nos indignamos.

Pronto todo vuelve al ruedo.

¿Qué es lo que estamos haciendo? ¿Qué es lo que hacemos cuando la tormenta pasa? Demandas al Estado, aserciones morales acerca de la falta de escrúpulos de los empresarios, de la desidia de los controladores, de la corrupción de los funcionarios. Los indignados protestan. Pero la tormenta pasa. Entonces los indignados se dignan. Se dignan a seguir sus vidas ordenadas en la continuidad de una humanidad autodestructiva, retoman la ruta de la cuenta bancaria y del televisor de mil pulgadas, de teléfonos biónicos y de alquileres imposibles. Reactivación del mercado interno a base de consumo, importación, exportación y producción. Crecimientos porcentuales, márgenes de ganancia, confianza para inversores. Autos como naves espaciales que aceleran cada vez más, con mayor estabilidad a mayores velocidades, asfaltos mejorados, autopistas y rutas. Lomas de burro, barreras y multas. Concesiones, subsidios, tarifas.

Crisis financiera, caída de los mercados, inestabilidad social. Nos indignamos. ¿Y qué es lo que hacemos? “Ha vuelto la política”, nos dicen. Votamos y volvemos. Dignos como nunca, recuperamos la nación después del cataclismo. Confianza, esperanza, dignidad. Malvinas argentinas, mineras canadienses, sindicatos peronistas y paritarias anuales. ¿Qué es lo que hacemos? Recuperar la fe. Como si no hubiera otro camino que rezarle a fantasías, retomamos el camino de que alguien haga bien las cosas, alguien otro, algún otro que nos represente y nos proteja, que administre bien, que ya no robe, que por fin se entere de las cosas que hay que hacer por la gente. Y que las haga.

“La gente”, dicen. “la gente necesita protección”. Toda la estructura social está montada sobre la espalda de trabajadores que no logramos organizarnos como para tomar la iniciativa. ¿Buscamos culpables? Ahí estamos: culpables de no hacernos cargo de la administración y de la responsabilidad sobre nuestra vida colectiva. Indignados por arranque, soltamos rapidito para que los responsables sean los demás. Sin organización desde abajo no habrá sino culpables desde arriba y muertos en la calle.

Aceptamos que la vida social sea una miserable agregación de negocios, legitimamos la comercialización de la vida en nombre de la competencia y de la propiedad. Y, de vez en cuando, nos indignamos.

La indignación es una purga: es una forma de enajenación de las culpas en busca de víctimas propiciatorias. Como en un ritual, todo el mundo acusa a los demás, busca responsables para no hacerse cargo de responder. ¿Nos acordamos de las privatizaciones? Ahora parece que el demonio neoliberal tiene rostro, cuando ese monstruo somos nosotros hace veinte años. El tiempo pasa, y, en vez de cambiar la ruta, echamos culpas a diestra y siniestra.

Somos los responsables de no comprometernos en nuestra propia realidad, responsables de no sostener las organizaciones barriales y obreras que puedan confrontar contra el modelo de negocios que establece que el seguro es más rentable que los frenos. ¿Dónde están los pasajeros del sarmiento cuando no chocan los trenes? ¿Dónde están los habitantes de la región andina cuando no reprimen los mulos y la policía? ¿Dónde están los trabajadores cuando no asesinan a nadie?

Vivimos pateando para adelante, e indignándonos cada tanto. Vivimos delegando decisiones y responsabilidades cotidianas en figuras útiles para recriminar después. “Negligentes militantes”, decía Enrique Piñeyro. No nos sirve de nada echarle culpas al Estado y a los empresarios. Eso es fácil y es obvio. El punto es que no somos capaces de accionar antes de que ocurra la tragedia. Subimos a los trenes como ganado, subimos a los colectivos colgándonos de las puertas, aplastados unos contra otros. Repartimos codazos para treparnos a un vagón y llegar a casa menos tarde. Arremetemos contra el que discute. Preferimos volver temprano antes de sostener una asamblea.

Los trabajadores tenemos la capacidad y la responsabilidad de intervenir en la gestión social de recursos y servicios de una manera definitoria y efectiva. No nos organizamos para mejorar nuestro salario y dejar que los demás decidan el resto. Matarnos en los trenes y vivir hacinados, empobrecidos y expoliados, es parte de lo mismo. Vivir alienados por la tarea y la explotación y padecer las decisiones de los otros, es parte de lo mismo. La ciudad (las ciudades) tienen una estructura y un funcionamiento sostenido sobre la división social del trabajo. Es un diagrama gestionado por quienes no viajan en tren, por quienes no comen chipá en las estaciones, por quienes no cruzan las vías saltándose el tercer riel. Hay un espacio de circulación para los pobres y otro para los que deciden. Y nosotros, desde abajo, preferimos victimizarnos antes que asumir la responsabilidad de confrontar su poder con nuestra organización. Preferimos putear al presidente, putear al patrón, putear al rico, antes que hacernos cargo de meterles el boleo en el orto que merecen, antes que hacernos cargo de asumir la responsabilidad de cambiar nuestra situación.

Nos indignamos. Miramos Crónica TV y nos indignamos. “Los que viajan en el tren son laburantes”, dicen por la tele, como si fuera normal que haya laburantes (es decir, que haya no-laburantes). Nos indignamos hoy. ¿Qué pasará mañana? El trabajo dignifica, decía Perón. Sí que dignifica. Nos vuelve dignos de la continuidad, dignos de una vida de mierda de la que no nos hacemos cargo. Ahora, desgarrándose las vestiduras, todos los monjes salen a la plaza a llorar verdades y lamentar los muertos. Y nosotros obedecemos eso también. Lloramos con los monjes, con los sabios, con los comunicadores y con los políticos. Lloramos un luto de dos días como religiosamente, dignos por obedecer, validados en tanto ciudadanos donde la libertad consiste en acomodarse de alguna manera a las decisiones de los otros. Nos acomodamos, sí. Surfeamos la milonga, hasta que nos damos el palo.

Mientras sigamos prefiriendo la obediencia con culpables a la organización colectiva, seguiremos viviendo para el orto y muriendo cada tanto.

Hernún
23 de febrero de 2012

fuente http://entornoalaanarquia.com.ar/2012/02/23/indignaciones

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